La tarea del escritor no es difícil, para algunos. El mero de hecho de sentarse a escribir, para ellos, se basa en esperar los caprichos del ánimo y efectuar monumentos de lo patético. Las palabras, las formas.
Pero yo soy un escritor pésimo. No es que no sepa decir “las estrellas son bicicletas de leche”, o que la hipocresía me da asco. Ni siquiera sé lo que es el asco, pero me hablan tanto de él que debe de ser algo que da prestigio a quien lo siente. Y sin embargo me podría llenar la boca de ebrias palabras y decir que las personas me causan repulsión; lo haría tan bien que hasta me lo creería, incluso. Idioteces, idioteces.
Me acusan de mal escritor. Ni siquiera soy escritor. Tal vez lo sea la pequeña cucaracha que aplasté al tocar la tecla “c” con mi dedo mayor. Acaso el hambre rutinaria me lo impide y la soledad que me convierte en maldito y me escupe silencio y cegueras. Cosas que pienso, no importa.
¿Y a quién le importa cómo esté mi alma, mientras escriba bien?
Trataba de ser consecuente con esa figura que construí de mí. Tan consecuente que la fui demoliendo para no reconocerme en ninguna vocal, en ninguna articulación; dudo sobre todo de mis rodillas blandas.
Y estaba pensando que el alma no existe, que me voy muriendo, que doy asco, que maté una cucaracha, que; y me corté una pequeña vena de la muñeca y vi que la sangre era rebelde fuera del cuerpo. Era eso: no tengo sangre de escritor.
Hubo una vez una frase: “la sangre implica escritura” o algo así. Lástima haberme olvidado de una frase que prometí recordar. Miento, quiero vivir.
Mi última frase será escrita en rojo. Espero les guste.