Cabezas en nuestras cabezas


El fuego todo lo purifica. Y además borra las huellas. El humano tiene de origen la inclinación a marcar, desde los graffiti de los baños hasta la circuncisión, pasando por las firmas, los sellos, los cuños, la muesca en el arma, la placa recordatoria, los monolitos, los corazones en los árboles, los tatuajes, la pisada en el cemento fresco, el moretón en el ojo de ella, el barbijo en la jeta del otro, el arte, la ciencia y los epitafios. Pero también acostumbra a borrar los rastros como reaseguro de nuevos comienzos.
Los uniformados y los paramilitares, en su momento, infirieron a la piel de la República un bárbaro tajo. Lo hicieron con la saña de los psicópatas, pero también con la ingenuidad de los niños. Como si el silencio y la ocultación fuesen garantía de inexistencia, torturaron y robaron y violaron y mataron con la cándida certeza de que nadie nunca les iba a reclamar nada. Basura bajo la alfombra, sus marcas, sus rastros, los signos de lo que hicieron, florecen en todos los sitios y en todas las mentes como torpes montículos que se niegan a todo disimulo. Pero no sólo intentaron el olvido, la mentira, el borramiento: dueños de una porción de poder, impusieron a la clase política leyes infames que por su carácter perverso apenas merecen el mote de ilegítimas. Corporativos hasta la medula, se aseguraron el derecho a la impunidad evitando someterse a la ley verdadera, la que nos iguala, la que restaura las almas, la que nos constituye como personas y como comunidad, la que confiere su último sentido a la palabra Justicia. Contra el maridaje de milicos y mandatarios, contra el desatino de sus gestos ampulosos, toda una generación de memoriosos trabaja para menguar la borratina, para refrescar huellas, para reconstruir historias. Amnistía, obediencia debida, punto final, indulto, no fueron más que intentos frustrados de cicatrizar mediante artificios de utileros lo que debe permanecer sangrante. Usaron, como siempre, una frase de esas que deschavan en su propia sonoridad un vacío demasiado lleno de falsedad, con la intención de clausurar todo "después": "Para pacificar la Nación". Así, santificados al irrumpir e indultados al irse, imprimieron, en su afán de borramiento, una marca social devastadora: los delitos más aberrantes se lavan en la palangana de las transas institucionales. Cómo podría ahora sorprendernos que los integrantes de los grupos de tareas, no sólo perdonados sino también premiados con nuevos privilegios, nos halaguen de tanto en tanto con muestras de su poder, de sus habilidades, de los exabruptos que les pide el cuerpo? El precio de la impunidad es este: cebados en una actividad que los gratifica psíquica y económicamente, gozan por ocupar una verdadera "zona liberada" no ya geográfica sino jurídica, una región exenta de toda ley donde, contratados para defendernos, cobran para estropearnos la vida mientras se ufanan de pertenecer a un Olimpo sin metáfora.
Las heridas no cicatrizan con el ungüento formal de los decretos, sino con la aplicación pareja y a rajatablas de la ley, así se trate de un ciruja mataniños, de un magistrado coimero o de un miembro de fuerza cuya botonera dorada, lejos de habilitarlo para lo que le venga en gana, lo encadena a las normas que esta sociedad ha pactado para todos sus hijos como garantía única de funcionamiento.
No hay otra que trabajar para mantener fresca una huella que insiste desde cada escena del pasado, desde las listas de desaparecidos, los relatos, las fotos, las investigaciones, los cantos, los dibujos, los afiches, los rezos, las pintadas, las películas, las obras de teatro, las esculturas, las crónicas, los recuerdos, los escritos, los crespones y la imagen de José Luis.

 

Mario Malaurie

Periodista , arquitecto, docente en Semiótica y Psicoanálisis

 
 
 


 Periódico / Baldosas / Encuadres / Sitios

Volver a la página principal