La multitud perdida en el imperio (publicado en la revista Parages, París, Junio de 2002)
Jacques Bidet, Mayo de 2002

La referencia a la multitud se impuso a través de los escritos de Toni Negri específicamente Imperio (Exils, 2000), escrito en colaboración con M. Hardt. Ahora estará considerada en el mismo contexto, donde se refiere a diversas filosofías, y en particular a la de Spinoza del cual extrae un filosófemo que moviliza para un nuevo discurso del marxismo, y donde, por otra parte, asocia ese concepto a otros, como el de "poder constituyente" o el de "imperio", que determinan su significado.

[La recepción crítica que propongo tiene respaldo no en una supuesta ortodoxia marxista, sino en un aparato analítico desarrollado en Théorie générale, Théorie du droit, de l'économie et de la politique, PUF, 1999, y mas recientemente en "En quel temps, en quel monde vivons nous?", en Le capital et l'humanité, Actuel Marx. N°31 PUF, 2002.]

I. La "multitud", que Negri saluda como "el universal concreto", ocupa el lugar que era antes, en el discurso enfático, el del "proletariado": ella designa, a la época de las multinacionales, entendida como la del triunfo de la producción inmaterial y del "intelecto general", un mundo de productores, productos y actores de una revolución en curso. Ese discurso se propone, en termino de vida y de inmanencia, como una reelaboración del de Marx. Sin embargo la relación es paradójica, pues el capital, según el análisis marxiano, no tiene como finalidad productiva la potencia comuna, el bien estar, sino el lucro, riqueza abstracta, "infinito malvado" (Hegel), cuya lógica se impone a cada capitalista en la competencia universal, es decir, según un esquema recurrente desde Machiavel y Hobbes (y hasta Weber), la acumulación de poder sobre poder indiferentemente a las consecuencias  sobre las personas, la cultura, la naturaleza. Pero en este punto precisamente la problemática de Marx voltea y se ensancha. Porque esta indiferencia no considera específicamente una clase, que sería la de los "explotados", sino una sociedad en su conjunto y su totalidad. Y no se trata solamente del "pueblo", que no es más que su representación política, por la cual es razonablemente capaz de una voluntad jurídicamente unificada. Un concepto totalmente nuevo está requerido aquí, para el cual la apelación de "multitud" conviene, que designa a la vez más que la clase y más que el pueblo. Más que la clase, porque para construir ese concepto, no basta ensanchar la categoría clasista de explotado, incluir todos los que viven de su trabajo o que están despojados del mismo: hay que considerar el capital no sólo como explotador racional del trabajo asalariado, sino también en su lógica productiva, que abarca la totalidad social. Más que el pueblo, porque hay que ver esa totalidad bajo otro ángulo: es decir como multitud no bajo el sentido político que Hobbes dio a ese termino, sino con toda la carga positiva de ontología social que le confió Spinoza. La racionalidad mercantil (y su correlato, la racionalidad burocrática) del capital, que oprime toda vida, no puede, contradictoriamente, atinar el puro lucro sólo buscando a producir -por la movilización de toda vida - « valores de uso », riquezas concretas. Y éstas-mismas no son el sólo hecho de sus productores asalariados, sino la invención y la exigencia de la multitud social en la multiplicidad de sus redes, rizomas y conexiones. Valores de uso, es decir de gozo y de conocimiento:, referibles a la « multitud », en ese proceso social global de producción-consumo donde se desarrolla una potencia rebelde al régimen de la abstracción, portadora de su negación revolucionaria. Ya no se trata de la mera figura política y sujetiva de un « pueblo », cuyo horizonte sería el contrato social, sino de una masa humana, entremezclada y singularizada en toda la maquinaria social sustancial y objetiva, dotada de su capacidad concreta, imprescribible de invención y de irrupción, de su poder constituyente. El discurso de Negri, a menos interpretado así, es parte - con sus propias modalidades, con sus conceptos particulares de « clase » de hoy, alusiva al intelecto general, de « la época », como la de las « multinacionales », etc., que uno puede encontrar más o menos consistente - de ese nuevo curso del marxismo, que, resistente a la desesperación ante un horizonte histórico vuelto indiscernible, busca, fuera de todo historicismo, en el presente del evento (social, cultural, etc.), en el sentido y no en el termino, en la inmanencia spinozista, la presencia y la certidumbre del fin.

II. Pero hay otro uso de la « multitud », que liga su destino teórico a la dudosa categoría de « imperio » : un uso débil, que, disociando este concepto de los de « clase », de « pueblo » y de Estado, lo desarma. El imperio, según Hardt y Negri, sucede al imperialismo en el momento que se disuelven los Estados-naciones. Se impone como una nueva soberanía, más allá de la forma de Estado. Inmanencia soberana, reemplazando las transcendencias antiguas. La debilidad de esta « visión del mundo » radica, de mi punto de vista, en que despide los conceptos los más indispensables a la comprensión del mundo en el cual vivimos, el de la estructura-de-clase capitalista, que el marxismo clásicamente ubicó en el marco del Estado-Nación, y el del sistema -del-mundo, centro-periferias, desarrollado por Braudel hasta Wanerstein, que hoy se volvió un bien común ampliamente compartido.

A través de las categorías de la estructura social -las de clase, de explotación, de Estado como relación de clase -, el marxismo caracterizaba los Estados-naciones modernos por la tensión entre ese dispositivo de dominación y su denegación en una 'institución pública', la cual declara sólo conocer individuos iguales contratando libremente entre ellos. Mera denegación de la realidad, diremos, de ese facto real y estructural, que los dominados se encuentran en una relación, por nada contractual, de subalternidad indefinidamente (estadísticamente) reconducida. Uno sabe que la sociología crítica, de inspiración weberiana, al estilo de Bourdieu, ensanchó la perspectiva a la otra forma de « capital », igualmente reproductible, capital cultural, dando « competencia » a la dominación burocrática organizada. Y uno conoce esta dialéctica del enfrentamiento moderno de clase bajo la invocación del universal, del acuerdo supuesto universal sobre un orden de derecho que los dominantes declaran vigente, y que la lucha de los dominados, en espacios sociales (ingresos, cultura, salud, poder y dignidad. ..) constantemente nuevos, se da como objetivo de hacer llegar. El « pueblo » es este juego contradictorio de la declaración y de la denegación, de la provocación y de la insurrección permanente. Así es el Estado-nación, estructura dotada de una superestructura estatal, formación social moderna, que la filosofía política clásica ha promocionado como el lugar del contrato social, por el cual, como dice Hobbes, « la multitud vuelve república », civitas, y, según Rousseau, el ciudadano soberano. El marxismo devuelve su herencia bajo la forma de una crítica de la denegación, que es una teoría de la estructura de clase. Y, como ya hemos visto, da su sentido fuerte, social y no sólo político, a la multitud. Pero la « multitud » no cabe en « el Estado-nación », porque el mundo moderno no sólo está (abstractamente) definido por cierta estructura típica, sino también, correlativamente, por lo que forma (concretamente) un sistema. Eso es, desde sus orígenes medievales analizadas por Braudel, « sistema del mundo », constituido geográficamente con la forma « centro / periferias ». Porque la « libertad mercantil » no radica de un orden natural, el capitalismo, que la generaliza, pues presupone el poder estatal, supuesto común (progresivamente reivindicado como tal), para establecerla, para controlarla: poder organizador dotado como tal de la facultad de crear, por voluntad supuesta libre, es decir común, de otras instituciones que la del mercado, típicamente una organización hecha de reglas fiscales, sociales, culturales, de servicios públicos, etc. Típicamente, otra vez el Estado-nación, pero siempre cuando es uno entre otros. La filosofía política clásica, que ha erigido ese como el lugar de la « sociedad civil o política », sensatamente regida por acuerdo igual entre todos en el seno de la « multitud », inmediatamente hizo resaltar la contraparte : los Estados están entre ellos en « estado de naturaleza », es decir en estado de guerra. El problema así se encuentra desde el inicio abruptamente formulado: el capitalismo es estructura (de clases, en un Estado-nación) y sistema (del mundo, entre naciones). El « sistema » está unificado por las relaciones mercantiles a través de las cuales se realiza un metabolismo general, intercambio de bienes, de conocimientos y de cultura. Pero no presupone ninguna voluntad común a dentro de la multitud, susceptible de ser verificada, asegurada, ni siquiera declarada como tal, ninguna pretensión democrática. La crítica marxista, que había sabido describir la estructura como explotación, se mostraba capaz de definir el sistema como imperialismo (desde el origen). En el Estado-nación, estructura típica, la organización que forma pareja con el mercado procede supuestamente de una voluntad común, y se compromete a proporcionar algún testimonio del universal. En el sistema del mundo, por nada es así: esta organización está admitida como relación de fuerza, a penas velada bajo las ideologías de la superioridad cultural occidental, del progreso universal del cual es vector, etc. Los Estados-naciones del Centro son tan bellos, armoniosos, poderosos y llenos de sí-mismos que reducen África a la esclavitud, la América antigua a la aniquilación, Asia a una subyugación secular, sin hablar de la sumisión de las semi-periferias europeas. El imperialismo, cuya parte es determinante en las dos guerras mundiales, unifica la humanidad bajo el régimen de la colonización. También es eso, el capitalismo, forma moderna del mundo, lugar de la multitud. No sólo tipo abstracto de estructura, sino configuración concreta, sistema del mundo.

 III. Así sería, precisamente, lo desde luego caducado en la forma de la pareja imperio / multitud, concepto pareja, forma de un mundo supuesto post-moderno. No es que hayan desaparecido la explotación ni la dominación. Ni la lucha de clase, que al contrario debería, según el axioma operaïsta de T. Negri, de ser el motor general del proceso (y ahí se halla seguramente un buen antidota a esos marxismos tristes que acreditan todas las conquistas sociales y las invenciones culturales a las clases dominantes). Pero el Estado-nación habría perecido, al punto que con el perecen también, obsoletas, todas las categorías de la modernidad, la de pueblo político, la de relaciones de clase, la de lucha nacional de emancipación. Las naciones del Centro serían ellas- mismas tomadas en la lógica de un nuevo poder supranacional, el del mercado capitalista y de sus regulaciones inmanentes a través de las instituciones del FMI y del OMC, el de las transnacionales y de su carga bio-política, productoras que son de las cosas mismas de la vida. La multitud sería desde luego entonces inmediatamente en frente al mercado mundial, y ese « directamente enfrentado con la multitud sin mediación » (Imperio, p. 293). Fin de toda trascendencia estatal.

Inmanencia. Desterritorialización, fin de los territorios, que balizaban et marcaban las relaciones de fuerza entre naciones. Fin de toda exterioridad, fin del enemigo exterior: la lucha a muerte es omnipresente, pero la guerra está terminada, o vuelve como « guerra justa », policía ética. Estamos, desde luego, enfrentados a una « responsabilidad ética global » (p. 43). Y es el asunto de la multitud, « multitud de subjetividades, productivas y creadoras, constelación de singularidades y de eventos » (p. 91 ), cuya práctica, a la vez simbólica y planetaria, yace de la potencia de las individualidades asociadas, en el imprevisible del evento. En realidad sin embargo, las tareas concretas que los autores le asignan se aparentan a los objetivos más clásicos de la emancipación : ciudadanía mundial, ingreso mínimo, reapropiación de los medios de producción y de comunicación (pp. 477 -488). Ese discurso evidentemente alza críticas al marxismo por todas las esclerosis que le han tan frecuentemente petrificado. Da a pensar, movilizando, a través de la referencia a Spinoza, a Deleuze y a Foucault, resortes filosóficos que quizá la tradición hegeliana dominante en el marxismo no utiliza, ni, con más razón aún, los paradigmas kantiano o analítico (anglo-sajones) hoy de nuevo en boga. Manifiesta en particular a que punto la potencia social no se reduce a la abstracción del poder político. No habría sin duda nada que objetar al « imperio » si ese no se diera como el sustituto al campo conceptual de la estructura de clase y del sistema del mundo, que han, a la fecha, hecho la fuerza crítica distintiva del marxismo, ante las cuestiones de una alternativa y de « otra globalización ». No habría nada que reprochar al « imperio » si no se anunciara como el fin del « imperialismo », empezando por la del Estado-nación, que es su partícula elemental. Justamente a ese propósito hay que, en mi opinión, objetar que el Estado-nación al contrario sube vertiginosamente en potencia. Basta, para persuadirse de ello, voltearse hacia esa mayor parte del mundo donde la población todavía está por extraerse de las relaciones, familiares, tribales, comunitarias o religiosas que constituían el marco estructural de su existencia social. Vértigo colectivo que termina en guerras fratricidas : ¿cual etnia, cual grupo va a imponer su lengua, su religión, su red al Estado en formación, y va a dominar los demás? Debe uno estar singularmente miope para no ver que nacen hoy naciones de todas partes (y el imperialismo, que por instinto sabe inmiscuirse en ese juego, lo transforma frecuentemente en catástrofe). Por otro lado, cuando las viejas naciones se federan y se sobreponen en entidades continentales, como Europa, toman precisamente la forma de super-naciones centrales: después de la moneda común, vendrá en poco tiempo el ejército común, profesional, capaz de golpear fuerte a la periferia. Los Estados del Centro invaden los territorios de los demás, pero protegen muy bien los suyos propios. Manifiestan poderosas capacidades en política económica. Que hayan vuelto menos sociales no les hace menos estatales. No son los simples agentes anónimos del mercado en el espacio « liso » de una sociedad mundial en redes (fantasma de la « red » contra la realidad « mercado/ organización », de la cual no es más que el tercer término). No se ve entonces que las luchas sociales tengan que transferirse, como lo sugieren los autores, del nacional y del local hacia un espacio imperial que sería desde luego su medida natural.

 IV. Hay, de hecho, algo nuevo en el mundo, y que interesa al más alto grado la multitud. Es el fin de una vieja historia. Aquella por la cual comienzan los discursos de Locke y de Kant, y hasta al de Rawls en verdad. El mundo manifiestamente pertenece igualmente a todos, decían. Pero sólo es útil a quien sea, a condición de ser compartido, y entonces privatizado en un mercado universal. Ese « pero », que abre a todo su programa ulterior de investigación, consta de una doble dificultad, que sólo aparece hoy, cuando el mundo vuelve tan pequeño que cada uno puede tenerlo en el hueco de la mano y preguntarse, esta vez de modo realista : ¿ que vamos a hacer de él ? ¿ quien tiene responsabilidad de él ? ¿ derecho de hacer uso de él ? a qué condición ? ¿ que pensar de aquellos que dicen poseerlo, poseer individualmente o colectivamente tal o tal parte de él ? En breve, qué volvieron la propiedad, individual y nacional ? El contrato social servía clásicamente a la multitud para enfrentar ese tipo de situación. Pero tenía un doble límite. Por una parte, y de manera extravagante, parecía apropiado a un espacio meramente nacional : ¿ pero que trascendencia había podido atribuir tal porción del planeta a tal nación ? ¿ El lugar último, y no sólo primero, del contrato social no sería « el mundo » en su conjunto ? Por otra parte, resultaba en ficción : ficción del arreglo mercantil, o ficción de una fuerza moral que llevaría a la igualdad de las propiedades. Con Marx, de hecho, se anunciaba una variante realista : la apropiación común de los medios de producción, sola manera realista y tangible de apropiarse colectivamente del mundo en sí. Así se percibían, bajo la forma encogida de su supuesta solución, nuevos problemas, que suscitan nuevas exigencias, desde luego, prácticamente inevitables.

Pero de repente todo parece borroso porque « el mundo » mismo es tanto el medio, - reserva inmensa y sin embargo finita, de metales y de minerales, de genes y de yacimientos, de sitios de todos tipos - que el fin de nuestro uso común, para el cual es de hecho menos requerido estar apropiado que sencillamente protegido de la depredación y de desaparición. Y, como el mercado capitalista no genera ninguna armonía entre las fuerzas productivas- destructivas y la naturaleza en general, es claro que el mundo no puede ser abandonado a una « sociedad civil » mundial mercantil sin Estado, a un orden supuestamente de « derecho sin Estado ». La realidad efectivamente no es por nada así, porque de repente surge al horizonte la figura última de la modernidad : la de un Estado mundial. Estado sin derecho, al menos en el sentido que un « derecho mundial » ( no confundir con el « derecho internacional » ) se esboza de incógnito, a la espalda de la multitud. Ciertamente este Estado por venir todavía está infinitamente débil, pero ya está, en gestación. Por ejemplo, a través del Órgano de Reglamento de Desacuerdos que encabeza la OMC, y que tiene un poder último, y capaz de ejercerse, en materia de desacuerdo comercial, entonces un enorme poder « mundial ». Y la ONU ya, en su infinita debilidad, figura el carácter inevitable de un poder común sobre una tierra común. ¿ Cómo T. Negri, a pesar de ser profeta tanto como filósofo, no ve venir nada ? ¿ Cómo no distingue que ese mastodonte que ha forjado, ese ensueño que llama « imperio », entendido como un no-Estado, no es, en eso, nada más que una variante de otro ensueño, el de esa « sociedad civil mundial » que esperan los liberales. Estos, es cierto, se quejan de que los pequeños Estados todavía tardan a aceptar la ley del supuesto no-Estado. Y, al mismo tiempo, expresan el horror que suscita en ellos la idea de un Estado Mundial, a la construcción del cual, a pesar de todo, el capital neo-liberal ya está invertido, y en el terreno del cual enfrenta a la humanidad como multitud : no « sin mediación », « multitud contra mercado », pero a través de los dispositivos estructurales y sistémicos, en el sentido dado a esos términos, poco solubles en el imperio.

V. Al encuentro de los autores de Imperio, hay que avanzar entonces, emparejado al de multitud, el concepto de « pueblo global », es decir de « ciudadanía mundial ». Pero al sentido propio. Porque, bajo ese término (pp. 477-481), no hacen más que retomar el « derecho cosmopolítico » kantiano. Lo hacen, es cierto, bajo la forma de una vuelta significativa: derecho para todos, pero esta vez se trata específicamente del trabajador emigrante, de decidir de su establecimiento en cualquier lugar, y de gozar de los derechos de ciudadanía. ¡ Muy bien, seguramente ! Y eso es sin duda esencial a cualquier otra victoria del derecho. Pero no hay  ciudadano del mundo si el mundo no está reconocido como una ciudad, es decir el espacio de una posible voluntad común y de una política común. Por lo tanto, se impone, como tema de un largo combate del porvenir : una « política de la humanidad », con las instituciones que la hacen posible. No en vista de reemplazar las instancias nacionales o locales, sino, al contrario, para impedir que el apetito de los más poderosos hagan desaparecer los Estados del Sur, los pequeños pueblos y otras aldeas. Que el asunto esté urgente, se manifiesta en que una cierta estadicidad mundial ya está. No en reemplazo del imperialismo, cuyos Centros más que nunca hacen la ley. Sino, por el hecho que, contradictoriamente, cada vez menos pueden hacer la ley sin que ella pueda pasar por una ley común, santificada por instituciones de apariencia común. De ahí la tesis que agarro, según la cual la contradicción principal, a la época de la ultimodernidad que se abre, es la que une-y-opone Centro sistémico ( centricidad imperialista del sistema del mundo) y Centro estructural último (centricidad global-estatal del Estado-mundo). La fuerza armada imperialista misma golpea aún más fuerte cuando logra obtener una especie de mandato de un poder mundial supuesto común, del cual no puede sin embargo evitar totalmente el juicio. Entonces hay que invertir toda esa dialéctica perversa y fecunda entre centricidad sistémica y centricidad estructural última, que maneja otra vez el Estado-nación a la escala del mundo. Por un lado, los Estados imperialistas « manipulan » los elementos mundiales, supranacionales, como los instrumentos globalestatales de un poder que es su poder privado (su ejército privado disfrazado en policía común, su potencia financiera privada disfrazada en fondos internacionales). Por otro lado, no pueden invocar así ese poder como universal-común sin suscitar en la multitud la pretensión de igual gozo para todos, de un control y de una regulación democrática. Todo está hecho para que no esté así. La « debilidad » supuesta de la ONU es el instrumento de su potencia institucional oculta. Es significativa de la forma de Estado que empolla : Estado mundial bajo imperialismo. Es así que el derecho de veto del Consejo de Seguridad, que excluye toda intervención en contra de los poderosos, no es síntoma de parálisis, sino constituye un factor de la eficacia para el imperialismo : califica la ONU como un instrumento (global)- estatal bajo influencia del Centro sistémico, lo cual no tiene la forma de un Estado.

Sin duda T. Negri aceptaría una parte de esas análisis y razonamientos. Queda que el tipo de promoción que él da a la noción de multitud equivale a descalificar los conceptos que presuponen. Es cierto que creio descubrir en los Grundrisse un « Marx más-allá de Marx », o sea encontrar en ese borrador genial de un Marx que todavía no era « Marx », porque le faltaba haber elaborado su teoría, el momento en el cual ya la hubiera rebasada (es claro, sin embargo, que el autor del famoso « fragmento en la máquina », Grundrisse, VII, 3, que sirve a documentar esa creencia, no disponía de los conceptos fundadores de la teoría del Capital). A partir de ahí, la relación entre la conceptualidad de Negri y la de Marx, a pesar de ello reivindicada, queda a muchos respectos enigmática. No permite, en todos casos, reconstituir críticamente esa red de la estructura del sistema (sumable a ese Estado- mundo a largo plazo que no es sistema), en el cual la multitud se produce hoy concretamente. No sólo como pueblo, en toda la gama, del local al global, de sus combates emancipadores, sino como el irrepresentable que antecede y rebasa de todas partes lo que puede realizar la política.