El impacto regulatorio de la globalización:
Una aproximación desde las comunicaciones.
Arturo Wallace-Salinas
Introducción
Afirmar que las profundas transformaciones tecnológicas que caracterizan al sector de las comunicaciones implican grandes retos para la forma y el fondo de los actuales mecanismos regulatorios no es decir nada nuevo. Tampoco resulta novedoso sostener que la naturaleza transnacional de los medios de comunicación emergentes, y la evidente globalización de los mercados mediáticos, obligan a una revisión del papel de los estados-nacionales. Demasiado a menudo ambas realidades nos han sido presentadas como un argumento inapelable a favor de la desregulación. Y sin embargo, los evidentes retos que acompañan al proceso de innovación tecnológica, y la necesidad de repensar el estado-nación en el contexto del proceso de globalización, de ninguna manera obligan a una suscripción acrítica de las tesis neoliberales y su confianza absoluta en el mercado. Por el contrario, las lecciones aprendidas después de más de diez años de programas económicos de inspiración neoliberal en América Latina, sugieren, cuando menos, la necesidad de una revisión más cuidadosa del papel del Estado, en especial en los denominados "países en vías de desarrollo".
En este sentido, la sintomática centralidad de las comunicaciones en los procesos de privatización, identificada por Barbero (1996:59) como un componente central de la experiencia latinoamericana, también exige una revisión profunda de los propósitos y objetivos de las políticas de comunicación y una actualización urgente de su marco regulatorio en el que esas políticas son materializadas. Una revisión que se hace todavía más necesaria en la medida en que, como bien sostiene Murdock, "Cada vez se vuelve más claro que el tema de los derechos comunicativos […] debe constituir un elemento central de cualquier definición de ciudadanía plena en una democracia compleja" (Murdock, 1999: 28).
El tema de la relación entre comunicación y ejercicio de la ciudadanía es objeto de una discusión más amplia en la tercera sección de este ensayo. Por lo pronto me interesa destacar que vincular del tema de la comunicación con el concepto de ciudadanía, tal y como lo hace Murdock, es sugerir que las políticas de comunicación deben ser vistas como un espacio estratégico orientado a la creación de las condiciones para "participar plenamente en los actuales patrones de vida social, política y cultural y ayudar a definir su forma futura" (Murdock, 1999: 29). Esta vinculación también implica la reivindicación de un rol todavía fundamental para el Estado. En las palabras de los participantes en la "Quinta Mesa Redonda sobre Comunicaciones Internacionales" del Aspen Institute "dado que los valores públicos dependen de una infraestructura de comunicaciones saludable, los gobiernos no tienen la opción de no hacer nada" (Aspen Institute, 2000: 1). O, como bien dicen Collins y Murroni: en la medida en que aún se necesita traducir los beneficios de la inovación, eficiencia y un sector privado dinámico (vinculados a la privatización y la competencia) en derechos y capacidades para que todos los ciudadanos puedan participar plenamente en la vita política, económica y social, "todavía existe un lugar indispensable para la regulación de la comunicación y la intervención pública en los mercados mediáticos" (1996: 182).
Cierto tipo de intervención estatal está de por sí justificada por la necesidad de balancear los intereses, muchas veces contradictorios, de productores, consumidores y usuarios de los diferentes medios y servicios de comunicación. En ese sentido es importante reconocer que, más allá de la confianza que estemos dispuestos a depositar en "la mano invisible del mercado", la mediación de intereses conflictivos de los diferentes actors sociales sigue siendo una de las funciones naturales del Estado. Y, al mismo tiempo, tampoco se puede negar que el aparato estatal también juega y ha jugado históricamente un papel activo en la provision de aquellos servicios fundamentales para el ejercicio de la ciudadanía, como por ejemplo la educación.
Sin embargo, incluso un defensor más fiero del intervencionismo estatal, debe ser también capaz de reconocer los problemas y limitaciones enfrentados por los estados-nacionales en virtud de la esencia "a-nacional" de muchos de los nuevos medios de comunicación y de la naturaleza transnacional de los principales actores que intervienen en el sector. Más todavía, todos debemos reconocer que esas limitaciones se ven agravadas tanto por la falta de recursos como por las profundas desigualdades y dolorosas asimetrías que caracterizan el proceso de globalización (asimetrías que también son evidentes en la composición y funcionamiento de las diferentes instancias internacionales que intentan hacer frente a los problemas generados por la naturaleza global de las modernas interacciones sociales). Y, al mismo tiempo, resulta obvio que diferentes preguntas vinculados a temas de soberanía, legitimidad y especificidades nacionales, tienden a obstruir cualquier posible consenso en torno a la idea de una "regulación global". Como resultado, surgen serias dudas acerca de la naturaleza democrática de dichas instituciones internacionales y sobre su capacidad para influir en las dinámicas "naturales" del proceso de globalización.
En este contexto, el propósito de este ensayo es el de argumentar que el Estado-nación sigue constituyendo el espacio estratégico desde donde debemos afrontar los problemas actualmente enfrenta la regulación de la comunicación. Esto es todavía más cierto si colocamos la noción de "ciudadanía" en el centro de las políticas de comunicación que deberían influenciar cualquier aproximación regulatoria. Sin embargo, también quiero sostener que ante la promesa de una sociedad global y ante los multiple problemas planteados por el proceso de globalización, la centralidad del concepto de "ciudadanía" tambien evidencia la necesidad de repensar radicalmente la lógica detrás de la regulación nacional. Esta revisión debe ser el primer paso hacia una "democracia cosmopolita" (ver Archibugi y Held, 1995) verdaderamente efectiva y basada en algo más que simples premisas éticas o el funcionamiento de instituciones internacionales poco democráticas, poco transparentes, altamente burocráticas y discutiblemente efectivas. Es también una condición para un recate efectivo del ideal Kantiano de una "derecho cosmopolita". En este sentido (y me imagino que poco sorprendentemente, dado el 'abuso' al que he sometido al término durante los últimos párrafos) este es un argumento en favor de lo que se podría denominar el "Estado-nación cosmopolita", definido como aquel Estado que reconoce que sus responsabilidades (y las de sus ciudadanos) no está limitada a un territorio determinado, y refleja está convicción en sus políticas nacionales y su marco regulatorio.
En otras palabras, este ensayo está interesado más en el impacto general de la globalización sobre la regulación que en las implicaciones particulares de este proceso para la regulación de las comunicaciones, aunque trataré de articular mis planteamientos alrededor de un concepto básico de la regulación de las comunicaciones, como es el de "servicios universales".
Es evidente que las ideas aquí expresadas abren una vasta agenda que solopuede ser abordada superficialmente en estas páginas. Sin embrago, es mi parecer que no es posible delimitar el tema todavía más si se quiere evaluar correctamente el impacto regulatorio de la globalización en el llamado "tercer mundo".
Repensando lo ya re-pensado
Un argumento común en la evaluación del actual marco regulatorio de las comunicaciones, sobre todo en los países industrializados, es que hemos pasado de una situacion de escasez del espectro radioeléctrico a una realidad de abundancia gracias al desarrollo tecnológico. Como señala Waverman (L), "el número de servicios que pueden ser ofrecidos a través de los nuevos y multiples sistemas de distribución [i.e. cable de cobre, cable coaxial, fibra óptica, microondas, tecnolgía satelital] se está expandiendo rápidamente".
La mayor parte del tiempo esta abundancia es sinónimo de convergencia ("En la Internet no se trasnmite 'voz' o 'television', solamente hay bits" (Waverman, Op.Cit)) y también se la vincula con la naturaleza desterritorializada de los medios emergentes ("Internet no conoce de fronteras naturales" (Ibid)). Esta forma de ver las cosas, sin embargo, tiende demasiado hacia el "determinismo tecnológico". Parece no tomar en cuenta que en el fondo "los medios no son objetos fijos que tienen bordes naturales. Son complejas construcciones de hábitos, creencias y procedimientos situados en elaborados códigos de comunicación"(Marvyn, 1998). Necesitamos entenderlos no como simples objetos sino como prácticas y procesos. Y estas prácticas y procesos tienen lugar en realidades concretas. Por lo tanto, la promesa de la abundancia no es nada más que eso: una promesa que para convertirse en realidad requiere de mucho más que la simple viabilidad tecnológica. No se cumple naturalmente. Desde esta perspectiva, se hace possible hablar de un "mito de la abundancia". Desde esta perspectiva, Internet si conoce de fronteras, que se dibujan paralelas a los patrones de exclusión y probreza que caracterizan la sociedad mundial. Mody (1999) por ejemplo, nos recuerda que tres cuartas partes de la población mundial vive en países en vías de desarrollo donde el consumo de energía promedio es de 8 kilowatios/hora por año, comparado con los aproximadamente 8 mil kilowatios/hora por año que consumen en promedio sus pares del mundo insdustrializado. Tambien señala que la mitad de la población mundial nunca ha hecho una llamada telefónica. Un reporte reciente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2000:23), indica que un profesor de secundaria en Nicaragua necesita el equivalente de más de su ingreso anual para poder comprar una computadora, mientras que un colega en los Estados Unidos necesita menos que su salario mensual.
Donde si podemos coincidir con Waverman y los demás, es en que esas fronteras no son estrictamente nacionales. Sassen (2000:71) señala "la formación, por lomenos incipiente, de un sistema urbano trasnacional" en el que ciertas ciudades o barrios tienden, al menos en parte, "a estar desconectadas de su región o incluso nación". Las "ciudades globales" identificadas por Sassen juegan un rol estratégico en la economía global; y si bien pueden estar ubicadas en "la periferia", las cifras que sirven como indicadores de la penetración de las nuevas tecnologías o la disponibilidad de recursos financieros parece decir otra cosa.
Sin embargo, como sostiene Sassen, junto y dentro de esas ciudades también se puede apreciar "un vasto territorio que cada vez se vuelve más periférico, más excluido […] una nueva geografía de centralidad y marginalidad".
Una vez más los ejemplos saltan a la vista: residenciales amurallados separados de vecinos "indeseables" por verjas, guardias de seguridad y la evasión facilitada por la televisión por cable; servicios de salud, educación y opciones de entretenimiento radicalmente diferentes en función del ingreso; una población que a pesar de ser mayoritaria no figura en las interacciones, preocupaciones y rutinas de otros con los que sin embargo comparte un espacio...Probablemente no sea necesario que una profesora de la Universidad de Chigago nos describa esa realidad... Quiero, sin embargo, llamar la atención sobre la importancia que Sassen le asigna al lugar en su análisis de las implicaciones de los procesos globales. Esto hace más fácil el reivindicar la existencia de instituciones con responsabilidades concretas a la hora de confrontar los problemas que se producen en localidades específicas. Llamamos a esas instituciones gobiernos, o, desde una perspectiva más amplia, estados-nacionales. La competencia y responsabilidad de esos estados es todavía más evidente en la medida en que esas dinámicas de exclusión cuestionan el ejercico mismo de ciudadanía, que confiere legitimidad a los mismos estados o gobiernos.
Comunicaciones y Ciudadanía:
Como se señaló en la introducción de este ensayo, hay bases más que solidas para reivindicar la centralidad de las comunicaciones para cualquier concepto de "ciudadanía". Como sostiene Feintuck (1997), "En el corazón de la teoría liberal-democrática está el concepto de ciudadanía. Si por ciudadanía entendemos la articpación efectiva en la sociedad, podemos afirmar que en una era en la que la participación efectiva depende cada vez más en el acceso a los medios como la principal arena para la comunicación política y cultural, el acceso a los medios se ha vuelto en sí mismo un prerequisito para una ciudadanía efectiva" . Para Feintuck y muchos otros, el acceso a los medios no solo es un componente esencial de ciudadanía sino también para la inclusión social. Desde esta perspectiva, la centralidad de las comunicaciones para el pleno desarrollo de nuestro potencial como ciudadanos también es presentado como una racional para una adopción más rápida de nuevas tecnologías. Como nos recuerdan Calabrese y Burgelman (1999:5), "Se nos ha dicho que la evolución hacia una sociedad de la información es absolutamente esencial para mejorar las cosas y para permitirnos ser mejores ciudadanos".
Todo esto coloca, obviamente, el tema del acceso en el centro del debate sobre políticas de comuniación. Coherentemente, obliga a una revisión del principo de la obligatoriedad de la provisión de servicios universales.
Collins y Murroni (1996:76) definen la regulación en torno a los servicios universales en comunicación como "el conjunto de reglas impuestas a los proveedores de aquellos servicios identificados como parte de los derechos comunicacionales de los ciudadano que tienen como objeto garantizar que los mismos estén disponibles a todos a un costo accesible". Como ellos señalan, "muchos países desarrollados disponen de una penetración casi universal de los servicios claves, por lo que el tema de los servicios universales puede parecer irrelevante. Pero no es así". Sin embargo, si las discusiones en los países industrializados pueden darse el lujo de girar en torno a cuáles de los nuevos medios deben ser considerados como proveedores de "la información necesaria para participar plenamente en la vida económica, política y social" (Collins y Murroni, Op.Cit), en los paises en vías de desarrollo, como ya vimos, el problema yace en la capacidad para consturuir una infraestructura capaz de garantizar los derechos comunicacionales más básicos para una mayoría significativa de los ciudadanos.
El paradigma neo-liberal dominante parece descartar cualquier participación directa del estado en la provisión de servicios de comunicación. De hecho, muchos estados con dificultad disponen de los recursos necesarios para mantener el ritmo del actual desarrollo tecnológico. Sin embargo, las leyes del mercado también descartan una rápida inclusión de los millones de excluidos que no pueden aspirar a ser considerados siquiera como potenciales consumidores. Y sin embargo estamos hablando aquí de la exclsuión del ejercicio de sus derechos como ciudadanos, que son, después de todo, los que le confieren legitimidad a cualquier estado. En este contexto, el estado no se puede permitir el esperar hasta que el desarrollo económico que se supone asegurará el libre mercado empiece a beneficiar al resto de la sociedad. Para el estado, esperar sin hacer nada sería igual a contribuir a debilitar su legitimidad. Este es, se asume, el espacio para la regulación: a través de esta se obliga a los proveedores de servicios básicos a cumplir con determinadas condiciones, como por ejemplo la obligación de servicio universal.
Sin embargo, en un contexto en el que la mera posibilidad de ser explotado "ha llegado a convertirse en un privilegio" (Hinkelammert, 1990), las dudas acerca de la verdadera capacidad de ciertos estados-nacionales para imponer incluso las mínimas condiciones son más que naturales. Las condicionalidades atadas a los prestamos y créditos de los organismos financieros internacionales, que en muchos países constituyen un porcentaje más que significativo de la inversión nacional, lo hacen todavía más difícil. Estas condiciones generalmente incluyen una rápida privatización de los servicios de telecomunicación, la que generalmente sólo resulta posible con la participación de grandes empresas transnacionales. Estas compañías transnacionales son en muchos casos más ricas, más poderosas, y más influyemtes que muchos estados-nacionales. Son ellas (las corporaciones) las que pueden imponer sus condiciones.
Como dice Beck (2001), este es un mundo donde "solo hay algo peor que ser abusado por una gran multinacional: no ser abusado por una gran multinacional". Y es precisamente en el contexto de esto que Sassen (1999) denomina una "nueva geografía del poder" que debemos revisar radicalmente las responsabilidades inherentes a todo el sistema de estados-nacionales.
Re-pensando el alcance del Estado-Nación
Muchos autores han cuestionado la idea del debilitamiento del estado-nación en el contexto de la globalización. En un ensayo particularmente popular a raíz de los ataques del 11 de Septiembre, Huntington reconoce que "Los estados-nacionales continuarán siendo los actores más poderosos en los asuntos mundiales" (2000:27). Pero nuevos tiempos requeiren de nuevos actores. En este sentido, Sassen (1999:26) sostiene que "el problema no es si las nuevas instituciones internacionales y los nuevos actors económicos llegarán a sustituir a los estados-nacionales, sino más bien la posibilidad de cambios significativos en el sistema de estados". Su argumento se basa en el hecho que si bien "la desregulación se ha convertido en un mecanismo crucial para negociar la yuxtaposición de lo global y lo nacional"(2000:72), igual de cierto es que "el capital global ha hecho exigencias a los estados-nacionales y estos han respondido produciendo nuevas formas de legalidad que facilitan las actividades económicas transfronterizas" (1999:26).
Esto plantea interesantes preguntas: ¿sería, entonces, posble que los estados-nacionales produzcan nuevas formas de legalidad destinadas a garantizar los derechos básicos, no del capital global, sino de la población global? ¿Deberían hacerlo?
Mi argumento es que la respuesta a ambas preguntas debe ser "si". En el contexto de este ensayo esto significa que todo el sistema de estados-nacionales debe jugar un papel activo para limitar las asimetrías que hacen que ciertos estados sean incapaces de regular efectivamente en el contexto de sus relaciones con las corporaciones transnacionales y otros actores globales. Dicho en palabras más simples, significa que los estados-nacionales deberían buscar como garantizar que las obligaciones positivas que tienen que ser satisfechas en su territorio (por ejemplo, la obligatoriedad en la provisión de servicios universales) sean, en principio, también de obligatorio cumplimiento para sss empresas cuando estas participen en otros mercados.
Está claro que este planteamiento resulta altamente problemático a varios diferentes pero hay sin embargo poderosos argumentos éticos que lo respaldan (ver Kung, 2000). En el fondo, este es un tema que tiene que ver con la viabilidad de la globalización como un proyecto de inclusión o exclusión. Al mismo tiempo, sin embargo, este tema también puede ser visto como una discusión vinculada con la efectividad y por lo tanto la legitimidad y viabilidad de los estados-nacionales y su posibilidad de constituirse en instituciones efectivas y legítimas para la era global. Es decir, el insistir que la regla de oro de la ética (es decir, "haz con los otros lo que te gustaría que te hicieran a tí") debe traducirse en "lo que asumes como un derecho esencial para ts ciudadanos, trata de garantizarlo para los demás" no es solo un asunto de principios.
Como sostiene Sassen (1999:17), el hecho que "la mayoría de los procesos globales se materialicen en territorios nacionales" no nos permite asumir que "sólo porque una transacción tiene lugar en un territorio nacional y en un marco institucional nacional, es ipso facto nacional". Precisamente, y sin importar la de conciencia que tengamos de las consecuencias de nuestros diferentes actos, ya es imposible no aceptar que las repercusiones de una buena parte de las interacciones humanas tienen un caracter global. Un ejemplo destacado es el del medio ambiente. La migración es otro. Las responsabilidades que un estado tiene para con sus ciudadanos no pude por lo tanto limitarse a lo que ocurre dentro de sus fronteras. De hecho, no puede limitarse a sus ciudadanos. Como argumenta Held (1995:99) "El problema es que comunidades nacionales no simplemente toman decisions e impulsan políticas que los afecten exclusivamente, y los gobiernos no simplemente determinan lo que es correcto o apropiado para sus propios ciudadanos".
Sin embargo, los cada vez más evidentes esfuerzos de los gobiernos nacionales en asumir un rol activo en los asuntos globales son abordados como un asunto de "política exterior" y, como tales, subsidiarios de los "intereses nacionales".Demasiado a menudo las tensiones entre lo nacional y lo global se resuelven en función de la errada concepción de un "juego de suma cero". Es decir, la convicción de que lo que se pueda alcanzar a nivel global tiene como consecuencia péridas al nivel nacional y viceversa. Bajo esta lógica, que es la que ha llevado a los EEUU a negarse a ratificar el tratado de Kyoto, por ejemplo, los estados nacionales se siente obligados a proteger sus "intereses nacionales" sin comprender que en el largo plazo sus intereses son los mismos que los del resto del globo. En la práctica, esto significa que los estados participan activamente en esfuerzos destinados a extender o proteger sus intereses (los intereses de sus ciudadanos y sus compañías), pero muy rara vez en iniciativas destinadas a asumir sus responsabilidades. Como resultado, la globalización resulta ser un proceso lleno de discursos contradictorios que, para una buena parte de la población mundial, tiene el amargo sabor de la exclusion. Por otra parte, las instituciones internacionales que intentan proveer de un terreno común para enfrentar las preocupaciones globales no logran escapar a las dinámicas impuestas por esos, sus miembros más significativos (los estados-nacionales). Estas instituciones también replican las asimetrías existentes entre los diferentes estados. Las tensiones que resultan, expresadas en violencia, fundamentalismos, inestabilidad económica, degradación medioambiental y migración masiva, se sienten en todo el mundo. Incapaz de resolver estos problemas, al no estar atacando sus verdaderas causas, el estado y lo que se ha dado en llamar "la comunidad internacional" fracasan en su papel.
Conclusión: hacia un Estado-Nación cosmopolita
El concepto calve para negociar las tensiones entre los nacional y lo global es el "cosmopolitanismo", la noción de que todos somos, en el fondo, ciudadanos del mundo. Pero, ¿quién debe hacerse responsible del "ciudadano global", por la implemetación del ideal kantiano de un derecho cosmopolita? Mi respuesta es: el estado. No, sin embrago, un "estado-global" cuyas instancias de decisión estarían, con toda probabilidad, "demasiado alejadas de los ciudadanos del mundo y tampoco podrían ser legitimadas democraticamente" (Kung, 2000:43). La responsabilidad debe recaer en todos y cada uno de los estados. Es una responsabilidad para el "estado-nación cosmopolita'.
En vista de los problemas planteados por el proceso de globalización se ha producido una discusión interesante acerca de la posibilidad de una 'democracia cosmopolita'. Sin embargo, parece ingenuo pensar que el ideal de una democracia cosmopolita puede ser alcanzado si los actors decisivos para su construcción, es decir los estados-nacionales, siguen concibiéndose a si mismos fundamentalmente en términos parroquiales. Para cosntruir una "democracia cosmopolita" necesitamos antes que nada que el estado-nacional se vuelva "cosmopolita". En este sentido, se hace necesario que las políticas nacionales tengan una clara orientación cosmopolita. La búsqueda del "bien común" que está en la base de las políticas nacionales debe tomar en cuenta que "el público" ya no puede ser definido en relación a un territorio determinado. No sólo los derechos, sino también las responsabilidades más básicas expresadas en la regulación local, deberían poder, en principio, acompañar a personas y compañías fuera de sus territorios de origen. El acceso a mercados consolidados y atractivos debería estar, en principio, vinculado a un sentido de responsabilidad global. Esto se hace más necesario cuando dichas responsabilidades constituyen la base material fundamental para la operativización del concepto de "ciudadanía", como es el caso de las comunicaciones.
Lo de "en principio" es, sin embargo, de gran importancia. Obligaciones y responsabilidades no se transplantan fácilmente a otros contextos. Por un lado, esto plantea problemas vinculados a los principios de "soberanía" y "autodeterminación". Al mismo tiempo, una aproximación demasiado "fundamentalista" haría todavía más difícil para ciertos países atrarer la inversion necesaria para su desarrollo al impedir explotar lo que los economistas llaman "ventajas comparativas". Por último, como sostiene Garnham (1999:16), el trabajo de Amartya Sen en torno al concepto de "capacidades" demuestra que "gente diferente, situada en diferentes contextos, requiere de diferentes cantidades de biene primarios para satisfacer las mismas necesidades".
El punto, sin embargo, es que la posibilidad de excluir a la gente, incluso temporalmente, de lo que debemos reconocer constituyen derechos fundamentales, no debe ser dada por sentado. La mejor forma posible para cerrar la brecha, los plazos, deben ser el objeto de una discusión en la que el lado más débil pueda hacer oir su voz y disponer de cierta protección. El proporcionar un marco que garantice esta protección ha sido históricamente una responsabilidad del estado. En el contexto de la globalización, esta tarea corresponde al "estado nacional cosmopolita". La verdad es que continuar usando el concepto de estado-nación como una coartada para rehuir nuestras responsabilidades más allá de un determinado territorio, no sólo representa la mejor manera para atentar contra el concepto mismo, sino que constutuye un camino seguro para poner en peligro nuetra propia viabilidad como especie.
Referencias
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