Licencia para engañar
Onora O'Neill
1. Examinar y Confiar
Casi todos conocemos la historia del héroe que corteja a una princesa. El padre de ésta se niega a dar su consentimiento y manda al héroe a cumplir peligrosas misiones en tierras distantes. Esta no parece ser una forma ideal de prepararse para el matrimonio, mucho menos para gobernar un reino. La misión tiene como objetivo permitirle al rey juzgar el nivel de compromiso y lealtad del héroe. Si el héroe persiste en su misión, el rey tendrá razones para confiar en él; si princesa y caballero logran mantenerse leales a lo largo de los largos años de separación, cada uno tendrá razones para confiar en el amor y fidelidad del otro y vivirán felices para siempre. Las misiones son exámenes de confianza.
Los exámenes de confianza que practicamos en nuestro día a día son mucho más simples. Una breve conversación, unas cuantas preguntas, una rápida reunión y empezamos a otorgar una confianza que luego re-examinamos, ampliamos o reducimos en la medida que observamos y valoramos el comportamiento del o los otros. Pero ¿cómo podemos examinar a desconocidos e instituciones? ¿Cómo podemos valorar afirmaciones y acciones cuando no podemos hablar con los otros, observarlos, mucho menos enviarlos en largas y peligrosas misiones? ¿Cómo podemos saber que no nos están engañando?
Tal vez estemos de suerte. Después de todo vivimos en una era de tecnologías de comunicación, lo que debería hacer más sencillo examinar a extraños e instituciones, validar credenciales, autenticar fuentes, discriminar a la hora de otorgar nuestra confianza. Desafortunadamente, sin embargo, muchas de las nuevas formas de comunicación no ofrecen una forma adecuada, mucho menos sencilla, de hacer esto. Las nuevas tecnologías de información resultan ideales para transmitir información confiable, pero dislocan los dispositivos que ordinariamente empleamos para juzgar las declaraciones de otros y decidir en dónde situar nuestra confianza.
Cuando los viejos reyes examinaban a los pretendientes de sus hijas la mayor parte de la comunicación tenía lugar cara-a-cara, en dos direcciones. En la era de la información esta comunicación muchas veces se produce entre desconocidos y viaja sólo en una vía. Sócrates se preocupaba por la palabra escrita porque viajaba más allá de la posibilidad de interrogación y revisión, y por lo tanto más allá de la confianza. Nosotros podemos preocuparnos razonablemente no sólo por la palabra escrita, sino también por la radio, el cine y la televisión. Estas tecnologías están diseñadas para una comunicación unidireccional, donde la interacción es mínima. Aquellos que las controlan y usan pueden o no ser dignos de nuestra confianza. ¿Cómo podemos entonces examinar lo que nos están diciendo?
2. Confianza y consentimiento informado
El consentimiento informado es una característica fundamental de la confianza entre desconocidos. Por ejemplo, cuando comprendo como funciona un plan de pensiones, una hipoteca o un complejo procedimiento médico, y soy libre para elegir o rechazar, expreso mi confianza dando un consentimiento informado. También otorgamos consentimiento informado en muchas de nuestras transacciones cara-a-cara, aunque no siempre nos damos cuenta. Compramos naranjas en el mercado, intercambiamos direcciones con nuevas amistades, nos sentamos en una peluquería para que nos corten el pelo. Puede sonar pomposo referirse a esas transacciones cotidianas como algo basado en el consentimiento informado: y sin embargo en cada una de ellas asumimos que la otra parte no nos obliga ni nos engaña. Retiramos nuestra confianza rápidamente si nos venden naranjas podridas, o si a propósito nos dan una dirección equivocada, o si nos hacen víctimas a la fuerza de un corte de pelo estilo mohicano. La confianza de todos los días se ve notablemente dañada por el engaño y la coherción.
El consentimiento informado está supuesto a garantizar nuestra autonomía individual o independencia. Pero creo que esta forma tan popular de ver las cosas resulta algo oscura, ya que aquí entran en juego muchas visiones diferentes de autonomía. Algunos identifican autonomía individual con elección espontánea. Una de mis estudiantes en Nueva York una vez decidió desnudarse y marchar por Broadway con un grupo de estudiantes varones y de esta forma se convenció a sí misma que era autónoma. Por lo menos había demostrado que podía actuar retando las convenciones, y probablemente a sus padres, pero difícilmente a sus contemporáneos hombres. Su excéntrica decisión no acarreó graves consecuencias, pero en otras ocasiones la elección espontánea puede ser dañina o desastrosa.
Otros identifican autonomía individual no con elección espontánea sino con elección deliberada. Pero la elección deliberada tampoco es una garantía. Para mí, la verdadera importancia del consentimiento informado tiene poco que ver con la forma en la que elegimos. El consentimiento informado es igual de importante cuando tomamos decisiones tímidas y convencionales que cuando lo hacemos de forma apurada e irreflexiva. El consentimiento informado importa simplemente porque demuestra que una transacción no se basó en el engaño o la coherción.
El consentimiento informado es por lo tanto siempre importante, pero no es la base de la confianza. Por el contrario, presupone y expresa confianza, la que ya tenemos que haber otorgado para valorar la información que nos es proporcionada. ¿Debo operarme como me lo proponen? ¿Debería comprar este auto o esta computadora? ¿Es genuina esta oferta que me llegó por Internet? En cada caso necesito valorar lo que me es ofrecido, pero puede que sea incapaz de juzgar la información completamente por mi cuenta. El juicio experto de otros pueden ayudarme a cerrar la brecha: puedo basarme en el cirujano que explica la operación, o en el colega que sabe acerca de autos, computadoras o compras por Internet. Pero al basarme en otros ya le otorgué confianza a mi consejero. Como señalaba Francis Bacon, “la mayor confianza entre los hombres es la confianza de dar consejos”. Cuando empleamos la ayuda de amigos o expertos igual tenemos que decidir por nosotros mismos donde poner nuestra confianza. Para esto necesitamos identificar y encontrar información confiable. Y esto puede ser tremendamente difícil en un mundo de comunicación unidireccional.
3. Confianza y los medios de comunicación
La información hoy es abundante, pero a menudo se mezcla con información no veraz y una pizca de desinformación. En estas condiciones chequear los hechos y examinar lo que vemos y oímos puede ser una tarea difícil. Hay, por supuesto, algunos casos fáciles: podemos comprobar la exactitud del reporte del tiempo esperando por el día siguiente; podemos denunciar a los supermercados que no venden sus productos a los precios anunciados. Pero hay casos en que resulta más difícil: ¿cómo pueden los padres decidirse por una nueva vacuna o rehusarse a ella? ¿Cómo podemos decir si un producto o un servicio compensarán por su precio? Y sin embargo para asuntos diarios y prácticos necesitamos otorgar nuestra confianza a extraños y algunas instituciones, y rechaza a otras. ¿Cómo podemos hacerlo bien?
Está claro que es lo que necesitamos. Necesitamos formas para distinguir a los informantes dignos de confianza de aquellos que no lo son. Y hemos tratado de hacer esto posible promoviendo una revolución en rendición de cuentas y exigencias de transparencia en la vida pública. En otra parte he sostenido que necesitamos mecanismos de rendición de cuentas más inteligentes, y que necesitamos enfocarnos menos en grandiosos ideales acerca de la transparencia y más en limitar el engaño. ¿En realidad nos benefician estrictos mecanismos de rendición de cuentas? ¿Nos beneficiamos de las indiscriminadas demandas de transparencia? No estoy tan segura. Pienso que la excesiva regulación puede afectar negativamente el desempeño profesional y los standards en la vida pública, y que en nuestra búsqueda de transparencia podríamos terminar aceptando e incluso alentando el engaño.
Mientras tanto, algunas poderosas instituciones y profesiones han evitado no solo los aspectos excesivos, sino también los lógicos de las revoluciones en rendición de cuenta y transparencia. El ejemplo más evidente son los medios de comunicación, en especial los medios escritos, los que al tiempo que se preocupan por la poca confianza que merecen otros han escapado a las demandas de rendición de cuentas (exceptuando la disciplina financiera establecida por la legislación corporativa y las prácticas contables). [En países como Inglaterra] esto es menos cierto en el caso de la radio y televisión terrestre, los que están sujetos a regulación y legislación. La BBC también dispone de una serie de regulaciones que incluyen compromisos con la imparcialidad, exactitud, trato justo, obligación de proporcionar una imagen completa de la realidad, independencia editorial, respeto a la privacidad, standards de buen gusto y decencia, si bien no voy a afirmar aquí que estos compromisos son cumplidos al pie de la letra.
Los editores y periodistas que trabajan en prensa escrita no están sujetos a la rendición de cuentas de esta manera. La excelencia periodística y la redacción precisa se mezclan con edición y reporteo que especula, miente, caricaturiza, señala con el dedo, avergüenza y culpabiliza. Algunos reporteros “cubren” (o debería decir “descubren”) un impresionante volumen de trivialidades; algunos engañan, otros denigran, otros llegan al borde de la difamación. En este curioso mundo, los compromisos con un periodismo confiable son erráticos: no existe vergüenza en escribir sobre asuntos que van más allá de la competencia de los reporteros, en redactar titulares engañosos, en omitir asuntos de interés e importancia públicos, o en recircular las especulaciones de los otros como “noticias”. Por encima de todo ello, no existen requerimientos que obliguen a poner la evidencia al acceso de los lectores.
Para aquellos de nosotros que tenemos que depositar nuestra confianza con cuidado en un mundo complejo resulta desastroso que no podamos evaluar al periodismo. ¿Si no podemos confiar en los reportes de la prensa, como podemos decidir si confiar o no en aquellos sobre los que reportan? Una prensa erráticamente confiable o que no puede ser evaluada puede no importarle tanto a aquellos privilegiados que disponen de otras fuentes de información: estos pueden decir que historias se acercan a la realidad y cuales son confusas, viciadas o simplemente falsas; pero para la mayoría de los ciudadanos es un asunto importante. ¿Cómo podemos saber si los periódicos, web sites y publicaciones que afirman ser “independientes” no están, en realidad, promoviendo alguna agenda? ¿Cómo podemos decir si y cuando estamos siendo víctimas de exageración, manipulación, falsedad o desinformación? Hay abundante periodismo más o menos preciso, pero eso representa un escaso consuelo para los lectores que no pueden decir cuáles son los pedazos confiables. Lo que necesitamos es un periodismo que podamos evaluar y revisar: lo que recibimos pocas veces puede ser evaluado o revisado por no-expertos. Si los medios engañan, o si sus lectores no pueden evaluar su trabajo, las fuentes del discurso y la vida pública terminan envenenándose. Las nuevas tecnologías de la información pueden ser anti-autoritarias, pero curiosamente a menudo se emplean en formas que son anti-democráticas. Erosionan nuestra capacidad para juzgar a los otros y a sus afirmaciones y para depositar nuestra confianza.
4. Libertad de prensa en el siglo XXI
Por lo tanto, si queremos examinar la supuesta “crisis de confianza” por la que estamos pasando, no basta con disciplinar al gobierno, la empresa privada o las profesiones – o a todos ellos. También se hace necesario desarrollar una cultura pública más robusta, en la que posibilidad de publicar información no veraz y desinformar, y aquella de escribir de forma que los otros no tengan la oportunidad de examinar lo escrito, se vea limitada y penalizada. Pero, ¿podemos hacer esto y al mismo tiempo mantener una prensa libre?
Puede que ocupemos tecnologías de comunicación del siglo XXI, pero todavía reivindicamos concepciones acerca de la libertad de prensa que provienen del siglo XIX, en especial las de John Stuart Mill. La maravillosa imagen de una prensa libre que le canta las verdades al poder y la imagen de los periodistas investigativos como tribunas del pueblo pertenece a esas épocas más peligrosas y heroicas. En las democracias esa imagen es obsoleta: la mayor parte del tiempo los periodistas enfrentan pocos peligros y la prensa no corre el riesgo de ser clausurada. Por el contrario, la prensa ha adquirido un poder incuestionado que otros no pueden igualar.
Sin embargo para mi sorpresa, y en última instancia para mi alivio, los argumentos clásicos acerca de la libertad de prensa no endosan, mucho menos requieren, de un poder incuestionado. Una prensa libre puede y debe ser una prensa que rinda cuentas.
Rendición de cuentas no significa censura: la preclude. Nadie debe dictar que puede ser publicado y que no, más allá de algunos pocos requerimientos destinados a proteger la seguridad pública, la decencia y talvez la privacidad personal. Pero la libertad de prensa no requiere de una licencia para engañar. Como Mill, queremos que la prensa tenga la libertad necesaria para buscar la verdad y cuestionar las perspectivas aceptadas. Pero el periodismo que busca la verdad o (más modestamente) aquel que trata de no engañar, necesita disciplinas y standards internos que lo hagan evaluable y criticable por parte de sus lectores. No hay argumentos para una licencia para difundir confusión u obscurecer la verdad, para arrollar al público con una “sobrecarga de información”, o todavía peor una “sobrecarga de información no veraz”, mucho menos para practicar la desinformación.
Como Mill, podemos defender apasionadamente la libertad de expresión de los individuos y la libertad de la prensa para representar las opiniones y puntos de vista de los individuos. Pero la libertad de expresión es para los individuos, no las instituciones. Tenemos excelentes razones para permitir a los individuos expresar sus opiniones incluso si estas son inventadas, falsas, tontas, irrelevantes o simplemente locas, pero difícilmente para permitir a poderosas instituciones hacer lo mismo. Y sin embargo estamos peligrosamente cerca de un mundo en el que los conglomerados mediáticos actúan como si ellos también tuvieran irrestrictos derechos a la libertad de expresión y por lo tanto una licencia para caricaturizar y burlar, mal-representar o silenciar, los puntos de vista que no comparten o no les importan. Si les concedemos incondicionalmente esos derechos entonces les estamos concediendo el derecho para socavar la capacidad de los individuos para juzgar por ellos mismos y para depositar bien su confianza, en otras palabras, el derecho para socavar la democracia.
Como Mill, podemos apoyar la libertad de discutir y pensar que es fundamental para la democracia y por ello apoyar la libertad de la prensa para estimular lo que en Estados Unidos no dudan en llamar “un debate robusto y abierto a todos”. Pero por esa misma razón no podemos apoyar el derecho de los conglomerados mediáticos para orquestar un “debate” público en el que algunas o muchas voces sean mal-representadas o caricaturizadas, en el que la información no veraz pueda circular sin corrección y en el que las reputaciones puedan ser magnificadas o destruidas selectivamente.
Una prensa libre no es un bien incondicional. Es un bien porque y en la medida en que ayude al público a explorar y confrontar opiniones y a juzgar por si mismo en quien y en que creer. Si permitimos que poderosas instituciones publiquen, circulen y promuevan material sin indicar que es lo que se sabe y que es un rumor; que proviene de una fuente confiable y que es invención; que es análisis y que es especulación; que fuentes pueden saber sobre un tema y cuales probablemente no, entonces les permitimos dañar nuestra cultura pública y nuestras vidas. El debate público de calidad no sólo tiene que ser accesible, sino también evaluable por sus audiencias. La prensa es muy buena haciendo el material accesible, pero errática a la hora de hacerlo evaluable. Esto puede explicar por que las encuestas de opinión indican que el público británico dice confiar menos en los periodistas de periódicos que en cualquier otra profesión.
5. Comunicación evaluable y autonomía kantiana
Las concepciones tradicionales acerca de la libertad de prensa tienden a asumir que derechos y deberes son independientes unos de otros. Pero de hecho no existen derechos sin obligaciones y deberes. Respetar esas obligaciones, cumplir con nuestros deberes, es algo tan vital para las comunicaciones como para cualquier otra actividad. Por lo menos tenemos la obligación de comunicar de una forma que no destruya ni socave la posibilidad de los otros para comunicarse. Pero los que engañan hacen exactamente eso. Comunican en forma que los otros no pueden compartir y seguir, evaluar y revisar, y por lo tanto dañan la comunicación y acción de los otros. Socavan la confianza en la que la misma comunicación se basa: se aprovechan de la confianza y la confiabilidad de los otros.
El deber de no engañar le debe más a la noción clásica de autonomía esbozada por Emmanuel Kant que a las discusiones sobre la autonomía individual de John Stuart Mill. La autonomía kantiana tiene que ver con actuar en base a principios que pueden ser compartidos por todos, garantizar que no tratamos a los otros como menores –de hecho víctimas- cuyas capacidades para compartir nuestros propios principios estamos en libertad de limitar. Si engañamos, convertimos a los otros en nuestras víctimas, socavamos o distorsionamos sus posibilidades para actuar y comunicar. Arrogantemente basamos nuestra propia comunicación y acción en principios que destruyen la confianza, limitando así la posibilidad de acción de los otros. Hay varias cosas que hacen a ciertas formas de comunicar inaceptables: amenazas pueden intimidar y forzar, la injuria puede lastimar. Pero el mal más común a la hora de comunicar es el engaño, el que socava y daña la capacidad de los otros para juzgar y comunicar, para actuar y depositar su confianza. El deber de rechazar el engaño es un deber que nos corresponde a todos: individuos y gobierno, instituciones y profesiones –incluyendo a los medios y a los periodistas.
En la actualidad el público dispone de pocos mecanismos confiables para detectar cuando el periodismo está engañando o no. Y podemos mejorar las cosas sin incurrir en la censura y sin imponer trabas regulatorias del tipo excesivo y centralizado que nos están fallando en otros lados. Mucho podría cambiar con cambios de tipo procedimental, por ejemplo exigiendo a dueños, editores y periodistas el declarar intereses financieros y de otro tipo (incluyendo conflictos de interés), diferenciando entre opinión y reportaje, o estableciendo penalidades por recircular rumores hechos públicos por otros sin proporcionar y por lo tanto revisar la evidencia. El “periodismo de chequera” podría ser reducido estableciendo obligaciones para revelar dentro de cualquier “historia” quien le pagó cuanto a quien por cual “contribución”. Le dejo a ustedes la tarea de pensar como garantizar que los periodistas no publiquen “historias” que no están basadas en ninguna fuente, mientras pretenden que están protegiendo a una.
Sólo en la medida en que construyamos una cultura pública, y especialmente una cultura mediática en la que podamos confiar más en que los otros no nos van a engañar, seremos capaces de decidir en quien y en que podemos depositar nuestra confianza. Si no nos preocupamos por los standards de la prensa, cierta cultura de sospecha persistirá. Para fines prácticos todavía le otorgaremos algo de confianza, pero lo haremos con dudas y con recelo. La cultura de sospecha que existe en la actualidad no puede ser eliminada convirtiendo a todos, excepto a los medios, en sujetos confiables. Para restaurar la confianza necesitamos no sólo personas e instituciones dignas de confianza, sino razones evaluables para confiar y desconfiar. Esto no se puede lograr sobre la base de sospechas, recirculándolas una y otra vez, sin proporcionar evidencia.
Decimos que queremos poner fin a la supuesta crisis de la confianza pública que caracteriza nuestra época y hemos tratado de hacerlo obligando a más instituciones y profesiones a rendir cuentas para hacerlas más confiables. En estas conferencias he confrontado tanto el diagnóstico como el remedio. Es posible que constantemente expresemos nuestras sospechas, pero no estoy tan convencida que hallamos dejado de confiar en los demás: eso puede ser de hecho una forma imposible de vivir. Podemos buscar constantemente como hacer a los demás más dignos de confianza, pero algunos de los regímenes de rendición de cuentas y transparencia desarrollados a lo largo de los últimos 15 años más que reforzar la confianza pueden afectarla. Los métodos intrusivos que hemos empleado para revertir la supuesta crisis incluso pueden, si las cosas salen mal, hacer que ésta se haga realidad.
Si queremos evitar esa espiral desafortunada necesitamos pensar menos en la rendición de cuentas a través de procesos de micro-administración y control central y más acerca de buena gobernabilidad; menos acerca de transparencia y más acerca de limitar el engaño. Si queremos restaurar la confianza tenemos que empezar a comunicarnos de formas que estén abiertas a la evaluación, y para hacer esto necesitamos repensar la forma adecuada de libertad de prensa. La prensa no tiene una licencia para engañar; y no existen razones para pensar que la necesita.
Este texto corresponde a la quinta ponencia del ciclo de conferencias “Una cuestión de confianza” impartidas por O’Neill en el marco de las Reith Lectures de la BBC durante el año 2002.
El ciclo entero de conferencias está disponible aquí. (Audio y textos originales en ingles).
A Question of Trust también fue publicado como libro por Cambridge University Press: O’Neill, Onora (2002). A Question of Trust. Cambridge University Press, Cambridge.
Universidad de Cambridge