Fue la bronca, pero también fue el aburrimiento lo que lo indujo a componer. Estaba en una de esas etapas en que cualquier cosa lo inspiraba a escribir. Tenía una técnica un poco burda: escuchar algún tema por la radio e intentar que los versos salieran al compás de la música que escuchaba. Arma de doble filo, ya que si pasaban uno de esos temas de moda corría el riesgo de contaminar sus pensamientos y sus ritmos. Vagamente se dijo que las banditas de moda pueden matar borrachos. Luego se dispuso a escribir, borrar, escribir, putear, escribir, distraerse, podar versos. Pasadas unas pocas disquisiciones sobre el producto acabado, el Poeta decidió que el poema estaba listo, menos por la convicción que por el cansancio de su cerebro. Insultó, desidioso, al cielo por no haberlo proveído de inspiración suficiente. Eso lo asqueaba, porque cada día se estaba convenciendo más de que la instancia de escritura se asemeja más a una técnica que a un viaje chamánico por los universos flotadores y místicos. Esta fue la producción de ese día:

El niño, imbécil

imbécil que busca justicia en armas, en bastones, en sables y espadas

ignorante.

¿Para qué va a crecer, siendo feliz en la violencia?

Buscará la razón en los versos cuando se dé cuenta de que son todos cuentos cruentos:

No hay héroes, sólo son subterfugios, refugios de los débiles

que se esconden en las cavernas de la esperanza, cuevas sin fuego.

Bajo el sol sólo hay miedo, y las espadas no cortarán ni un rayo de luna; ese ojo enfermo.

Maduro y lozano

movido por la curiosidad que le provoca estar siempre enclaustrado (no es valiente, sólo comedido)

saldrá el Poeta de la caverna: verá la leche y la miel, las mujeres hermosas, los animales robustos;

y los pondrá en sus cantos.

Ciertamente lo tomarán por loco