Octubre 2, 1998.
Querido hijo:
Apenas puedo creer que ha pasado tanto tiempo desde que dejaste mi vientre para ir al cielo.
Parece que ayer sentí tus movimientos y tus juegos. El dolor sigue aquí, pero ha cambiado. Hoy, la mayoría de las veces que pienso en tí, soy capaz de sonreir, aunque cuando pienso que podrías estar jugando con tu hermano Jorge, enseñandole a reir, siento una tristeza profunda, tan profunda como aquella cuando descubrí que te habías ido.
Cada día es una lucha para recordar solo lo bueno que nos regalaste, como uniste a la familia, como nos ayudaste a crecer como pareja, y como nos enseñaste lo que significa ser padres.
Hoy deseo decirte que aún te extraño, pero he comenzado a aceptar que tu misión concluyó hace tiempo, y espero tus lecciones nos duren por siempre.
Papá y yo seguimos juntos, y entendimos tu mensaje. Hoy disfrutamos más de la vida, y las cosas importantes.
Sé que puedes ver a tu hermano, tan sano y hermoso, y también sé que cuidas de él desde el cielo, pues aunque su embarazo y nacimiento fueron difíciles, siempre salió bien librado.
Hé tratado de recordarte con alegría, pero algunas veces no lo logro. Y no estoy triste por tí, pues estoy segura estás junto a Dios, sino por nosotros, porque siempre nos harás falta.
Podría seguir diciéndo todo lo que significas para mí, y lo mucho que te extraño, pero creo que eso ya lo sabes, por eso, solo te doy las gracias por habernos permitido, aunque sea por poco tiempo, ser tus padres y tu familia.
Te quiere,
Mamá.