Retumbaban aún en las orejas del Poeta los últimos versos del Manjar, reproducidos con delicia por la boca de Beatriz, que ya ocupaba todo el bar. No había en aquel momento más que versos y boca de Beatriz, finamente recortada en el humo que no paraba de manar de sus labios; pequeños labios, pequeña lengua, finísima lengua.
Retumbaban aún en las orejas del Poeta los últimos versos huidos a través de la finísima lengua y entre los dientes laqueados de nicotina de Beatriz; se enroscaba Crito Barrios en la saliva, y hacía rodar su manjar voluptuoso hacia el Poeta imberbe.
Retumbaban aún los versos de Barrios , cuando, primero, el Poeta dejó de oír. Todo el bar se deshizo en sombra. El griterío de la gente alegre de alcohol pasó a ser un zumbido agudo, como de teléfono, y luego cesó por completo. Segundo, el Poeta dejó de ver: la imagen de Beatriz se distorsionó, titiló unos segundos y se fue apagando. Finalmente se impuso el vacío y, el Poeta, concentrado sobre sí mismo, se sintió una enorme masa latiente de sensibilidad, abierto como una flor a todo lo que pudiese entrar por la piel, filtrarse entre los músculos y molerle los huesos.
“Y si Prometeo fue castigado por robar el fuego de los dioses, gustoso me tiraré a mil infiernos por probarlo una vez más”. Mil Infiernos; Fuego por doquier. El hechizo se desvaneció y el Poeta, recobrando sus sentidos, dijo vagamente a Beatriz:
-Esta noche, antes de separarnos, quisiera ponerte una manzana en la boca y chuparte la concha hasta que te salga sidra.
Beatriz, roja de furor, accedió de inmediato. Ambos salieron del bar casi corriendo a internarse en el telo más cercano, quién sabe durante cuántas horas.