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ROSAS
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En la sala tranquila
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cuyo reloj austero derrama
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un tiempo ya sin aventuras ni asombro
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sobre la decente blancura
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que amortaja la pasión roja de la caoba,
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alguien, como reproche cariñoso,
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pronunció el nombre familiar y temido.
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La imagen del tirano
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abarrotó el instante,
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no clara como un mármol en la tarde,
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sino grande y umbría
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como la sombra de una montaña remota
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y conjeturas y memorias
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sucedieron a la mención eventual
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como un eco insondable.
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Famosamente infame
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su nombre fue desolación en las casas,
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idolátrico amor en el gauchaje
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y horror del tajo en la garganta.
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Hoy el olvido borra su censo de muertes,
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porque son venales las muertes
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si las pensamos como parte del Tiempo,
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esa inmortalidad infatigable
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que anonada con silenciosa culpa las razas
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y en cuya herida siempre abierta
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que el último dios habrá de restañar el último día,
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cabe toda la sangre derramada.
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No sé si Rosas
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fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían;
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creo que fue como tú y yo
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un hecho entre los hechos
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que vivió en la zozobra cotidiana
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y dirigió para exaltaciones y penas
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la incertidumbre de otros.
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Ahora el mar es una larga separación
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entre la ceniza y la patria.
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Ya toda vida, por humilde que sea,
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puede pisar su nada y su noche.
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Ya Dios lo habrá olvidado
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y es menos una injuria que una piedad
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demorar su infinita disolución
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con limosnas de odio.
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