![]() Alvaro de Maortua La «leyenda negra» es a la vez anticatólica y antiespañola. Se generó y se desarrolló en Inglaterra y Francia; primera y principalmente en Inglaterra, en el curso de la lucha entre España y la Inglaterra de los Tudor. El antihispanismo llegó a ser parte integral del pensamiento inglés. Escritores y libelistas se esforzaron por inventar mil ejemplos de la vileza y perfidia española, y difundieron por Europa la idea de que España era la sede de la ignorancia y el fanatismo, incapaz de ocupar un puesto en el concierto de las naciones modernas. Tal idea se generalizó por la Europa secularizada y petulante del oscurantismo «ilustrado» y enciclopedista, señalando a la Iglesia como causa principal de semejante «degradación» cultural española. Esta idea se difundió después por todo al ámbito anglosajón y naturalmente entre los yanquis. El buen historiador norteamericano William S. Maltby, entre algunos otros, en su bien documentado libro titulado La leyenda Negra en Inglaterra (1982), dice esto: «Como muchos otros norteamericanos, yo había absorbido antihispanismo en películas y literaturas populares mucho antes de que este prejuicio fuese contrastado desde un punto de vista distinto en las obras de historiadores serios, lo cual fue para mi toda una sorpresa; y cuando llegué a conocer las obras de los hispanistas, mi curiosidad no tuvo límites. Los hispanistas han atribuido desde hace mucho tiempo este prejuicio y sentimiento mundial antiespañol, a las tergiversaciones de los hechos históricos cometidas por los enemigos de España». Según muchos hispanistas, las raíces del antihispanismo deben buscarse en documentos del siglo XVI, como la apología de Guillermo de Orange y otros muchos que constituyen lo que Juderías llamó «la tradición protestante», y que pintan a España como cruel opresora cuyo enorme poderío estaba al servicio de la causa de la ignorancia y la superstición. Los cínicos agentes panfletistas de la «leyenda negra» -cínicos por cuanto acusan a España de vilezas y crímenes que sólo ellos cometieron- y sus respectivos pueblos que asimilaron borreguilmente el fanatismo antiespañol, en particular el mundo anglosajón, no sólo tergiversaron la Historia española y la grandeza de la empresa española en América, sino que a la vez silenciaron sus sistemas coloniales que del siglo XVII al XIX exterminaron casi por completo a los aborígenes de Norteamérica y sometieron a tantos pueblos africanos, asiáticos y oceánicos a una casi total esclavitud. Silencian la permanencia actual de las razas aborígenes en los países colonizados por España, así como el intenso mestizaje que desmiente toda mentalidad racista. Y también naturalmente silencian que las intervenciones pontificias en defensa de los indígenas, obedecieron a peticiones de la Corona española que, ya con anterioridad, había dictado normas humanitarias como esa gloria jurídica de España que son las leyes de Indias y el Derecho de gentes. Hay ahora una caterva de pseudointelectuales dóciles a las viles corrientes ideológicas que hoy se venden, que con motivo de a la conmemoración del V Centenario de América han querido generar una extraña sensación de mala conciencia, de recuerdo molesto, como de historia vergonzante. Intención más torcida aún, es la que pretende borrar cualquier huella de Dios en este muy noble y bellísimo acontecimiento realizado por los españoles. Algunos conminan a España para que pida perdón y devuelva lo robado... A esta altura del tiempo, es de lamentar que el documento emitido por la Comisión «Justicia et Pax» el mes de noviembre de 1988, titulado la iglesia ante el racismo, en su punto 3, da lugar a interpretar que España inventó el racismo en la gran empresa americana. ¡También yerra y peca el alto clero!. Este burdo error pudiera contribuir a crear un falso problema de conciencia o un injusto y absurdo sentimiento de culpabilidad en la mente de muchas personas de lengua española, que son la mitad de la gente católica del Orbe, si no fuera porque el mismo vicepresidente de la citada Comisión Pontificia, Monseñor Jorge Mejía, hizo pública rectificación el 31 de marzo en Pamplona, y porque todos los Papas han tenido menciones muy honoríficas para la singular acción evangelizadora y civilizadora de España en el mundo. Nuestro Papa actual Juan Pablo II ha insistido muy reiteradamente en esta hermosa realidad; y en su visita a España en Santiago de Compostela el 19 de agosto de 1989, ha destacado con gran amor y claridad la enorme proyección espiritual y cultural positiva del Concilio III de Toledo, y entre otras cosas dijo: «En más de una ocasión he tenido la oportunidad de reconocer la gesta misionera sin par de España en el Nuevo Mundo». Y en su despedida en Covadonga dijo: «agradecemos a la Divina Providencia, a través del corazón de la Madre de Covadonga, por este gran bien de la identidad española, de la fidelidad de este gran bien de la identidad española, de la fidelidad de este gran pueblo a su misión. Deseamos para vosotros, queridos hijos e hijas de esta gran Madre, para España entera, una perseverancia en esta misión que la Providencia os ha confiado». En los procesos colonizadores realizados por las potencias de Occidente, allí donde estuvo presente la Iglesia no hubo racismo. Este es el caso de España y de Hispanoamérica. Donde estuvo presente el mundo protestante hubo racismo y exterminio de los aborígenes. Cabe otra consideración sobre
«leyenda negra» altamente significativa. Esta. Sólo
España tiene leyenda negra y no la tiene, en cambio, ninguna nación
del ámbito protestante; ¿por qué? Sólo existe
una posible respuesta. La importancia española en el mundo llegó
a ser enorme durante los siglos XVI al XVIII. Su influencia cultural, política
y militar fue universal y benéfica para el Orbe porque todas sus
acciones estuvieron inspiradas y movidas por la doctrina y el espíritu
católico. Pero después triunfó la herejía y
el error en gran parte del mundo económicamente fuerte de Occidente,
con su espíritu protestante y racionalista. Y fue naturalmente este
mundo triunfante del error y del antihumanismo el autor del prejuicio mundial,
injusto e inicuo que se llama «leyenda negra» y que es sólo
y a la vez anticatólica y antiespañola. No existe en cambio
leyenda negra enemiga de las potencias protestantes. Este hecho tiene una
significación decisiva para cualquier mente honrada que pretenda
valorar con justicia los hechos históricos de las naciones.
* * * La revolución protestante y racionalista, además de proclamar la destrucción de la Iglesia, a la que profesaban un odio creciente, se mostraban como enemigos radicales del orden establecido. El espíritu de la reforma protestante se transmitió después a los poderes públicos, que Lutero expresó con la conocida frase de «cuius regio eius religio». Con lo que no antepuso la religión al Estado sino a la inversa, y reconoció a los príncipes derecho a imponer la creencia a sus súbditos. La ruptura se hizo definitiva e irremediable; y con la paz de Westfalia, en 1648, el bando protestante logró la victoria sobre casi todo el ámbito del centro y norte de Europa, quedando a salvo España y la mayor parte del mundo latino. Muchos historiadores contemporáneos sitúan en la revolución protestante la grave crisis que padece el hombre «moderno» en su conciencia histórica, así como sus mil nefastas secuelas en las diversas formas de materialismo que hoy el mundo padece de manera evidente y trágica. Y como fueron vencedores, escribieron durante mucho tiempo la historia volcando su tremenda carga de prejuicios y de odios con mentiras y calumnias que en muchos casos llegan a lo fantasmagórico. La diana de todos sus ejercicios de tiro fue, en primer lugar, la Iglesia católica. Y también la historia de España, es decir, España misma, por haber sido la campeona generosa y heroica de la causa católica durante siglos. El protestantismo separó
lo espiritual de lo temporal. Ha llegado la teología protestante
a separar del todo la fe de la historia. Lo natural, afirmó, ha
perdido su sentido por el pecado. Con la Redención no hay verdadera
curación y elevación del hombre. Tampoco puede haber Iglesia
como sociedad visible. Si la actividad humana no es elevada desde dentro
por la gracia que cura y eleva al hombre, el Evangelio queda ajeno a la
vida civil. Tal es la clave del pesimismo protestante y de su mundo triste
y aberrante.
-«El Papa se asustó,
porque si la autoridad secular tenía en sus manos la declaración
de tal delito, no sólo se habría producido una intrusión
del Estado en las funciones de la Iglesia, sino que los monarcas podrían
acusar a sus enemigos, falsamente, de desviaciones en la fe, convirtiendo
así la disidencia política en asunto religioso. Un canon
aprobado en 1215 por el IV Concilio de Letrán ordenaba a los obispos
entregar a los herejes convictos y no arrepentidos al "brazo secular".
El papa no tenía facultad para modificar el canon de Letrán,
ni tenía potestad para impedir que el emperador promulgase leyes
extremando el rigor del castigo contra los herejes. Decidió, interpretando
correctamente el texto conciliar, que las autoridades laicas, en uso de
su "potestas", estaban en condiciones de castigar a los herejes, pero retiró
a los obispos la directa responsabilidad de declarar el delito. Cuando
se declarase la herejía o la existencia de herejes, el obispo del
lugar, y sólo el obispo, debería nombrar un tribunal, compuesto
exclusivamente por dominicos, el cual se encargaría de "inquirir",
esto es, comprobar si efectivamente existía el mencionado delito.
De esta palabra, que designaba un procedimiento u oficio, nació
el nombre de Inquisición. Los tribunales inquisitoriales usaron
procedimientos acordes con las costumbres del tiempo, y contra lo que se
ha dicho, fueron mucho más benignos y humanos que los tribunales
civiles de su tiempo. La Inquisición no era un tribunal ni un organismo
sino tan sólo un procedimiento que debía seguirse en los
casos de sospecha de herejía. Lógicamente despertó,
en siglos posteriores, gran animadversión cuando la herejía,
triunfante, retrotrajo sus protestas: de ahí que nunca se haya planteado
la cuestión de manera correcta.
En indudable que la Inquisición
eclesiástica cometió abusos en todo el mundo y, sobre todo,
que provocó un clima de suspicacias que hizo sufrir a muchos inocentes,
incluso a santos canonizados luego por la Iglesia. Pero es imposible formular
un juicio que pretenda ser mínimamente equitativo, si no se acierta
a entender lo que significaba la defensa de la fe, en una sociedad donde
la verdad religiosa se tenía por supremo valor. No olvidemos que
en Ginebra - La Meca de Protestantismo-, Juan Calvino no dudó en
mandar a la hoguera a ilustre descubridor de la circulación de la
sangre, nuestro compatriota Miguel Servet. Y es que la Verdad cristiana,
salvadora del hombre, se tenía entonces por el máximo bien;
y la herejía, que podía perder a los hombres y a los pueblos,
como el peor de los crímenes. Esto le cuesta comprenderlo al «hombre
moderno», a quien no chocará en cambio que la protección
de la salud sea actualmente preocupación primordial de la autoridad
pública y justifique no pocas molestias y restricciones. Pues el
hombre religioso europeo puso en la lucha contra la herejía el mismo
apasionado interés que el «hombre moderno» pone en la
lucha contra el cáncer, la contaminación, o en la defensa
de la salud física o la democracia. Y esto, a la vez que asesina
a millones de seres humanos inocentes no nacidos.
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