Y se posaba ahí, cual deidad inocente, sabiendo que tenía que escuchar genialidades evidentes; no era demasiado el desprecio a ese estado de cosas (una lamparita eternemente rota, la silla con la ruedita rota, el infinito crujir del culo de la secretaria al sentarse en su batracio escritorio), más bien era el aborrecimiento a la forma, a las formalidades.

Veía entonces su celular, demasiado costoso, tan empresarial: no tenía juegos y sonaba despacio y tenía un color blanco espantoso, semejante a ovejas impuras. Tenía que anotar el nombre del nuevo contacto, o del nuevo empleado, número de teléfono, empresa, puesto, mierda etcétera.

Enfrente a sí, uno más de aquellos seres de mirada bovina, rural, buscando un empleo decente en la ciudad, sometiéndose como un corderito a los crueles exámenes del viejo lobo.

Y como a veces pasa con los profesores que se hartan de la burocrática evaluación, pregunta, socarrón, al pobre diablo que tiene delante:

-¿Y es que la timidez a ustedes los campechanos se la contagian los animales?

El simplón se sonroja, pero, acabada la entrevista, trompea al empleado Rebelde por su impertinente comentario.