La gorda no pudo tener esa última frase. Ella, una simple pasajera de uno de tantos colectivos que cruzan la ciudad, se había topado con un hombre al que conocían como el Poeta. Había querido hacer un comentario ácido que le parecía justicia frente a una injusticia y no le agradó que ese hombre le contestase. Para colmo, el Poeta, que vivía jugando con las palabras, tenía una dialéctica irrefutable.
Cuando ella se bajó del colectivo él sonrió. Contempló ese rostro rojo de bronca irse con el sentimiento de un campeón. Tan feliz se sintió de sí mismo que casi se pasa de la estación que le correspondía.
Se bajó y empezó a caminar hacia lo de ese amigo al que conocían como el Bailarín. Cuando llegó, éste lo convidó con un vaso de cerveza y el Poeta se negó diciendo que aquella noche ya había estado tomando demasiado con una mujer que se llamaba Beatriz y que todavía no se sentía completamente repuesto. El Bailarín pareció no interesarse mucho por la excusa y le mostró al Poeta la pantalla de su computadora.
- Leé esto –dijo.
El Poeta leyó eso que le mostró el Bailarín y sonrió. No sabía exactamente de qué se trataba. Algún proyecto simpático. Seguramente nada muy importante.