Horacio Schiavo

DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL (fragmento)

                                                                      A Miguel Ángel Etcheverrigaray

 

Con dura espuela y relumbrante acero,

por olor de coraje galopando,

abriendo herida en soledad rupestre

bajo un cielo de frío purpurado,

con azul de agua virgen en los ojos

y un jazmín de oración a flor de labio,

navegando navega contra vientos

por un predio encendido y solitario;

a veces construído en mediodía,

o bien, desesperado de relámpagos.

Bridón de blanca bruma le conduce,

y jinete y corcel son llamarada

de un color sin color que arremolina

cabello y crin en círculos de espadas,

rumor de seda de opulentas plumas

y el rítmico latido de las alas

que iluminan el aire que las roza

formando estela de azucenas blancas

que brotan para siempre y amojonan

itinerarios de la eterna marcha.

Por esos cielos que la tarde pinta,

cuando se va pintando campanarios,

que tienen, orillando lejanías,

un bosque azul de vidrio recortado,

veo entre nube despeinada y viento,

entre un verde suavísimo y cobalto,

su remolino que en silencio pasa

cruzando asombro en un misterio largo,

como escuadrón de luces en secreto,

como un secreto celestial y diáfano.

Pero en la noche, junto a torre y piedra,

es un torreón que tuerce tempestades,

es un metal viviente que gobierna

al frente de su ejército de ángeles,

para que la ciudad tenga su sueño,

para que duerman los antiguos árboles,

para que brillen en remotas grutas,

ojos de honor, dormidos minerales;

para que el hombre opaco y solitario

tenga firme custodia desde el aire.

Para mi corazón abroquelado

y el verso que hecho sangre se incorpora,

pido latidos de Miguel Arcángel

cabalgando entre nube de palomas

hacia un aro nocturno que me cerca

con llama gris y aliento de amapolas;

así, Furias que asaltan mi desvelo

(o Dragón que en la lucha me alborota),

sucumbirán en filos de combate

bajo rayos de amor y agua de gloria.

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Después, silencio. Tarde primitiva.

Diafanidad. Ciprés. Cielo celeste.

Una luz derramada en manantiales

y las palabras por sus prados verdes.

Maduran los racimos apretados;

hay animales bíblicos, de siempre,

moviéndose con graves movimientos

entre bosque oloroso y sol de mieses.

Regocijos del aire... Trebolares...

Y la cruz de una espada que florece.

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