|
El
maestro de la comunicación
H.
J. Gadamer.
Cuando
uno mismo está ya en su centésimo año y saluda a uno de sus alumnos
para su cumpleaños número 60 o 70, rememora entonces una fase
determinada de su propia vida. Uno ve, por así decir, que un comienzo
temprano ha conducido a un buen fin. Ahora que Jürgen Habermas festeja
su septuagésimo cumpleaños, mi tarea es por cierto completamente
distinta. No se trata en este caso de un alumno mío, y ciertamente
tampoco de alguien que haya desarrollado mis propios intentos o los haya
tomado como norma del trabajo filosófico. Es más bien en todo respecto
el extremo opuesto de aquello que concierne a mis facultades y límites.
No en vano escribí hace poco en un artículo, pensando en Heidegger y
en Platón, sobre la cuestión de la «falta de capacidad de la filosofía
en relación con la política», con lo cual pensaba también en mí
mismo.
Jürgen Habermas es, por el contrario, un hombre que piensa
completamente en términos políticos. Pero puesto que es un hombre que
piensa y con el que me he encontrado de un modo reiterado y amistoso, su
septuagésimo cumpleaños representa para mí un caso enteramente
peculiar en el que se mezclan, a pesar de todas las diferencias, simpatía
y admiración. De modo que me es imposible evitar tener constantemente
presente mis propios límites en este saludo de cumpleaños y al mismo
tiempo sentir la dicha poco común de expresar una palabra de aprecio y
de agradecimiento a alguien que es tan otro y está, sin embargo, tan
ligado a mí por la amistad. Para poder apreciar esto correctamente,
debo ciertamente traer a la memoria, junto con una caracterización más
general de los destinos históricos de nuestro siglo, las tareas que éste
nos ha impuesto.
O
kantiano o solo
El
siglo, hacia el que miramos retrospectivamente, está marcado por las
dos guerras mundiales. De modo que, en relación a Habermas, debe
recordarse, en primera instancia, que la furia destructiva de la segunda
de estas guerras dejó problemas acuciantes que nos forzaban a todos a
la reconstrucción. Sin embargo, para el recorrido del pensamiento y, en
consecuencia, para la historia de la filosofía, debe mirarse aún más
lejos hacia atrás para contemplar en su conjunto la situación
espiritual de un siglo, al que el fin de la primera guerra mundial había
puesto término. Fue este el tiempo del ascenso a potencia industrial y
militar. Y fue el siglo en que el florecimiento del Idealismo alemán
adquirió su aspecto conocido.
De ahí en adelante debía uno ser, por así decir, kantiano, o bien
perfilarse en un decidido rechazo de ésta posición y aislarse en mayor
o menor medida, a menos que uno viera en la confrontación con Kant la
medida del propio pensar y apreciara al mismo tiempo la conexión de éste
con el progreso de las ciencias. Por eso, tras la primera guerra
mundial, Kant era casi ubicuo en la filosofía alemana, aún cuando la
confrontación con él aparecía siempre dentro del marco del Idealismo
alemán, con inclusión de las influencias tardías de Hegel que lo
dominaban. Pero al mismo tiempo el progreso de la investigación en las
ciencias naturales era, antes y después de la primera guerra,
extraordinario.
Siendo joven comencé mis estudios en Breslau y Marburgo bajo tales señales
de la confrontación con Kant, pero también con la admisión, de que
tras las destrucciones de la primera guerra mundial y del descalabro
alemán, la desorientación, la confusión y el deseo de un comienzo
completamente nuevo dominaban la escena. Nos veíamos, en efecto, en una
época de disolución, que nos colocaba frente a preguntas completamente
nuevas. En esa época escuché por primera vez hablar del concepto de
fenomenología, que prometía, con la demanda de un camino que nos
salvara de la confusión del momento, aquel comienzo perfectamente
nuevo.
En el mundo académico alemán, además de Husserl, el fundador de la
fenomenología, representaban este comienzo también Dilthey, que era aún
influyente, y finalmente dos grandes pensadores, Heidegger y Jaspers. De
modo notorio, ya no era más la ciencia el punto de referencia último
respecto del cual se orientaba el pensar, sino el sentimiento
transformado de la vida en su conjunto, la incertidumbre de todo futuro
y la duda respecto al optimismo con el que la idea de progreso de la
cultura científica había inaugurado el siglo.
Pues tampoco la situación política posterior al tratado de Versailles
mostraba, en relación a la opresión ejercida sobre la golpeada
Alemania, ningún tipo de nuevos caminos hacia el futuro. Y la situación
aún empeoró. La derrota de la primera guerra mundial no sólo hizo
surgir sentimientos de venganza, sino que en lo sucesivo condujo al
fracaso a una democracia trabajosamente aprendida.
Así había de irrumpir la segunda guerra mundial y, sin duda, a causa
de la agresividad de la Alemania nacionalsocialista.
Naturalmente, la primera guerra mundial también había requerido
violentos sacrificios de hombres. Y también la gesta guerrera ya había
perdido mucho de su caballerosidad. La juventud poética lo había
lamentado en la lírica expresionista y el uso general del lenguaje lo
había llevado a su expresión en la frase «combates materiales». Pero
ahora, tras el aún más terrible final de la segunda guerra mundial, lo
que quedaba como resabio no era sólo la pérdida de hombres, sino también
el sentimiento desagradable de que esta guerra desesperada había
conducido a la caída de todos los derechos de la guerra. Los
acontecimientos bélicos se habían transformado de diversos modos,
tanto en el frente oriental como en el propio país, en asesinatos
irrefrenados y aún en el exterminio planificado de razas y pueblos
completos.
Lo que quedó para nosotros no fue sólo la incertidumbre, sino también
la desorientación frente a la pregunta de cómo algo semejante se había
vuelto posible. Nunca antes se había formulado una pregunta tal a los
alemanes. ¿Cómo habría de tener éxito la reconstrucción, y ahora,
además, en una Alemania dividida, sobre todo con ese indiscutible
sentimiento de culpa?
En este punto vuelvo nuevamente a mi historia e inmediatamente después
también a Habermas. Yo mismo me desempeñaba entonces en la
reconstrucción de la Universidad de Leipzig dentro de una estructura
estatal cuyos presupuestos hacían imposible la nueva construcción de
un Estado unificado. El fundamento decisivo se encontraba en el hecho de
que el partido comunista, que había llegado al poder, no debía ya
validarse en la vida política. Incluso el partido socialdemócrata fue
incorporado, a la fuerza, en el grupo comunista por la administración
de la ocupación rusa. Esto fue acompañado por semejante falta de
verdadera voluntad de construcción -irreconciliable con la tradición
cultural alemana- que yo mismo debí dejar mi trabajo.
Cuando luego retomé el trabajo en Frankfurt, me alarmó que la
universidad no reconociera las profundas transformaciones de la vida
social y, por lo tanto, no reconociera en general como verdadera tarea
propia la de crear una nueva conciencia ciudadana. Nada distinto ocurría
en la reorganización de las otras universidades de la República
Federal. Y esta tarea se mostró justamente difícil en Heidelberg,
donde yo continué finalmente mi trabajo, puesto que la ciudad no sólo
no había sido bombardeada, sino que su universidad había brillado
particularmente en la Alemania de Hitler. Fue ciertamente posible ocupar
nuevamente las cátedras, pero había muchísimo para recuperar.
Esta era mi situación cuando me encontré con Jürgen Habermas. Como
editor de Philosophische Rundschau me había fijado en él a través de
artículos que había escrito; le solicité por esta razón un trabajo
mayor sobre el marxismo. Por cierto que no era yo mismo un crítico
competente de teoría política. Pero el manuscrito presentado por
Habermas me produjo una profunda impresión. Aquí era manifiesto que se
trataba de alguien con una orientación favorable frente a las ideas
fundamentales del marxismo, pero que evitaba rigurosamente todo juicio
político y se restringía al mero examen conceptual de la literatura
marxista tratada. Me causó impresión cómo sabía distinguir ambas
cosas ajustándose a las exigencias académicas de la revista. Esto me
pareció el complemento correcto para mí y para mi colega en
Heilderberg, Karl Löwith, quien se distanciaba críticamente en muchas
cosas de mi propia orientación de trabajo. De este modo, podía ser
representada en una cátedra una tercera posición independiente, y así
ensanchar tanto el intercambio entre los estudiantes como el horizonte
de los profesores que allí enseñaban.
Pude obtener el favor tanto de la facultad como del ministerio para
convocar al aún no habilitado Habermas y eso era a nuestros ojos una
distinción. Vistos de este modo, los años de la reconstrucción
avanzaban bien. En todo caso se había logrado evitar aquí, como en
otras áreas, la parcialidad de ciertas doctrinas mediante un
ensanchamiento del horizonte, y establecer una genuina comunidad académica
entre todos nosotros. Lamentablemente Habermas nos dejó muy pronto para
hacerse cargo de la sucesión de la cátedra de Horkheimer.
De todos modos, no suplantó a su predecesor en Frankfurt en la política
académica de la universidad, sino que empleó toda su fuerza y energía
académica en la crítica de la sociedad y en favor de las ciencias
sociales. Para la discusión filosófica en sentido estrecho encontró
pronto un fuerte punto de apoyo en su colega Karl-Otto Apel, de modo que
el concepto de «comunicación» obtuvo en Frankfurt una posición
central similar a la de, por ejemplo, la hermenéutica en otros lugares.
Por cierto que la discusión en Frankfurt se concentraba más bien en la
problemática de la fundamentación última, mientras mis propias
preocupaciones filosóficas se referían, desde todo punto de vista, a
cuestiones del diálogo -preguntas para las que no recurrí a la dialéctica
de Hegel, sino al origen antiguo de nuestra filosofía, es decir, al
modelo platónico. Sin embargo, fue más importante que la crítica
certera, que distingue a Habermas, demostrara su eficacia en los años
difíciles que siguieron. Con su postura crítica siguió la evolución
del movimiento estudiantil, por más que éste lo hubiera estimulado en
muchos puntos. En él se origina incluso la arriesgada frase: «fascistas
de izquierda». Lo mismo se aplica también a una larga serie de ensayos
críticos sobre la comunicación y la formación de opinión pública.
Son los medios masivos, como se sabe, los que han adquirido una extensión
desmedida en nuestra sociedad y dirigen todo lo demás, tanto como la
propia formación de opinión.
Palabra
y escritura
En
estas circunstancias, la agudeza e independencia de las críticas de
Habermas no puede ser valorada lo suficiente. En una época de
regulaciones constantemente crecientes y de cada vez más difícil
comprensión, el modo de obrar de los medios masivos y públicos se ha
vuelto tan poderoso que justamente requirió los esfuerzos hermenéuticos
que persigo en mis pensamientos y para los cuales Habermas proporciona
un ejemplo destacado de crítica y juicio propio. Y será así más
claro que la formación de la facultad de juzgar, a pesar de todas las
diferencias de nuestras perspectivas filosóficas, representa una tarea
común. Mi modo de influenciar está ciertamente determinado más bien
por la palabra viva, que se encuentra en el hablar, mientras que
Habermas acostumbra a presentar textos elaborados cuidadosamente por
escrito. Pero esas son diferencias exteriores, que no dañan lo común.
Lo que en el fondo vale para nosotros dos es que no se vea primariamente
en el otro un rival, aún cuando este se nos opone, sino un compañero
en el diálogo. El trabajo de nuestras dos vidas se ha ocupado de eso.
Aunque sea clara la diferencia entre nuestros afanes y no pueda negarse
una cierta distancia entre nosotros, tampoco debe pasarse por alto la
cercanía amistosa. Una bella prueba de esto ha sido la conferencia en
honor a Cassirer que pronuncié en su momento, así como, recientemente,
la conferencia para juristas (Juristen-Vortrag) que Habermas dictó en
Heidelberg. Cada uno permite al otro ver sus propios límites, y quizás
también ensancharlos a través del intercambio mutuo, tal como ha sido
entre nosotros en aquellos cortos años de actividad docente conjunta en
Heidelberg.
Traducción:
Ezequiel Zerbudis
Artículo
publicado el 18 de junio de 1999
en
el periódico alemán Süddeutsche Zeitung
con
motivo del cumpleaños de J. Habermas.
[©Drake
Editores]
|
|