La señorita F, de la estirpe de los insomnes, apoltrona una relajada existencia en el edificio “Paradise”, refugio último de las divinidades terrestres. El ambiente donde habita es amplio, con cocina estilo “americana”, todo a la vista. Al lado de la cama, donde antes se revolviera, hay dispuesta una mesita de luz que acoge diversidad de objetos: una agenda, una lapicera de plata u oro, un velador que se enciende al batir uno las palmas, varios frascos de somníferos desbordados de pastillas multiformes e incoloras, un juego de llaves con un llavero circular donde se lee “Je t’aime”, una cartera irreal y restos de cocaína y sangre.

Aquella tarde desapercibida F abandonó su depto deslumbrante en un irresistible acceso de vértigo. “Para que vea que no soy una estúpida” decidió llevarle eso que tanto le había costado conseguir, enseñárselo y resarcir lo que ya era una vergüenza intolerable. La oportunidad era única, ignorarla hubiese resultado una impiedad, esto hasta ella lo sabía. Telefoneo para avisar que estaría allí de un momento a otro, su voz crispada a través de la distancia se oiría igual que siempre. Luego despeñó con violencia la población de objetos de su mesita dentro de la cartera, algunas píldoras se desparramaron en el suelo y el velador estalló sobre la alfombra de pelos largos y suaves. Afuera picaba el sol y en el parque de la esquina la gente se dejaba morir en la esperanza de un cuerpo digno del trópico. “Después yo también voy a ir”, se prometió ella con desgano y un poco de miedo inexplicable.

El cuerpo de F permanecería blanco en tanto durase, se iría degradando poco a poco y la corrupción acabaría por hurtarlo. El Paradise sería acaso menos imponente sin su presencia. En el ambiente amplio la requisa no duraría demasiado. Breves apuntes concluirían el escueto inventario: “Velador roto. Pastillas ansiolíticas dispersas en la habitación. Cocaína y sangre”. No se registrarían tampoco aquellos objetos definitivamente ausentes.