Los derechos de la obra
Barthes dijo en un texto muy conocido que el autor había muerto. El concepto fue aceptado por muchos y discutido por otros. Comenzaba a percibirse la escritura literaria como una tanatografía, es decir morir en el mismo momento en el que se escribe. Aunque esto no es literal, para muchos sigue siendo absolutamente descabellado. Creo que por razones evidentes. En la literatura moderna, por más que nos pese, el autor es una figura absolutamente necesaria. Aunque esto no siempre fue así, la literatura hoy día es básicamente un fenómeno verbal de origen cierto. Los anónimos molestan. Basta que un texto sea anónimo para que varios estudiosos intenten develar el misterio. Por lo general, las ediciones de la Ilíada y de la Odisea comienzan con un prefacio en el que se da una biografía de dudosa procedencia de Homero. Incluso a veces se acompaña al texto con un busto que pretendería representarlo, a pesar de que si existió Homero verdaderamente, dicho busto fue hecho algunos siglos después de su muerte. Mismos problemas surgen por ejemplo con el Cantar de Mio Cid. Hay quienes se lo atribuyen a los juglares, pero también hay quienes se lo atribuyen a Per Abat, que es el copista que firmó el único manuscrito conservado. Estos ejemplos demuestran la molestia que produce en la actualidad el que un texto carezca de un nombre de autor determinado, aunque dicho nombre no diga mucho, como es por ejemplo el caso de Juan Ruiz, el supuesto escritor del libro medieval conocido como Libro de buen amor.
Esta tendencia a atribuir un texto siempre a alguien tiene ciertas consecuencias que a la vez de derivar de esta tendencia, también la sostienen, de la misma forma que las proteínas sirven para fabricar ADN, el ADN para fabricar ARN y el ARN para fabricar nuevas proteínas. Por un lado la necesidad de defender lo que se escribe. Aquel concepto que tanto intrigó a Derrida en Pasiones, donde la literatura es el lugar desde donde puede decírselo todo sin necesidad de defender luego lo dicho. Flaubert o Baudelaire no hubiesen estado de acuerdo con esta última afirmación. Su realidad social les obligó a tener que defender lo dicho. Flaubert logró imponer una excusa salvadora según la cual aquello que la sociedad (o una parte de ella con poder) consideraba escandaloso en Madame Bovary no estaba dicho por la voz del autor sino por sus personajes y que el autor nunca tomaba partido por estas cuestiones, por lo que él era inocente. A Baudelaire no le fue tan bien y tuvo que eliminar algunos pasajes de su libro Las flores del mal. Bastante más tarde otro autor en problemas fue Joyce. Un juez que supo leerlo decidió librarlo de culpas diciendo que aquello que la sociedad consideraba escandaloso no estaba en el Ulises injustificadamente sino que estaba justificado por el procedimiento psicológico de la novela. Derrida escribe en una época en que en ese sentido la sociedad había o estaba cambiado. De no ser así difícilmente podríamos hoy leer tan fácilmente como hacemos a Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Osvaldo Lamborghini y otros autores. Sin embargo en el texto moderno siempre uno debe de alguna forma defender lo que escribe. De no ser así no existirían las entrevistas a los autores.
Por otro lado, la otra consecuencia-causa de esa tendencia a la atribución autoral es lo que se denominan los “copy-rights” o derechos de autor. Esto que domina no sólo la literatura sino también la música y otras expresiones artísticas y no artísticas (como la escritura de libros de texto, informativos, formatos de distintas cosas, etc.) es muy beneficioso para la economía de los artistas pero poco beneficioso para el arte en sí, aunque admito que no todos concuerdan con esa afirmación y que existen casos en los que el comercio sirve para emprender tareas artísticas costosas que de otras formas no se hubieran realizado. Este debate surgió sobre todo a raíz de la aparición de programas para bajar música. La literatura jugó en esto un papel no tan importante (aunque sí jugó un papel) dado que no todos están dispuestos a leerse un libro entero por computadora y a veces es preferible comprar el libro antes que imprimirlo.
Evidentemente, los derechos de autor sólo pueden existir en una sociedad en la que el autor es algo muy importante para la obra. La obra se transforma en un medio en vez de un fin en sí mismo y la tarea del escritor se profesionaliza. Si esto es positivo o negativo para la literatura es algo que aún es objeto de controversias. Lo que es seguro es que para el escritor es positivo. Por esto precisamente es tan difícil destronar en el texto moderno toda esta supervivencia del autor. Aun así, la historia de la literatura no tiene por qué terminar ahí. Dada la invasión de la computación en todas las instancias de la civilización humana, no cabe duda de que la computación también tiene o tendrá un tipo de literatura que creado ya o no, le es específico y acabará por imponerse, aunque nunca logre superar a los libros (o sí, nunca se sabe). Examinando este tipo de literatura, que en este experimento posmoderno intentamos dar por comenzado, nos vemos en la necesidad de analizar lo que podríamos llamar los prototextos posmodernos. Estos serían los fotologs, los libros de visita, los mails en cadena, los blogs y los textos de las páginas de Internet en general. En éstos vemos que se vuelve en muchas cosas al tipo de producción verbal típicamente medieval. En los mails en cadena no sólo nunca conocemos autor, sino que tampoco sabemos si ha habido otras manos posteriores que han agregado algo al mail original. Los fotologs y blogs suelen firmarse con apodos a los que no suele ser fácil atribuir un nombre real. Las páginas de Internet, por su parte, nunca dicen quien escribió lo que contienen. En general, lo que hay en una página no está escrito por una persona. Allí domina la pluralidad. A la vez, las páginas son continuamente actualizadas y el texto original puede cambiar, ser reemplazado o eliminado sin mayores problemas. Tal como el texto medieval, el texto posmoderno es inestable. Tampoco suele dejar pruebas de su existencia. No existe un registro de cada texto que se sube a Internet y menos de su evolución a los largo de las actualizaciones. Hoy podemos entrar en una página, leer algo, y lo leído no tiene por qué existir mañana en la misma dirección ni en otra.
El texto posmoderno por lo tanto es instantáneo. No suele tener autor, y su productor suele ser plural. Estas características propias del texto posmoderno y también del medieval son distintivas y muestran que no estamos trabajando con textos modernos (aquellos que tienen el soporte material en los libros) sino con textos de una índole distinta.
Hasta aquí se desprendería que en el texto posmoderno el autor no es importante. En cambio el lector sí. La Internet es lo más democrático que existe. Una red textual posmoderna bien construida puede revelar los gustos de la mayoría mejor que cualquier encuesta. El lector es por eso allí más importante que el autor. De aquí que aquella afirmación de Barthes tome verdadero sentido en la posmodernidad.
No hay forma de reconciliar al texto posmoderno con los derechos de autor. Por lo menos no es fácil hacerlo. Tampoco creo que sea necesario hacerlo. Sería sacarle precisamente lo que tiene de lindo. Alguien podría decir que entonces un texto de estas características puede ser plagiado y robado por cualquiera y nosotros, dado que desconfiamos de los derechos de autor, no tendríamos por qué quejarnos. Nada más alejado. Lo que proponemos no es eliminar los derechos de autor, sino reemplazarlos por los derechos de la obra. Toda obra tiene derecho a aparecer en otras obras pero no en forma de plagio sino en forma declarada o aludida. Toda obra tiene derecho a circular libremente sin ser atribuida a nadie. Menos todavía a quien no sea su verdadero autor. Los formatos de las obras tienen derecho a ser utilizados o dados vuelta siempre, porque precisamente allí reside el futuro de la literatura.
Finalmente, el principal derecho de una obra es sencillamente el de ser leída. Un texto que no es leído por nadie es definitivamente un texto, pero su estudio y clasificación no tiene ningún sentido. Sólo representa un mensaje codificado sobre un soporte material determinado. Por eso en “Degenerar el género” se privilegia una clasificación de los textos acorde a la instancia de lectura y no a los textos per se. Tal decisión es coherente con la importancia que asume el lector en su confrontación con un entramado narrativo posmoderno (E.N.P).
Este experimento no pretende ser definitivo ni dar la última palabra. Estoy seguro de que en su conformación caeremos en errores, pero también sé que podremos solucionarlos y adquirir experiencia en el armado de páginas como estas. Nuestra hipótesis es que tal experiencia es positiva para empezar a plantear la nueva literatura, la literatura del futuro, en una época en que muchos jóvenes se niegan a tocar un libro pero leen vía Internet una enorme masa de texto por día. Esperamos que la generación de Jelinek al fin aprenda a leer. Si eso no ocurre estaremos seguros de que habremos hecho todo lo posible y de que definitivamente no se le pueden pedir peras al olmo, pero a la vez estaremos seguros de no haber dejado que una pequeña parte de nuestra generación represente la forma en que no somos.
(03/08/07)