UNA fan advierte: “Es muy tímido. Ya verás, un
tío con una sensibilidad brutal, pero muy huidizo, refugiado siempre
en su mundo”.
Ella, la seguidora, no encaja con el modelo arquetípico. Ni adolescente,
ni histérica, ni con sueños cálidos a lomos de la cintura de Bustamante.
Se sumergió en la música de Quique González después de emocionarse
con los textos de Antonio Vega, con la angustiosa voz de Enrique
Urquijo y con la adorable ingenuidad de José María Granados (ex
Mamá). Es un recorrido lógico. Ella se tropezó con Quique en esos
diminutos tugurios madrileños que no anuncian sus actuaciones
en las guías porque no consiguen el permiso municipal. Demasiado
papeleo. Le vio y lo tuvo claro: es el nuevo chico triste y solitario.
Si sólo se oyen letras superficiales, de una mano arriba y otra
abajo, ahí va eso: “Ayer quemé mi casa, con todas las revistas,
cenizas de portadas y discos de Bob Dylan” (Ayer quemé mi casa);
si aflora la urticaria cuando surge el cantante latino con el
baile de San Vito, aquí está este chaval de aspecto desvalido;
si empacha tanto azúcar, Quique prefiere la sal. La fan
conoció al músico cuando éste no había editado aún su primer disco.
Eso llegaría en 1998 con Personal.
“Actuaba solo, con la guitarra. Y, sinceramente, me gustaba más
que ahora. De hecho, aluciné cuando le vi con una banda de rock.
A mí, el Quique González que me gustaba era el más recogido. Pero
ya verás: es timidísimo…”.
Quique acaba de abrirme la puerta de su casa. Pequeño, delgado,
sin afeitar y siempre cabizbajo, oculta la mirada en un rebelde
flequillo que no para de balancearse por su cara.
Es tímido, eso está claro. Una prueba más de ello fue
el final de la gira de su segundo y espléndido disco, Salitre
48 (2001). Actuaba en Madrid, su casa, después de un año moviéndose
por locales de toda España. En la sala, mil personas. Dos horas
después del concierto su camerino se atiborraba de gente: músicos
colegas (Ariel Rot, Granados…), gente de su compañía, periodistas,
humo, bebidas… ¿Y Quique? Empequeñecido en un rincón, solo, manufacturando
un porro. Tan humeante como el que le cuelga de los dedos hoy,
un viernes a las cinco de la tarde. Un vistazo a sus textos: “Salgo
de la cama, me enciendo un petardo” (Pájaros mojados). Dicho
y hecho. “Pasa, pasa. Estoy con el último disco de Tom Petty,
The last dj. Es cojonudo. Me lo acabo de comprar. Lo vi
en un punto de escucha de la Fnac y lo puse entero. Me lo iba
a comprar de todas formas, pero tenía tanta ansiedad que lo quería
oír allí mismo”.
Su cueva es un caos. Como su vida. Situada en un barrio madrileño
de clase media, el Parque de San Juan Bautista (El Flori lo llama,
por la proliferación de hierba, perdón, zonas verdes), donde nació
hace 29 años, su casa exhibe una curiosa mezcla de guarida de
un músico bohemio y de hogar de matrimonio jubilado. Hay una razón:
heredó la casa familiar y le cuesta librarse de la decoración
que impusieron sus padres. ¿Cuestión de sentimentalismo? “Un poco
sí. El asunto es que mi padre, que tiene 68 años, se volvió a
casar hace cuatro [su madre falleció en 1992 cuando Quique cumplió
18] y como mi hermana se independizó, pues me quedé con la casa.
Y a mi padre le cuesta llevarse todos sus trastos”. Es un mobiliario
pasado de moda, con esos armarios recios, grandes, anticuados.
La terraza (quinto piso) está cerrada y el suelo es una moqueta;
alrededor, tiestos muy monos. Desde luego, nada que ver con el
rock and roll.
Su rincón lo tiene en la que fue su habitación: cinco guitarras
(tres acústicas y dos eléctricas, una de ellas una preciosa Rickenbacker),
un teclado (“El último disco, Pájaros mojados, lo he compuesto
casi exclusivamente al piano”) y un ordenador. La casa que tiene
es adecuada para una familia de clase media con dos hijos. La
familia González.
Hoy anda ordenando una discografía discreta (unos trescientos
compactos). Sobre la amplia mesa del salón se apilan sus discos:
Tom Waits, Bob Dylan, Los Rodríguez, Steve Earle, Van Morrison,
¡Antonio Orozco! (“No, no me gusta: me lo han regalado en la compañía”),
Neil Young… por supuesto, Tom Petty. “El año pasado, cuando cobré
el dinero de los derechos de algunas canciones, me fui a ver a
Tom Petty a Nueva York. Era la primera vez que hacía un viaje
tan largo. Y encima, el telonero era Jackson Browne… ¿Quieres
escuchar el disco?”. Ahora se refiere al suyo, Pájaros mojados,
el tercero. La música comienza a llenar la casa.
Quique vive solo. Últimamente las mujeres no paran por su casa.
Sólo una: Renata, la asistenta. Los jueves, ocho euros la hora.
Las demás, le dejan. Y no podía ser de otra forma. Los mejores
momentos de sus textos surgen con el dolor del abandono. Una muestra:
“Aunque tú no lo sepas me he acostado a tu espalda” (Aunque
tú no lo sepas). Es el pago por juntarse con mujeres descarriadas,
chicas fatales que no encuentran su sitio precisamente porque
no quieren. Él siempre espera ese momento de la noche en el que
ya sólo queda intentar una segunda cita. “Lo más romántico del
mundo es cuando una chica no me da su teléfono y sé que no la
voy a ver en la puta vida”. O sea, otro domingo solo con ganas
de componer: “Pequeño rock and roll nunca quiso ser de nadie;
ya sé que estás a punto de decirme adiós” (Pequeño rock and roll).
Porque Quique, no nos vamos a engañar, no está especialmente dotado
para hacer canciones festivas. Su argumentación es contundente:
“Igual que no veo a Mojinos Escozios haciendo una canción en serio,
yo no me veo cantando un tema de Mojinos. No es lo mío”. Pero
no es un tío tan triste como apuntan sus canciones. Su sentido
del humor aflora dentro de su conversación. Eso sí: es un desastre
absoluto, un tipo aliado con el mal fario, capaz de resbalar cuando
se dispone a marcar a puerta vacía. A continuación, dos penosos
episodios de su vida que le alían con su amiga la mala suerte:
“Con 12 años me presenté para entrar en los cadetes del Real Madrid
de fútbol. Yo jugaba de lateral derecho. Sí, ya sé que es el puesto
de los paquetes, pero yo era un lateral diferente: como Michel
Salgado, pero en bueno. El caso es que el día de la prueba llovía
a cántaros. Estaba el campo embarrado y, claro, no se podía jugar.
Me salió un mal partido y no me cogieron. Tuve mala suerte”. Y
otro, con 20 años: “Después de COU estudié Publicidad. Allí me
enamoré de una chica de Valencia. Nos fuimos a vivir allí. Pero
ella quería ser azafata y se fue a Roma. Yo no pintaba nada en
Roma, así que me fui a Londres. Luego me llegó una carta de ella,
desde Roma, diciendo que me dejaba. Entonces decidí ser cantante”.
Tan surrealista como verídico.
De vuelta de Londres, donde se ejercitó durante un año
despachando hamburguesas, y ya decidido por los asuntos musicales,
se encontró a una persona clave en su vida: Enrique Urquijo, el
problemático líder Los Secretos. Durante un año coincidieron en
un pequeño garito madrileño, El Rincón del Arte Nuevo. El alumno
actuaba primero y el maestro cerraba la noche. Compartían cosas,
hablaban de música y de la vida. Enrique le pidió un tema y salió
Aunque tú no lo sepas, que el cantante de Los Secretos
incluyó en el repertorio de otro proyecto, Los Problemas, y que
Quique recupera en su nuevo disco. A cambio, consejos, contactos
con managers y discográficas… Conclusión: su primer disco,
Personal (1998), se edita gracias a las gestiones del mayor
de los Urquijo. “Cuando me enteré de su muerte [falleció por sobredosis
el 17 de noviembre de 1999] lo pasé mal, muy mal. Yo lo vi con
su hija y era la hostia. A él le hubiera encantado seguir viviendo
para ver crecer a su hija, pero…”. Otro nombre clave en su vida:
Ryan Adams. El díscolo y genial músico estadounidense fue su más
valioso descubrimiento del último año. Reconoce reverenciar Heartbreaker,
el desolador álbum que realizó Adams después de romper con su
chica, y apunta como una de sus grandes jornadas cuando ejerció
de telonero del autor de Gold en su único concierto en
España, este mismo año en Barcelona: “No hablé con él. Recuerdo
que se bebió todo el catering. Cuando comenzó el concierto
el tío estaba borrachísimo. Pero empezó a cantar y fue la hostia.
Dio un concierto acojonante”.
Muestra su barrio con orgullo. El bar donde desayuna todos los
días, el San Juan, allí donde surgen muchas de sus letras. Poesía
de lo cotidiano: “Una mujer da de comer a los gatos debajo
de mi casa” (Torres de Manhattan). Se cruza con un tipo calvo
rodeado de críos. Y le saluda. También a uno de los críos: “Hola
Carlitos”. Luego confiesa: “Era mi profesor de educación física:
la hostia de duro”. Su colegio, un poco más alejado. Los Maristas.
¡De curas! “Aquello fue un trauma. Había una competitividad de
la leche. Y no sólo por sacar las mejores notas: zapatillas, polos
de marca… Yo no tenía nada. Y eso era motivo de cachondeo y exclusión”.
A González está a punto de acabársele el costo. Esta noche va
a salir. Ahora que no está de gira lo hace tres o cuatro noches
por semana, a veces incluso solo, por los bares más canallas del
centro de Madrid. “En este momento no creo en la pareja. Soy escéptico.
Pero no sé… Puede que esta noche encuentre a alguien y cambie
de opinión”. Eso, o la idea para otra canción. Suerte a los dos.
|