
EL
HOMBRE DE LA VÍA
"Y
los pueblos quedaron desiertos y los valles solitarios;
los monstruos de cemento almacenaron a miles en un sólo metro
cuadrado"
Sus
casas hechas de adobe y barro unas, y de piedra otras, se podían
contar sin gran esfuerzo. Desde cualquier punto las alcanzaba la
mirada, envolviéndolas a todas de una sola vez.
A
simple vista, nada tenía de particular aquel pueblito si
lo observabas desde la llanura, pero al tiempo que te acercabas
a su pequeño recinto, un creciente temor se apoderaba de
uno. Casi imperceptible al principio, esa sensación extraña
crecía cuando te acercabas a lo que ya no era sólo
un simple grupo desordenado de casas. Ahora se podían observar
ciertas peculiaridades.
De
lo primero que uno se percataba era de su extraño emplazamiento
en el centro mismo de la gran llanura, cuya única vegetación
era el arbusto silvestre permanentemente sediento y ocre.
Una
oxidada vía de ferrocarril recorría la llanura de
sur a norte, pero no atravesaba el pueblo si no que, al aproximarse
a él, formaba una gran curva en el centro mismo de la planicie,
separándose de las casas como si evitara el pueblo de forma
intencionada y alejándose unos centenares de metros de las
construcciones más próximas.
Al
otro lado del pueblo y aproximadamente a la misma distancia de
las casas, había una pequeña colina en cuya cima asentaban
sus viejos cimientos las ruinas de una hacienda, seguramente la
de los antiguos señores y propietarios de las tierras circundantes.
Todo
había sido abandonado. Todos se habían ido. Todos,
menos un hombre; uno sólo de sus habitantes se había
resistido a partir con aquel tren. Nadie de los que conocían
su existencia sabían por qué aquel viejo se había
quedado allí, ni tampoco nadie se había atrevido a
preguntárselo: ni los antiguos habitantes del poblado, ni
los esporádicos cazadores, ni los escasísimos excursionistas,
ni siquiera los pastores que de muy tarde en tarde, trashumaban
su sediento ganado en busca de tierras más fértiles.
Cuando
hablaban de él, solían decirse que no comprendían
cómo podía sobrevivir sin cultivar algún fruto
de la tierra, sin criar animales o sin salir nunca de aquel lugar
para ir en busca de algún alimento. Los que solían
verlo, siempre lo hacían desde lejos e, invariablemente,
lo habían visto en el mismo lugar: sentado junto a la vieja
vía del tren, a un metro más o menos de los raíles
y justo en el centro de la curva.
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