La política regulatoria a partir del año 2000: algunos principios básicos y una lista de ideas descartables

Santiago Urbiztondo

Principios regulatorios básicos

Al considerar el diseño regulatorio, el análisis económico identifica a los mercados de acuerdo con el grado de competencia (potencial) existente. Cuando tal competencia no es factible por restricciones tecnológicas, la intervención regulatoria suele manifestarse en la determinación de precios máximos, requerimientos de calidad, etc., como forma de representar a los consumidores que de otra manera estarían expuestos a la "explotación del monopolista". Por otro lado, cuando la competencia es tecnológicamente factible, el funcionamiento de las fuerzas del mercado protege a los consumidores aún sin la intervención pública directa, de forma tal que la política regulatoria adquiere un cariz muy distinto e incluye la propia defensa de (la posibilidad de) dicha competencia.

Desde una perspectiva más general, entonces, exista o no factibilidad tecnológica de desarrollos competitivos importantes, la política pública debe procurar combinar óptimamente las fuerzas imperfectas del mercado con las fuerzas (instrumentos) también imperfectas del Estado.

Concretamente, aún existiendo competencia, los mercados a menudo presentan distintas "fallas", entre ellas las externalidades, la excesiva desigualdad en la distribución del ingreso, la provisión de bienes públicos y las asimetrías informativas. Estas fallas no son atacadas propiamente por medio de una reducción de la competencia, sino que su atención requiere una acción complementaria entre el mercado y el Estado.

En la provisión de servicios públicos, por otro lado, la "falla" más típica y distintiva es la existencia de economías de escala y alcance que llevan al "monopolio natural", donde es eficiente que una única empresa abastezca a todo el mercado para lograr minimizar los costos de producción. Bajo tales circunstancias, la competencia efectiva (en el mercado) es imposible e incluso indeseable, llevando a la regulación directa de dichas actividades con el fin de replicar la asignación de recursos que habría resultado en un mercado competitivo. Vale decir, las otras fallas del mercado, distintas al monopolio natural, merecen el mismo tratamiento en la provisión de servicios públicos que cuando ocurren en industrias competitivas.

Estos principios han sido aplicados en buena (aunque no absoluta) medida durante los últimos años en la Argentina. En consecuencia, la pregunta crucial que queda planteada frente al inicio de un nuevo período presidencial es si dicho modelo se perfeccionará, corrigiendo las falencias y andando el camino aún sin transitar, o bien si será un criterio distinto el que guíe la política regulatoria, arriesgando desandar avances importantes que finalmente perjudiquen a los usuarios de dichos servicios y al funcionamiento de la economía en general.

Interpretación del caso argentino

La experiencia de privatización y regulación de los servicios públicos en la Argentina reconoce avances importantes y evidencia también asignaturas pendientes. Los avances provienen de la separación estructural de los roles públicos y privados a partir de los cuales se establecen coincidencias y contraposiciones de intereses reflejadas en contratos y marcos regulatorios difíciles de incumplir o modificar unilateral-mente, y se reflejan en la mayor calidad y cobertura de distintos servicios, con precios que en general reflejan mejor la escasez de recursos.

Las tareas pendientes son el resultado de imperfecciones en el diseño institucional que comanda la ejecución de esos contratos y marcos regulatorios y en las definiciones particulares y más específicas de dichos contratos, incluyendo lo referido a los mecanismos de competencia utilizados para la selección de los operadores o dueños de las empresas cuyos servicios fueron privatizados. Reflejo de estos problemas son los incumplimientos en inversiones comprometidas, las modificaciones contractuales signi-ficativas, las decisiones regulatorias incorrectas, etc., que impiden lograr que las mejoras anteriormente señaladas sean plenas y even-tualmente también sean menos claras.

En ese sentido, la política regulatoria del próximo gobierno debe basarse en un diagnóstico desapasionado sobre las virtudes y defectos observados durante la experiencia de los 1990s teniendo como eje central la revisión del motivo por el cual se justifica la intervención directa del Estado como regulador: la ausencia de competencia efectiva o potencial que por sí misma incentive a las empresas a maximizar beneficios de manera compatible con menores precios, mayor calidad, mayor cobertura, etc., beneficiando así a los usuarios presentes y futuros y asignando eficientemente los recursos.

Vale decir, si tecnológicamente está disponible, la competencia es un instrumento muy poderoso para "regular" el funcionamiento de los mercados favoreciendo los objetivos de eficiencia pretendidos (minimi-zación de costos, precios que reflejen dichos costos, calidad ofrecida igual a la calidad demandada, etc.), máxime reconociendo que la regulación directa tiene sus propias limitaciones a partir de restricciones de información y complicaciones pro-pias de la conducta humana (presiones políticas, colusión entre regulador y regulado –"captura regulatoria"–, etc.).

Por otra parte, además de la disponibilidad tecnológica de la competencia, la factibilidad legal también es fundamental. Las acciones futuras deben reconocer las limi-taciones legales que puedan existir como resultado de compromisos de exclusividad que con mayor o menor justificación se han adoptado (por los cuales en principio algún beneficio en términos de menores tarifas, mayor canon o precio pagado por la empresa, o mayores compromisos de inversión y/o expansión, ha sido alcanzado a partir de la puja competitiva para la selección del operador, de forma tal que sería un comportamiento público oportunista "olvidarse" de los mismos y "corregir" las distorsiones implicadas mirando solamente el presente y el futuro del sector). Debe notarse además que aunque dentro del marco legal exista margen para introducir mayor competencia, ello debe hacerse de forma "justa", sin violar "contratos implícitos" con "comportamientos oportunistas" que finalmente tienen el efecto de aumentar el riesgo regulatorio y por consiguiente encarecer las inversiones y las tarifas requeridas para financiarlas. Simé-tricamente, si tecnológica, legal y contractualmente existe espacio para el desarrollo de competencia, la misma debe ser aprovechada y no hay excusas válidas en contrario.

Una lista de ideas descartables

En algunos sectores, el rango de políticas deseables y factibles es relativamente amplio, y van desde el perfeccionamiento institucional de la regulación (en lo que respecta a la conformación y atribuciones de los Entes, la interacción entre éstos, la participación de los usuarios, etc.), la profundización de la competencia por y dentro del mercado, la definición explícita y transparente del servicio universal y sus costos, etc.

Sin embargo, tanto o más importante que los cambios positivos por introducir dentro de la regulación es clarificar cuáles medidas son las que no deben adoptarse. En general, y como respuesta obvia a los principios básicos discutidos inicialmente, son desaconsejables todas aquellas medidas que no apunten a corregir las fallas del mercado que dan lugar a la regulación de los servicios públicos. Más concretamente, a continuación se discuten brevemente algunos ejemplos de las medidas que no deben adoptarse (todas ellas, lamentablemente, sugeridas desde distintos ángulos políticos durante los últimos años):

· Utilizar la política de precios de los servicios públicos para favorecer la competitividad de distintos tipos de usuarios industriales (por ejemplo, reducciones tarifarias a los expor-tadores o a Pymes): el apoyo diferencial a distintos sectores productivos, más o menos deseable según la política pública global, pertenece al campo de la política industrial y en ese sentido los instrumentos a tal efecto deben ser propios y no extraídos desde la regulacion de los servicios públicos (que, nuevamente, se justifica para atacar o resolver los problemas en la asignación de recursos por la falta de suficiente competencia en ciertos mercados).

· Centralizar la regulación por medio de la creación de un "super-ente", tanto con asiento en el Poder Ejecutivo como en el Legislativo: la centralización de la regulación evita el aprendizaje y competencia indirecta entre reguladores sin que ello se justifique a nivel nacional en una escasez extrema de recursos humanos calificados para realizar dicha tarea; por otra parte, la transferencia de potestades regulatorias no legislativas al poder político reduce todo tipo de credibilidad de la regulación, aumentando el riesgo de las inversiones hundidas que se llevan a cabo y por ende contribuyendo a un incremento tarifario en el mediano plazo, sin respetar además la natural división de roles entre las tareas legislativas y ejecutivas si estas decisiones descansaran en ámbitos parlamentarios.

· Incluir representantes de los consumidores (surgidos de asociacio-nes de defensa del consumidor) en los directorios de los Entes: la participación de los usuarios es fundamental en cuanto a su aporte de información sobre acciones de las empresas y calidad del servicio, pero ello no supone –ni requiere cons-titucionalmente– la participación dentro de los directorios de los entes, siendo deseable en cambio fortalecer su participación en audiencias públicas obligatorias y generalizadas, así como diseminar "ventanillas" de acceso a los Entes en los distintos municipios del país vía convenios entre los reguladores y los gobiernos locales.

· Promocionar la industria nacional (el "compre nacional"): en igual sentido que en el punto anterior, debe recordarse que el motivo por el cual se regulan los servicios públicos es la insuficiente competencia en el mercado; otros objetivos, como mejorar la distribución del ingreso, reducir la desocupación, mejorar el perfil exportador, o subsidiar la industria nacional, pertenecen a un ámbito distinto al de la regulación de servicios públicos, y confundir instrumentos lleva indefectiblemente a su mala utilización.

· Promocionar el empleo por medio de imposiciones hacia las empresas de servicios públicos: ninguna empresa, de ningún sector, debería estar expuesta a estas exigencias, y ello también se aplica a las empresas de servicios públicos; en el largo plazo, esto significa costos y distorsiones que recaen sobre los usuarios del servicio público; la promoción del empleo es sumamente importante, pero debe contar con instrumentos externos y mucho más generales a la regulación de los servicios públicos.

· Utilizar los precios de los servicios públicos como instrumento de política contra la inflación: la lucha contra la inflación –al presente "olvidada" por la Ley de Convertibilidad– está en el ámbito de la política monetaria (y su correlato en la política fiscal), y por otra parte no es posible "parar la lluvia con las manos"; intentos de este tipo llevaron en los 1980s a estructuras tarifarias distorsionadas e insuficientes para lograr el autofinanciamiento y permitir la expansión de la cobertura, creando además subsidios cruzados regresivos entre contribuyentes con y sin acceso a los servicios públicos.

· Gravar las rentas extraordinarias de las empresas de servicios públicos ("Windfall profit tax") para atenuar el déficit fiscal: estas medidas existen en algunos países desarrollados (Gran Bretaña) sin crear grandes costos en términos de reputación para el país que las aplica, pero en la Argentina ello no sería así. El oportunismo regulatorio –cobrando impuestos que modifican las reglas del juego cuando ya no es posible reaccionar retirando la inversión hundida– es perjudicial por su efecto sobre el costo de las nuevas inversiones, no sólo las que se realicen en los servicios públicos sino también en el resto de la economía (en particular, se refleja en el servicio de la deuda pública), y es particularmente desaconsejable en un país con los antecedentes históricos que tiene la Argentina. Debe notarse siempre que los costos de este tipo de acciones recaen eventualmente (y sin mucho rezago) sobre los usuarios de los servicios públicos que deberán pagar tarifas que permitan cubrir costos financieros mayores o adelantar el financiamiento de inversiones futuras (prepagar inversiones en el extremo, con los costos en términos de administrabilidad de la regulación que ello implicaría), y más generalmente sobre toda la economía.

· Instrumentar otras políticas "populistas", como la condonación de deudas por servicios impagos a los clientes morosos: si se pretende regalar dinero a quienes no pagan sus servicios, ello puede hacerse explícitamente desde el presupuesto público, y explicando porqué quienes pagaron en tiempo y forma deben pagar nuevamente por el servicio para que otros no lo hagan.

Conclusión

En síntesis, la política regulatoria sobre los servicios públicos debe avanzar sobre un camino ya iniciado, profundizando la competencia dentro de los mercados cuando ésta sea tecnológica y legalmente posible, y la competencia por el mercado al término de las licencias y concesiones existentes cuando se trate de monopolios naturales (en particular, evitando las renegociaciones que extiendan los plazos de exclusividad). Asignar a la política regulatoria la solución de "fallas" o atención de otros objetivos de política pública distintos a la réplica de los mercados competitivos llevaría a una gran confusión e incapacidad de evaluación sobre los resultados alcanzados, tal como formalmente era difícil juzgar el desempeño de las empresas públicas que perseguían objetivos múltiples.

En ese sentido, luego de un proceso de privatizaciones que aún con sus defectos ha iniciado un camino muy positivo, quedan progresos todavía importantes por obtener, y para que ello ocurra debe primar una actitud reflexiva y profesional. Esperemos que así sea.