Página inicial \ Tratado voltaireano sobre la practicidad, la ambición, y el otro mundo.

Tratado voltaireano sobre la practicidad, la ambición, y el otro mundo

BABABEK Y LOS FAQUIRES

(1750)

   Procuré instruirme durante el tiempo que permanecí en la ciudad de Benarés, sobre las riberas del Ganges, antigua Patria de los brahmanes. Entendía medianamente el indio, escuchaba mucho y lo anotaba todo. Estaba alojado en casa de mi corresponsal Omri, que era el hombre más digno que he conocido nunca. Profesaba la religión brahmánica; yo tengo el honor de ser musulmán; pero nunca medió entre nosotros una palabra más alta que la otra a propósito de Mahoma y de Brahma. Hacíamos nuestras abluciones cada uno por su lado, bebíamos la misma limonada y comíamos del mismo arroz como dos hermanos.
   Un día fuimos juntos a la pagoda de Gavani; vimos allí muchas bandas de faquires, de los cuales unos eran yoguis, es decir, faquires contemplativos, y otros discípulos de los antiguos gimnosofistas, que llevan una vida activa. Como es sabido, tienen los citados una lengua sabia, que es la de los antiguos brahmanes, y en esta lengua un libro que llaman Veda, posiblemente sea el libro más antiguo de toda Asia, sin exceptuar el Zend-Avesta.
   Pasé por delante de un faquir que leía este libro y gritó:
   —¡Ah, desgraciado Infiel! Me has hecho perder el número de vocales que estaba contando, y por tu culpa mi alma pasará al cuerpo de una liebre, en lugar de ir al de un papagayo, de lo cual ya podía lisonjearme.
   Le di una moneda para consolarle y seguí adelante. A los pocos pasos, tuve la desgracia de estornudar y desperté con el ruido a un faquir que estaba en éxtasis.
    —¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡Qué horrible caída! Ya no veo la punta de mí nariz; la luz celeste ha desaparecido.
   —Si soy yo la causa —le dije— de que veáis por fin más allá de vuestras narices, tened una rupia para reparar el mal que os he hecho; recobrad vuestra luz celeste.
   Y tras salir así discretamente del paso, fui a ver a los gimnosofistas. Muchos de ellos me trajeron clavos muy bellos, para hundírmelos en los brazos y en las piernas, en honor de Brahma; compré los clavos, que me sirvieron para colgar mis tapices. Unos bailaban sobre las manos, otros volteaban en la cuerda floja, y algunos andaban sobre un pie, sin reposar ni un momento. Había los que llevaban cadenas, otros una albarda y algunos tenían la cabeza metida en un calesín; en pocas palabras, unos infelices todos juntos. Mi amigo Omri me llevó a la celda de uno de los más famosos; se llamaba Bababek. Iba desnudo como le parió su madre, llevaba al cuello una enorme cadena que pesaba sesenta libras y estaba sentado sobre una silla de madera primorosamente trabajada y guarnecida con puntitas de clavo que a él le penetraban en las nalgas. Sin embargo, parecía que estaba sobre un lecho de plumas. Muchas mujeres iban a consultarle; era el oráculo de las familias y gozaba de una gran reputación; yo fui testigo del largo coloquio que Omri sostuvo con él.
   —¿Creéis, padre mío, que después de haber pasado por la prueba de las siete metempsicosis, puedo llegar a la morada de Brahma?
   —Eso depende de cómo viváis —contestó el faquir.
   —Procuro ser buen ciudadano —dijo Omri—, buen marido, buen padre, buen amigo; en algunas ocasiones, presto dinero sin interés a los ricos; doy limosna a los pobres y mantengo la paz entre mis vecinos.
   —¿Os ponéis de vez en cuando algunos clavos en las posaderas? —preguntó el brahmín.
   —Nunca, reverendo padre.
   —Lo siento —replicó el faquir—, porque seguro que no iréis más que al decimonoveno cielo, y es una lástima.
   —¡Cómo! —exclamó Omri—. Eso me honra mucho y me daré por contento con ello. ¿Qué me importa que sea el decimonoveno, o el vigésimo, con tal que cumpla mi deber durante mi peregrinación y sea bien recibido al término de mi jornada? ¿No basta ser honrado en este país y ser feliz después en el país de Brahma? ¿A qué cielo pretendéis, pues, ir vos, señor Bababek, con vuestros clavos y vuestras cadenas?
   —Al trigésimo quinto.
   —Me parece bien —repuso Omri— que pretendáis estar alojado más arriba que yo; pero eso no puede ser sino efecto de una excesiva ambición. Vosotros, que condenáis a los que buscan honores en esta vida ¿por qué pretendéis tenerlos tan grandes en la otra? Además, ¿en qué os fundáis para aspirar a ser mejor tratado que yo? Sabed que doy más limosnas en diez días que lo que os cuestan estos clavos en diez años. ¡Qué le importa a Brahma que paséis el día completamente desnudo y con una cadena al cuello! ¡Valiente servicio hacéis con ello a la patria! Yo hago cien veces más caso a un hombre que siembra legumbres o que planta árboles, que a todos vuestros camaradas que se miran la punta de la nariz o que llevan una albarda por exceso de nobleza de alma.
   Después de haber hablado así, Omri se sosegó, le acarició, le persuadió y le obligó, al fin a dejar la cadena y a ir a su casa a llevar una vida honrada. Se le lavó, se le frotó con esencias perfumadas, se le vistió con decencia, y vivió quince días con mucho juicio; al cabo de los cuales manifestó que era cien veces más dichoso que antes; pero perdía su crédito ante el pueblo, las mujeres ya no iban a consultarle. Por fin, abandonó a Omri y volvió a tomar sus clavos, para recobrar su antigua consideración.
 
 
 

 

 

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