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Los siete hombres llegaron por fin muy cerca del hombre y mientras se acercaban más y más, sus rostros comenzaban a mudar su color habitual y para cuando llegaron a unos pocos pasos de aquel cuerpo tumbado sobre la vía, ya habían adquirido una palidez casi espectral. En aquel instante y al unísono, todos ellos levantaron sus manos para cubrirse los ojos.

El hombre, atravesado sobre la vía, estaba muerto y su muerte, sin lugar a dudas, la había producido un tren. Sus ruedas de metal habían pasado sobre su cuello y piernas y ambas extremidades estaban seccionadas y separadas del cuerpo. Los siete hombres, aterrorizados, volvieron sobre sus pasos sin atreverse a tocar nada.

El misterio continuaría pues no había pasado tren alguno por aquellas vías desde hacía muchos años y, de haberlo hecho, tendría necesariamente que haber descarrilado pues los tornillos de sujeción de los raíles estaban cuidadosamente apilados junto al montón de piedras en el cual había estado sentado casi toda su vida el hombre de la vía.

Desde entonces, todos los días a la caída del sol, resuena un eco en todo el valle: el silbido de un tren lejano.

Luis Marrades

Ciudad de México, primavera 1997

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