Siempre le hacía lo mismo el Bailarín. La costumbre execrable de sacarlo de la cama justo en el momento de sueño más profundo. Con lo que le costaba pegar un ojo al Poeta. Cierto es que la mayoría de la gente se acuesta a una hora razonable, se levanta en horarios rigurosos y sigue una rutina alienante. No así el Poeta. El eterno presente que le significaba la vida, con líneas de fuga indiferentes y un futuro que nunca valía la pena planificar era toda su realidad. Siempre temía escoger. No sabés lo terrible que es equivocarse. Por eso es preferible experimentar y dejarse llevar como un madero guiado por los flujos misteriosos de una corriente marina para encontrarse siempre con algo nuevo: una isla, una aventura, una historia que no tenga nada que ver con tu pasado. No obstante, cerrar la puerta con dos llaves, saludar al portero, dejar llevar los pasos por calles añejadas por el trajín de la urbe le resultó tan automático que sólo se dio cuenta de que estaba vivo al ver una mujer hermosa en la parada del colectivo. Para su desgracia –la del Poeta-, la mujer tomó una línea diferente; esto le causó un poco de pena, porque le hubiera encantado entablar una conversación con ella, pedirle un cigarrillo. El cargadísimo colectivo que lo venía a buscar le dio una especial apatía: tantas almas juntas y ninguna era la que él buscaba.