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EL RELOJ DE ARENA
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Está bien que se mida con la dura
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Sombra que una columna en el estío
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Arroja o con el agua de aquel río
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En que Heráclito vio nuestra locura
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El tiempo, ya que al tiempo y al destino
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Se parecen los dos: la imponderable
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Sombra diurna y el curso irrevocable
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Del agua que prosigue su camino.
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Está bien, pero el tiempo en los desiertos
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Otra sustancia halló, suave y pesada,
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Que parece haber sido imaginada
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Para medir el tiempo de los muertos.
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Surge así el alegórico instrumento
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De los grabados de los diccionarios,
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La pieza que los grises anticuarios
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Relegarán al mundo ceniciento
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Del alfil desparejo, de la espada
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Inerme, del borroso telescopio,
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Del sándalo mordido por el opio,
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Del polvo, del azar y de la nada.
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¿Quién no se ha demorado ante el severo
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Y tétrico instrumento que acompaña
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En la diestra del dios a la guadaña
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Y cuyas líneas repitió Durero?
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Por el ápice abierto el cono inverso
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Deja caer la cautelosa arena,
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Oro gradual que se desprende y llena
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El cóncavo cristal de su universo.
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Hay un agrado en observar la arcana
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Arena que resbala y que declina
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Y, a punto de caer, se arremolina
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Con una prisa que es del todo humana.
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La arena de los ciclos es la misma
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E infinita es la historia de la arena;
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Así, bajo tus dichas o tu pena,
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La invulnerable eternidad se abisma.
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No se detiene nunca la caída.
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Yo me desangro, no el cristal. El rito
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De decantar la arena es infinito
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Y con la arena se nos va la vida.
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En los minutos de la arena creo
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Sentir el tiempo cósmico: la historia
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Que encierra en sus espejos la memoria
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O que ha disuelto el mágico Leteo.
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El pilar de humo y el pilar de fuego,
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Cartago y Roma y su apretada guerra,
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Simón Mago, los siete pies de tierra
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Que el rey sajón ofrece al rey noruego,
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Todo lo arrastra y pierde este incansable
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Hilo sutil de arena numerosa.
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No he de salvarme yo, fortuita cosa
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De tiempo, que es materia deleznable.
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