EL JUDAS DE LA CENA
El gran Leonardo de Vinci
músico, escritor, poeta,
astrónomo y matemático,
y escultor en una pieza,
busca refugio en Milán
abandonando Florencia
por hostil a sus empeños
y a sus anhelos estrecha.
Y allí su genio florece,
y de su insigne paleta,
surgen tan bellas creaciones,
concepciones tan excelsas,
tales milagros de arte,
y tan sublimes escenas,
que más que un mortal parece
un dios que a su antojo crea
un mundo de maravillas
y de inefables bellezas.
Santa María de las Gracias
convento que la leyenda
y la historia ha consagrado
abre a Leonardo las puertas.
Y pan y abrigo recibe,
junto a sus piadosas rejas,
quien lleva como Colón
otro mundo en la cabeza.
Los monjes alborozados,
al gran Leonardo le ruegan,
que sobre el antiguo muro
del refectorio muy cerca,
pinte su pincel maestro
de Cristo la Ultima Cena.
Leonardo entonces medita,
su egregio numen despierta,
y en evocación sublime,
haciendo acopio de ciencia,
de datos y tradiciones,
con inspiración suprema,
empieza la magna obra
que hoy el mundo reverencia
asombro de las edades
y valiosísima herencia
que legó el Renacimiento
a las razas venideras.
Mas, pasa el tiempo, y Leonardo
en su estudio se encierra
y su tardanza cruel,
a los monjes desespera.
Busco a Cristo, les replica,
y mis ojos no lo encuentran.
El modelo que yo sueño
tal vez no exista en la tierra.
Quiero un hombre en cuyo rostro,
estén claramente impresas,
la pureza y la virtud,
la bondad y la inocencia.
En cuya radiosa frente
como rosales florezca
la idea de Redención
que El predicaba en la tierra.
Y cuya dulce mirada
turbe la inmortal tristeza
de los dolores del mundo
y las humanas flaquezas.
Hasta que por fin, un día,
en el coro de la iglesia,
halla el ansioso modelo
que le preocupa y le inquieta:
Es un joven elegante,
de cuya hermosa cabeza
desciende formando ondas
abundosa cabellera;
de ojos claros y profundos,
de nariz fina y correcta,
de conjunto tan armónico
y tan noble gentileza,
que Leonardo no vacila
y al refectorio lo lleva;
y en labor sabia y paciente,
y en concentración suprema,
la figura de Jesús
va surgiendo de la Cena
inclinada sobre el pecho
la noble y gentil cabeza,
con los brazos extendidos
como si decir quisiera
a sus amados discípulos
con infinita tristeza:
"Os digo que entre vosotros,
habrá uno que me venda".
Pero, transcurren diez años,
y aún, el fresco de la Cena,
permanece entre cortinas,
sin que ninguno se atreva
a curiosa indiscreción,
o a Leonardo pedir cuentas.
Hasta que al fin, el buen Prior
hacia el artista se acerca,
y con humildad le exige
y con firmeza le ruega
la terminación del fresco
que ya a todos desespera.
Leonardo entonces le advierte
sin ocultar su impaciencia:
Aún hay un hueco en el cuadro
donde mi pincel no llega,
el que corresponde a Judas,
y el modelo no se encuentra.
Lo busco en vano señor,
por tugurios y galeras
Lo veo dentro de mi mismo,
su sonrisa es una mueca,
en sus ojos hay relámpagos
de traición y de blasfemia.
Tiene el rostro de molicie,
de crimen y de vileza,
es un ente despreciable,
algo que el demonio engendra
en venganza de que un día,
en castigo a su soberbia
por mandato del Eterno
fue arrojado en las tinieblas;
acaso la humanidad
purificada en Judea,
no haya vuelto a producir
un alma tan ruin y abyecta.
Mas, al entrar una noche
en nauseabunda taberna,
entre el hampa abominable
que aquel paraje frecuenta,
halla por fin el modelo
para el Judas de la Cena,
y lo lleva al refectorio,
y frente al muro lo sienta,
y en menos de una semana
surge la horrible silueta,
en cuya torva mirada
y en cuyo rostro de fiera
hay hálitos de traición
y ráfagas de blasfemia.
Y, al despedir a aquel hombre
de repugnante presencia,
le entrega el pintor en pago
una bolsa de monedas.
Y él, al contarlas, replica
con cinismo que exaspera:
-a Judas habéis pagado
mejor que a Cristo-,
-iOh, espera!-
Dice Leonardo mirando
aquel rostro más de cerca.
-¿Acaso sois...?-
-Sí, yo soy-
El desgraciado contesta,
aquel que un día escogisteis
en el coro de la iglesia
para servir de modelo
del Cristo de vuestra Cena;
el mismo que hace diez años
ocupara esta banqueta
para modelar al Justo
cuando mi vida era buena;
pero, la maldad, el crimen,
los vicios y la miseria,
han hecho de mí este andrajo,
del mundo baldón y afrenta.
Este Judas miserable,
que hoy rueda por las tabernas
como un mísero despojo
del joven que entonces era.
Queda absorto el buen Leonardo
ante el horrible dilema.
Mientras que allá sobre el muro
que copia la Ultima Cena,
tal parece que Jesús
dice con angustia inmensa:
"Os digo que entre vosotros,
habrá uno que me venda".
Lorenzo Coballes Gandía