CESAR Y JOSEPHINE


Escrito por: Carla Roel de Hoffmann.

Teníamos sólo dos meses de casados cuando supimos que íbamos a ser papás. Nuestra alegría era tan grande. Tedavía seguíamos en las nubes por la reciente boda y ahora esto: ¡que felicidad, no podíamos pedirle nada más a la vida!
A la semana de la gran noticia tuve un pequeño sangradito, tuve que guerdar cama una semana pero pareció que el problema había desaparecido.
Por esa razón, a las 8 semanas de gestación, el doctor me prohibió acompañar a Andrés a un viaje de negocios. Todavía iba a estar en el primer trimestre y no valía la pena arriesgarnos. Así que dos semanas después, Andrés se fue de viaje y yo me fui a pasar la Semana Santa con mis papás. Desaparecieron las náuseas y me sentía de maravilla. Las dos semanas que Andrés estuvo fuera se me pasaron volando. Recuerdo que me sentí mal, pero pensé que era normal y que la semana siguiente teníamos la cita con el doctor, además de que Andrés no estaba.
El día que llegó de viaje, cuando llegué al aeropuerto por él fui al baño y me di cuenta de que estaba sangrando. Inmediatamente le hablé al doctor y me dijo que me sentara y que no me moviera hasta que Andrés llegara y que ya en la casa le hablara de nuevo.
Recibí a mi marido con lágrimas de angustia en los ojos. Al llegar a la casa, el sangrado casi se había detenido y el doctor nos dijo que mantuviera reposo otra vez y que hablaríamos al día siguiente. A las cuatro de la madrigada algo me impulsó a correr al baño: eran ríos de sangre y grandes coagulos, no supe que pasó. Andrés le habló al doctor mientras estaba en el baño, me mandó unas medicinas y dijo que estuviéramos a primera hora en su consultorio. Al llegar y al ver el ultrasonido fue evidente que todo había acabado: mi pequeño César había muerto y no había nada que hacer. Recuerdo preguntar cuándo podíamos intentarlo otra vez y ya. Los recuerdos van y vienen hasta el legrado del día siguiente.

Dos meses después, otra vez estabamos esperando bebé. La angustia de volver a pasar lo mismo no igualaba la alegría por ser papás una vez más. Ahora ya teníamos un angelito en el Cielo que intercedería por nosotros para que todo saliera bien. Tomamos todas las precauciones posibles y desde que supimos estuve en cama y con tratamiento hormonal para prevenir otra tragedia.
El encierro nunca fue pesado, tampoco la subida súbita de peso. Lo hacíamos por amor a nuestro nuevo bebé.
Un sábado empecé a sentir lo mismo que la vez anterior. Pensé que era tal mi temor de que volviera a pasar que ya imaginaba cosas. Poco a poco, conforme la semana fue transcurriendo el malestar iba creciendo. Todos los días le hablaba al doctor que me decía que todo estaba bien.
La semana siguiente, mientras oíamos la noticia de la muerte de la Princesa Diana y nos compadecíamos de sus hijos, el malestar era tal que realmente estaba angustiada por que todo estuviera bien. Dos días después el doctor accedió a revisarme "para que ya se me quitaran esas ideas de la cabeza y viera que estaba histérica y que todo estaba bien." Sabía que no era así. Cuando tratamos de escuchar la frecuencia cardiaca del bebé, sólo hubo silencio. Todavía el doctor nos dijo que seguramente el bebé estaba dormido pero que en el ultrasonido se vería que estaba bien.
No fue así. Vimos en la pantalla a una bebita perfectamente formada de casi 11 semanas cuyo corazón no latía más. Llevaba muerta más de una semana. Lo demás es otra pesadilla. Había que recuperar tejido ara el análisis genético porque "no es normal que pase dos veces". Otra vez, no había nada que hacer, más que llorar por mi hija, esa que nunca tendría en mis brazos y que iba con su hermano.

Ha pasado más de un año de que perdí a mis dos pequeñines. Hay días mejores que otros y mientras escribo su historia ya no lloro. No pasa un momento en que no piense en ellos y que los extrañe mucho. Pero ahora sé que algún día estaremos juntos y ese día los abrazaré mucho.

Hijitos, su papito y yo los queremos mucho.

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