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 Reflexiones generales sobre la gestión y regulación de servicios públicos en el contexto actual

Santiago Urbiztondo

El país está muy mal. Las reformas económicas de los 1990s (privatización, desregulación, apertura comercial, Convertibilidad, independencia del Banco Central, etc.) tuvieron éxitos y fracasos que han sido objeto de debate. Hay cifras mixtas al respecto (fuerte crecimiento del PBI y las exportaciones durante los 1990s, más la estabilidad de precios, pero con un deterioro en la distribución del ingreso, alto desempleo, etc.) y también explicaciones variadas (“modelo” neo-liberal destructivo, mala instrumentación de reformas, ausencia de reformas complementarias, corrupción, impericia, etc.) para todos los gustos.

Por otro lado, durante los últimos 3 años y medio, y en particular durante el corriente año, las presiones resultantes del contexto recesivo han provocado respuestas cada vez más “heterodoxas” (Banco Central activo en política monetaria, Convertibilidad ampliada, emisión de nuevas monedas, política “activa” y discrecional vía planes de competitividad negociados, etc.), aunque en un contexto de ausencia de financiamiento para el sector público (lo que se traslada al sector privado en general, además de impedir políticas expansivas “de demanda”). El ambiente generalizado, entonces, ha pasado a ser más hostil hacia las reformas de los 1990s, ganando espacio propuestas hasta hace poco “guardadas” en la historia económica de los años 1970s y 1980s.

La gestión y regulación de los servicios públicos no escapa a este contexto. Estos servicios están caracterizados por distintas economías de escala e inversiones hundidas que los convierten en monopolios naturales objeto de regulación (en función de que las presiones competitivas están limitadas a segmentos específicos). Aquí también, como con el resto de las reformas, han existido resultados positivos y negativos luego de la transferencia de la gestión de las empresas públicas al sector privado. A nivel nacional, distintos servicios públicos (telecomunicaciones, energía, transporte, etc.) han mostrado importantes progresos en cuanto a cobertura y calidad, con estructuras tarifarias más razonables y en varios casos con precios más bajos, aunque en varios casos también los precios post-“privatización” (entendiendo por privatización tanto a la transferencia de activos como a su concesión por cierto período) han resultado muy elevados (histórica e internacionalmente), el acceso de los usuarios a realizar reclamos es limitado, las expansiones son inferiores a las comprometidas, los contratos son renegociados, etc.

En efecto, los resultados del proceso de privatización y regulación de servicios públicos son mixtos, y varían según el sector considerado y el tipo de servicio / usuario dentro de él. Por ejemplo, quien transita por la ruta 11 y paga $ 8 por un trayecto de 100 kms. difícilmente considere que ha mejorado la combinación disponibilidad /calidad / precio en este servicio, pero un usuario comercial del servicio telefónico en el interior del país con seguridad está mejor en todas esas dimensiones. Quien nunca tuvo ni tiene acceso a esos servicios seguramente también esté mejor por haber dejado de contribuir con sus impuestos a pagar los déficit históricamente incurridos en la provisión de los mismos.

La presentación de una evaluación detallada de los logros “relativos” de dicho proceso, sin embargo, no es el objetivo de esta nota. Simplemente, para reflexionar sobre las dimensiones “exitosas”, puede recordarse que en el sector energético (electricidad y gas natural) regulado centralmente, en los 1990s hubo importantes mejoras en la eficiencia productiva (costo marginal de generación cae 70% en energía eléctrica; reducción de empleo entre 30% y 40% en ambos sectores; los déficit de los 1980s pasaron a beneficios razonables en transporte y distribución en los 1990s); el precio mayorista en energía eléctrica cayó fuerte por gran competencia y progreso tecnológico (50% en mercado spot, 15% nominal en promedio con contratos), aunque subió 25% en gas natural (¿escasa competencia?); las tarifas y márgenes de transporte y distribución sufrieron un rebalanceo con la privatización, siendo los niveles razonables (en general precios y márgenes inferiores, salvo segmento comercial en gas) en la comparación  histórica e internacional; la cobertura aumentó fuertemente entre 1992 y 1997 (las conexiones residenciales crecieron al 2,3% anual -Gas Natural y Electricidad-, la potencia instalada para generación eléctrica creció 36% y producción de gas creció 45%, la capacidad de transporte en gas aumentó 30%, pero la red de transmisión eléctrica creció poco -12%, básicamente producto de transportistas independientes y sin importantes reducciones en pérdidas-); además, el aumento de la cobertura tuvo un impacto distributivo positivo (creció más para los usuarios de menores ingresos).

En otros servicios regulados a nivel provincial (saneamiento, distribución eléctrica), la evaluación de los procesos de privatización en general todavía está pendiente, aún cuando en varias circunstancias se han observado problemas no menores (rescisiones contractuales por incumplimientos, conflictos legales con mediación internacional, etc.). En lo que respecta a servicios provistos a nivel de municipios, un análisis preliminar de la recolección de residuos en la provincia de Buenos Aires en el año 1992 realizado en la UNLP arrojó resultados bastante negativos: la prestación privada explica precios un 160% mayores que la prestación pública (en buena medida de manera consistente con pliegos licitatorios muy restrictivos a la “competencia por el mercado”).

Así, aún cuando a primera vista el amplio proceso de “privatización” observado en distintas jurisdicciones durante los 1990s parece indicar que en la Argentina la discusión dejó de girar en torno a la conveniencia de privatizar o continuar con la gestión pública de empresas estatales, el contexto recesivo de los últimos 3 años y medio ha puesto al país al borde de un profundo proceso de reversión de políticas públicas, no sólo en cuanto al cumplimiento de compromisos financieros asumidos por los distintos niveles de gobierno sino también respecto de todo tipo de contratos y reformas estructurales ya lanzadas. Vale decir, existe un riesgo cierto y lamentablemente nada despreciable de que se esté gestando una reversión de las reformas estructurales detrás de los procesos de privatización de servicios públicos al sector privado, de libertad económica y defensa de la competencia para lograr una asignación eficiente de recursos, etc.

Este riesgo exige un esfuerzo importante para brindar, a la población en general y a la comunidad de negocios y el poder político en particular, un diagnóstico adecuado de la situación, de los avances y deberes pendientes, y también de la consistencia necesaria para avanzar decididamente en la dirección correcta.

Mientras tanto, en el contexto actual comentado inicialmente resulta particularmente importante argumentar a favor de la división de las tareas contenidas en la provisión de los servicios públicos –“producir” y “regular”– entre el sector privado y el sector público, ya que ello constituye un instrumento muy útil que merece ser preservado. Al igual que con las reformas más generales de los 1990s, este instrumento debe ser comprendido y utilizado eficientemente, identificando desapasionadamente y con la mayor honestidad intelectual posible qué aspectos de las reformas de los 1990s son todavía más deficitarios y cómo es posible su corrección.

En efecto, la división entre regulación –tarea del Estado– y producción –tarea del sector privado– permite asignar claramente objetivos y responsabilidades, evitando falsas justificaciones de ineficiencias que a menudo han existido en distintas empresas públicas: el legislador / PEN debe definir las reglas del juego para que la intención de maximizar beneficios por parte del prestador privado también lleve a una asignación eficiente de recursos (el costo de producción del servicio con una calidad determinada es mínimo y el nivel de provisión es eficiente), quedando al regulador la tarea de implementar dichas reglas del juego para optimizar este resultado. La experiencia internacional es muy aleccionadora al respecto: la tarea regulatoria está plagada de conflictos de intereses, restricciones informativas, etc., pero un diseño institucional adecuado permite confrontarlos y lograr ajustes regulatorios previsibles y razonables en el tiempo.

Por el otro lado, la historia de las empresas públicas argentinas ha demostrado que cuando el Estado ha sido al mismo tiempo regulador y prestador de los servicios públicos, las bajas tarifas y quebrantos operativos –que generan subsidios y deuda pública– fueron justificadas como instrumentos para lograr un mayor nivel de empleo, redistribución de ingresos, lucha anti-inflacionaria, desarrollo de PYMEs, etc., sin que haya sido posible evaluar el desempeño global de la empresa (y/o la contribución de dicha gestión en alguna de estas dimensiones en particular), impidiendo ello a su vez premiar y castigar a sus responsables, atentando así contra el diseño de incentivos para una buena gestión. La multiplicidad / confusión de roles y objetivos impide evaluar desempeños, corregir errores, etc.

Claramente, sin embargo, si el diseño de las reglas del juego no es eficiente, estas ventajas potenciales no se materializarán. Es preciso comprender que una política regulatoria eficiente es aquélla que busca defender a los consumidores con una visión intertemporal (de forma tal que las inversiones son un subproducto y no un objetivo primario, evitando comportamientos “miopes”), requiere estabilidad institucional (entes reguladores autónomos, profesionales e independientes de las presiones políticas de corto plazo), incluye una descentralización geográfica del control (pero no de la regulación), pone acento en la transparencia del proceso decisorio (con representación de usuarios en audiencias públicas, no en Directorios), y contempla la interacción con el TNDC en cuestiones competitivas.

Si las privatizaciones son vehículos para realizar un negocio o cubrir un faltante presupuestario de corto plazo, o la regulación es vista como un mecanismo para redistribuir ingresos entre usuarios (vía subsidios cruzados), o los reguladores son meramente instrumentos para llevar a cabo cambios velados en las reglas del juego (interpretaciones sesgadas de reglas generales que buscan “confiscar” la rentabilidad de inversiones pasadas / hundidas), etc., la asignación de recursos resultante será deficiente (altas tarifas iniciales con monopolios legales, intentos posteriores de reducir tarifas oportunísticamente, renegociaciones ante las dificultades para instrumentar los subsidios cruzados, reacción defensiva de las empresas reguladas retrasando inversiones, expansión y mejoras en la calidad o bien requiriendo el pago por anticipado, etc.).

En ese sentido, las debilidades salientes de la política regulatoria durante los 1990s han sido las siguientes:

a) los entes reguladores de hecho han sido las secretarías (Comunicaciones, Energía y Transportes), más expuestas a presiones políticas de corto plazo que un eventual ente autónomo con directores estables, designados por concurso, etc.,

b) se ha descuidado la participación ciudadana en el control descentralizado (de las empresas, vía “ventanillas municipales” que permitan a los usuarios geográficamente dispersos expresar su quejas y contribuir al control de calidad del servicio, y del propio regulador –vía audiencias públicas centrales que garanticen un acceso abierto efectivo a todos los interesados),

c) los diseños contractuales (pliegos) fueron defectuosos e “invitaron” a la renegociación (producto de inconsistencias entre la estructura tarifaria, las inversiones requeridas, los mecanismos de ajuste tarifario, las exclusividades legalmente otorgadas, etc.), y

d) los problemas “importados” (indexación por PPI en vez de IPC intentando escapar a la Ley de Convertibilidad).

En conclusión, si bien en general el resultado de la gestión privada de servicios públicos ha sido muy positivo, en varios casos puntuales esto no ha sido así, y en general también es cierto que se han cometido varios errores que es posible subsanar en distinta medida hacia adelante. No obstante ello, el punto importante –más allá de la opinión que cada uno tenga sobre si “el vaso está medio lleno o medio vacío”– es que las críticas apunten a perfeccionar el uso del instrumento que provee la separación de responsabilidades de regulación / control por un lado y producción por el otro, en vez de desecharlo en base a un cuestionamiento general o ideológico que “olvide” las dificultades y vicios del esquema alternativo. Es bueno tener una ideología, pero ésta debe centrarse en los objetivos a conseguir en vez de los instrumentos (lícitos) utilizados.

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