La Tercera, 23-07-2003
Por Claudio Fuentes, doctor en Ciencias Políticas (Universidad de Carolina del Norte-Chapel Hill) y profesor investigador de Flasco-Chile.
La traicionera reconciliación
Aceptemos que el pasado nos seguirá dividiendo, es más, siempre lo ha hecho. Aceptemos que hay heridas que no podrán cerrarse definitivamente. Mientras tanto, promovamos principios mínimos de convivencia democrática futura.
Acordemos que la reconciliación en Chile no es posible. Se debe pensar en una nueva forma de encarar el problema de los derechos humanos y aquella nueva forma implica aprender a convivir con un pasado doloroso y a establecer nuevas bases de convivencia nacional. Aquellos nuevos fundamentos se explicitan o bien en una nueva Constitución, o bien en un amplio acuerdo nacional que establezca principios de acción social y política. A treinta años del golpe (o pronunciamiento, como usted prefiera denominarlo), no se requiere un gesto "reconciliador", sino que uno "fundador" de una nueva forma de hacer política.
Por definición uno se "reconcilia" cuando previamente ha estado "conciliado" y aquello en Chile nunca ha existido. Gonzalo Vial explica la historia nacional como una progresiva decadencia del espíritu de unidad nacional hasta el fatídico 11 de septiembre de 1973. Aquella pérdida del sentido de unidad habría generado una descomposición que terminó en un golpe de Estado, que, por lo demás, desencadenó un régimen militar que declaró como uno de sus objetivos recomponer la unidad nacional.
Sin embargo, la historia de Chile demuestra que aquella "unidad nacional" nunca ha existido. Los antiguos conflictos sobre la "cuestión social", las posteriores pugnas sobre el "estado bienestar", y las diferencias ideológicas de mediados de los años '60 sobre la vía chilena al socialismo no reflejan un sentido de unidad nacional, sino por el contrario, una constante pugna de intereses sociales, económicos y políticos. Entre 1964 y 1973 el sistema político se abrió a sectores tradicionalmente postergados de las decisiones públicas y aquello rompió con lo que Alfredo Jocelyn-Holt ha denominado aquella falsa noción de orden imperante en la historia de Chile.
Tampoco el gobierno militar pretendía constituirse en un régimen de unidad nacional. El informe Rettig lo demostró con claridad: se trató de una política sistemática de violación a los derechos humanos destinada a eliminar, reprimir, y enviar al exilio a sectores principales, pero no exclusivamente de izquierda. Así, un país no se reconcilia cuando nunca ha estado conciliado.
Pero existe una trampa adicional con el debate sobre la reconciliación, y es que desde el inicio de la democracia han existido al menos tres definiciones de la misma. Para algunos, reconciliación quiere decir verdad, reparación y justicia. Para otros, reconciliación quiere decir punto final. Finalmente para algunos, reconciliación es hacer gestos que demuestren la culpa, esa gran culpa que algunos cargan desde el origen.
La incapacidad de los partidos políticos de establecer nuevos horizontes para este debate terminó por judicializar el tema de los derechos humanos. Desde el inicio de la transición se sabía que el marco jurídico nacional generaría un entrampamiento en las causas llevadas por la justicia: el delito de secuestro es permanente y la ley de amnistía exculpa a los responsables. Entre ambas opciones no hay salida posible.
Lo anterior requería una solución esencialmente política, esto es, o se eliminaba la ley de amnistía o se establecía un marco interpretativo para cerrar los casos bajo ciertas condiciones. Como ambas opciones eran políticamente inviables, se optó por transferir esta "papa caliente" a la justicia y hoy le corresponde resolver a los tribunales un problema que no se pudo resolver en el Congreso.
El problema central de aquella política -aceptada por la casi totalidad del espectro político- es que restringió el debate de los derechos humanos un importante, pero reducido espectro de problemas: cuánta opción de justicia es posible, cuántos militares son procesados y cuánto reconocimiento de culpas son capaces de aceptar los actores políticos.
Hablar de derechos humanos en Chile hoy es hablar casi exclusivamente de procesos judiciales pendientes. Hablar del pasado en Chile hoy es hablar sobre el reconocimiento de responsabilidad por lo sucedido en el pasado.
Para evitar una nueva frustración, digamos que la propuesta del gobierno tampoco será una "solución definitiva", pues no han existido ni existirán soluciones que dejen contentos a todos los sectores involucrados. El ministro Insulza tiene razón cuando indica que la reconciliación no se alcanzará en el corto plazo. Agregaría que tampoco se logrará en el largo plazo.
Pero además de acostumbrarnos a seguir viendo sangrar aquella herida, en Chile se requiere una discusión en relación a las bases sobre las que se debe fundar un sistema democrático. Se requiere establecer un verdadero acuerdo nacional, que pase por un "nunca más", pero que adicionalmente exprese los valores fundamentales que unen a los partidos políticos chilenos, es decir, la protección de los derechos humanos y la dignidad de las personas, la tolerancia, el respeto por la propiedad privada, la existencia de un sistema político representativo, y la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder político legítimamente constituido.
Más que gestos "reconciliadores" que son imposibles de conseguir por las razones ya enunciadas, lo que Chile requiere son gestos fundadores de una nueva forma de hacer política. Aquel "nunca más" debería reunir a todos los sectores políticos bajo un compromiso democrático futuro de responsabilizarse por proteger individual y colectivamente los derechos esenciales de las personas sin importar raza, credos e ideologías.
Aceptemos que el pasado nos seguirá dividiendo, es más, siempre lo ha hecho. Aceptemos que hay heridas que no podrán cerrarse definitivamente. Mientras tanto, promovamos principios mínimos de convivencia democrática futura.