Aires
de cambio en Irán
Quizás,
el delito de los ayatolás fue nacionalizar la industria petrolera
tras la revolución de 1979 que derrocó al Sha. Ha crecido una generación,
marcada por diez años de guerra con Irak, y el régimen de los muhlas,
apoyado por la clase media del bazar, experimenta lentos cambios.
El visitante se encuentra con un país que rinde culto a la familia,
que gusta de hacer picnic en las medianeras de las autovías y que,
además del té, bebe Coca-Cola original y Pipi Zam Zam, un sucedáneo
nacional de Pepsi. Uno tiene la sensación de haber regresado a la
España de mantón y peineta de 1959.
Los
cambios se aprecian al margen de la vida oficial. Por un lado, las
autoridades religiosas imponen el chador a las mujeres y, por otro,
éstas dejan entrever sus cabellos teñidos de rubio o rojo. Sigue
sin haber discotecas, cerradas tras la caída del Sha, pero ya nadie
se escandaliza si las mujeres visten vaqueros al pasear por las
mezquitas de Teherán. En las ruinas de Persépolis, las hijas de
unos emigrantes en Berlín se cubren a regañadientes con un pañuelo
verde marujita. Como el calor asfixia, una de ellas se desabrocha
la gabardina y deja entrever un escotado top. Nada que ver con el
riguroso chador. La mujer protagoniza poco a poco su revolución.
Según el Iran Daily, “además de cumplir con su deberes de madres
y esposas, las mujeres iraníes son activas en todos los campos,
especialmente, en educación, industria, artes y ciencia”. Se las
ve resolutivas tras los mostradores de las agencias y tiendas aunque
los bazares los regentan sus maridos y hermanos. “El poder de la
mujer iraní es tal que si se pusieran de acuerdo un día, todas se
quitarían el chador”, dice una estudiante de Medicina de Isfahán.
¿Y por qué no lo hacen? La misma estudiante admite que llevar pañuelo
es una cuestión cultural firmemente arraigada. "Si salgo
a la calle sin pañuelo no me sentiría a gusto. Es
como si un hombre tuviese que vestir falda", afirma la alumna.
En cierto modo, las jóvenes iraníes no pueden disimular
sus risitas cuando se cruzan con una extranjera que lleva mal ajustado
el pañuelo o la gabardina no le tapa las rodillas. De momento,
las mujeres iraníes suben resignadas a la parte posterior
del bus, reservada para ellas aunque la zona masculina vaya atestada.
Otras, más modernas, conducen su Renault 5, acuden solas
a las teterías a fumar en el narguile, oyen música en directo en
locales de moda o incluso se citan con chicos. Incluso las parejas
demuestran en público más afecto que en las céntricas calles de
Viena.
La
religión lo regula todo salvo el tráfico. En el bazar de Kerman,
un hombre abronca a un niño mendigo que lee el destino en papeles
que picotea un periquito. El individuo le arroja la jaula al suelo
y le recuerda que el juego está prohibido en Irán. Eso no impide
que algunos ciudadanos de Isfahán ignoren a las autoridades y echen
una partidita de cartas mientras hacen picnic en la plaza de la
Revolución. Menos suerte ha tenido otra pandilla de adolescentes,
cacheados a la orilla del río por dos motoristas de la policía que
buscaban en el suelo drogas o cartas. El ajedrez estuvo proscrito
hasta hace cinco años y ahora los parques de Teherán están repletos
de jugadores. El alcohol es la otra gran prohibición. Tres truhanes
del bazar de Kerman ofrecen a unos turistas una especie de vodka
adulterado que logra alegrar las bodas iraníes. “Si se entera el
Gobierno, nos cortarán el cuello”, advierte Abbas, el guía, un estudiante
de ingeniería de Shariz, respetuoso con la ley. Su único pecadillo
es escuchar su radiocassete. La música se echa de menos en Irán
pero los éxitos de estrellas disco como Gloria Steffan o Marian
Carey circulan clandestinamente de mano en mano. Y el descaro es
tal que las tiendas de electrónica de Teherán o Tabriz ofertan un
combo de CD y DVD, eso sí a precios de importación.
Abbas
debe ser el chófer más prudente de Irán, un país donde los conductores
y peatones ignoran las normas de tráfico. Circulan en sentido contrario
para adelantar, los camiones rebasan a los turismos, los motoristas
sin casco hacen giros inesperados y los peatones cruzan tan campantes
las vallas de las autovías o hacen picnic en la medianera. Y esto
no ocurre sólo en el caótico Teherán sino en el pueblo más remoto
de Yadz o de Tabriz. Al volante, los iraníes se sienten libres...bajo
la mirada omnipresente del imán Jomeini. La autosatisfacción con
que los líderes religiosos caminan por las calles de Tabriz o Shiraz
revela que son los únicos contentos en este país. El resto protesta
porque llenar el depósito del coche de marca nacional, el Paykans,
una especie de Seat 132, sale cada día más caro.. Cada vez se ven
más niños vendiendo chicles de plátano en las gasolineras donde
un litro ya cuesta 500 riales (0,1 euros). Y eso que el petróleo
es un monopolio estatal. En Teherán, los cambistas entregan fajos
de billetes de 10.000 a los turistas por cinco dólares a la cotización
oficial. Ya no es la bicoca de hace unos años.
Mehdi,
taxista de la capital, debe pluriemplearse como recepcionista en
un hotel de lujo para alimentar a sus dos hijos. En un restaurante
del Mar Caspio, Medhi da cuenta de un esturión mientras muestra
su malestar: “En este país hace falta separar el poder del clero
y la iglesia del Estado. Yo me mato a trabajar y los religiosos
me prometen el paraíso en la otra vida”. Un interlocutor pronuncia
la palabra Jomeini y los camareros agudizan el oído. Un error. “Aquí
hay que guardar silencio como en España con el General Franco”,
advierte el taxista mientras introduce un terrón de azúcar en la
boca y sorbe algo de té.
El
mensaje de la población sobre la división de poderes no parece haber
calado en un comité clerical, anclado en la ciudad santa de Quom,
que el pasado mes cerró varios periódicos con una ley que el sha
aplicaba contra el gamberrismo. La república es dirigida por el
presidente liberal y reformista Mohammed Jatami, cuyo retrato adorna
junto a Jomeini la pared de todos los ultramarinos de Teherán, Shiraz
o Tabriz. Es la esperanza de muchos jóvenes. Tiene cara de tipo
simpático.Tras tres años, Jatami sigue sin poder aplicar sus promesas
de libertad dentro de su idea de democracia religiosa. La semana
pasada presentó su plan para aumentar sus poderes ejecutivos en
un pulso con el Consejo de Guardianes de la Revolución, su rival
político. “El clero tiene atado de pies y manos a Jatami”, asegura
Amir, un profesor de gimnasia, que rompe su silencio en la cumbre
del Sabalán, un volcán sagrado de la región azerbayana de
Irán, meta de peregrinos musulmanes que, a 4.800 metros de latitud,
se sienten más cerca de Alá. El padre de Amir fue mulá en
tiempos del sha pero, tras la revolución, abandonó desencantado
el oficio religioso. “Las cosas han mejorado en veinte años”, admite
Amir.
Jussef,
propietario de una tienda de alfombras en Isfahán, reconoce que
Irán se ha modernizado. Hay más autopistas por las que circulan
alocadamente millares de vehículos mientras esquivan a peatones
que se cruzan sin mirar . El empresario, perteneciente a la clase
media que apoyó la revolución, teme que el turismo se hunda si Estados
Unidos ataca a Irak, el eterno enemigo de Jomeini. La población
iraní todavía habla de los diez años de guerra contra Sadam Hussein
como si fuese ayer. Los soldados mutilados que caminan por los parques
recuerdan los apagones de luz en las ciudades y los bombardeos.
Diez años perdidos. “En cuanto caiga la primera bomba en Irak, los
turistas desaparecerán”, afirma el dueño del bazar mientras invita
a un té con cardamomo a cuatro mochileros coruñeses. Los visitantes
asienten en silencio porque creen que la población iraní, amable
y educada, no se merece un ataque occidental. “No es justa la imagen
que tiene Occidente de Irán”, asegura Amir. Cualquier americano
en este país es sospechoso de pertenecer a la CIA. En un control
rutinario a la salida de la provincia de Bam, una ciudad de adobe
a media jornada en coche de Afganistán, un policía sin afeitar y
desaliñado, armado con una metralleta, interroga a un chófer si
los turistas que transporta son americanos. Los controles de camionetas
y coches son conciencidos para evitar el tráfico de opio procedente
de las montañas afganas. “Españoles, beatiful people”. El agente
fronterizo da vía libre.
Los
alemanes son los europeos preferidos de los iraníes, quizás por
ser los persas de origen ario y no identificarse con los árabes.
Hans, un estudiante de Arqueología de Ulm, se sintió violento cuando
unos lugareños se dirigieron a él con un expresivo “Hitler is good”,
al que consideran un héroe por el genocidio de los judíos europeos,
en referencia al conflicto árabe-israelí.. Hans no
oculta su repulsión: “Tantos años educado en Alemania sobre la barbarie
del nazismo para que estos ignorantes feliciten a Hitler”. Pero
el mochilero alemán, que también visitó Siria o Libia, ha tenido
más sorpresas. Desde su entrada en el país se propuso no mirar a
las mujeres para evitar disgustos con las autoridades. Según él,
las iraníes, ocultas con su chador, le han rodeado en el autobús
y le han pedido en inglés que les bese. Algunas dejaban entrever
sus pantalones vaqueros y la coleta del pelo teñido de rojo. La
respuesta la obtuvo una turista madrileña, Magdalena. La joven decidió
pasar unos días sola en Isfahán, la antigua capital persa repleta
de palacios de columnas reflejadas en los estanques, es la ciudad
más cosmopolita de Irán que atrae a visitantes europeos, afganos
o paquistaníes. En realidad, afirma resignado un comerciante, “es
una jaula de oro”. Magdalena ocultó su cuerpo bajo un chador pero
sus ojos azules, las gafas de diseño y su calzado la delatan como
occidental. Intentó pasar por mujer iraní para ganar en tranquilidad
pero al anochecer dos hombres la siguieron por el puente. Al hacerles
frente, los rufianes huyeron al pensar que era una policía. El chador
no le ha librado de la tentación masculina. Unos días atrás, Magdalena
había tenido un pequeño debate con una estudiante de Medicina de
Isfahán. La universitaria sostenía que cubrirse el pelo con un pañuelo
estaba tan arraigado en su cultura que quitarlo en plena calle sería
tan embarazoso como que un hombre vistiese falda.
En
todo el país no hay ni una sola mujer, salvo las niñas menores de
9 años, que se atreva a salir con la melena al aire. Ni siquiera
las turistas, salvo una francesa en un hotel de Shiraz que se quitó
el pañuelo seductoramente para escandalizar al guía, quien sólo
dirigía la palabra a su marido.
Los
habitantes pasean tranquilamente bajo las aguas de sus puentes de
Isfahán, donde toman té distraidamente o hacen picnic en
sus orillas o en las medianas de las carreteras. Una pareja se abraza
junto al río y un grupo de jóvenes juega a las cartas en
la plaza principal. ¿No estaba prohibido todo esto? Dos motoristas
de la policía, generalmente desaliñados y sin afeitar, se limitan
a cachear a unos jóvenes sospechosos de tener droga.
Los
dueños de los bazares apoyaron la revolución islámica y esta clase
media reconoce que el país se ha modernizado. Las autopistas y autovías
son buenas y acaba de construirse una nueva línea de tren entre
Isfahán, la bella y Yazd, la ciudad más antigua del mundo reconocida
por la Unesco y cuna del zoroastrismo.. En noviembre se cumplirán
23 años de la revolución del imán Jomeini, los muhlas, apoyados
por la clase media de los bazares. Ha pasado una generación desde
la caídos del sha y los jóvenes reclaman cosas tan básicas como
la división de poderes. De momento, son ellos los que mandan y cierran
periódicos con antiguas leyes que el sha aplicaba contra el gamberrismo.
|