¿Receptores, Audiencias o Ciudadanos?

Redefiniendo los términos del debate sobre el libre acceso a la información

Arturo Wallace-Salinas
Facultad de Ciencias de la Comunicación
Universidad Centroamericana, UCA

Introducción

La tentación de “entrarle” al tema del acceso a la información fundamentalmente en función de su relación con el quehacer de los medios es grande, y hay abundantes pistas que hacen pensar que este enfoque -válido pero restrictivo- es el que domina los debates que de vez en cuando se dan en las escuelas y facultades de comunicación de la región centroamericana. Ese es, en cualquier caso, lo que pasa en Nicaragua, donde escuelas y facultades de comunicación todavía se conciben a sí mismas -y actúan- principalmente como escuelas de periodismo, que buscan su legitimidad -y son legitimadas- por el éxito que alcanzan en su relación con los medios.

A pesar de reconocer explícitamente que “se ha hablado mucho ya del acceso a la información entendido como el acceso de la prensa (es decir, los medios noticiosos y sus periodistas) a la información”, la invitación a venir hoy aquí a intentar “devolverle el protagonismo en este tema a las audiencias” y a “generar un debate sobre el derecho a la información desde la perspectiva de las audiencias y su capacidad de elección, acceso y selección de la información”, parece sugerir que la tendencia va mucho más allá de las fronteras pinoleras. Efectivamente, la referencia al concepto de “audiencia” remite, inevitable e inexorablemente, de regreso a los medios masivos de comunicación. Y esto, a lo mejor involuntariamente, en cierta forma atenta contra la idea del libre acceso a la información como un derecho independiente de la intermediación periodística o massmediática. Es decir, deja en claro que el derecho a la información no es un derecho exclusivo de la prensa, pero oscurece el hecho de que tampoco es un derecho a ser satisfecho exclusivamente a través de los medios.

Esto no es poca cosa, especialmente en un contexto en el que los medios constantemente se ofrecen, e incluso se imponen, como sustitutos de los diferentes actores del proceso democrático (partidos políticos, instituciones del Estado, incluso ciudadanos). Por ello, y sin dejar de reconocer la importancia y la oportunidad de esta invitación a invertir los términos tradicionales del debate, ni renunciar a cierta especificidad de la que tal vez no puedan escapar las escuelas y facultades de comunicación del área, voy a solicitar su permiso para entrarle al tema no desde la perspectiva de las “audiencias”, tal y como me fue solicitado, sino desde la perspectiva de los “ciudadanos”.

Esta es, para mí, una distinción de fundamental importancia. Los medios, y una importante mayoría de los académicos que analizan el quehacer mediático, tienden naturalmente a penar en la gente, y a dirigirse a ella, en cuanto consumidores o miembros de alguna audiencia, y solo muy de vez en cuando como ciudadanos. Y, en esas condiciones, los esfuerzos por “devolverle” el protagonismo a la gente terminan resultando inevitablemente superficiales o terminan dependiendo excesivamente de la “buena voluntad” de otros. Porque, en sentido estricto, las audiencias no tienen derechos; los ciudadanos si. Al mismo tiempo, hay una diferencia cualitativa fundamental entre definirse -o ser definido-, casi pasivamente, en función de un conjunto de hábitos de consumo (en este caso el consumo de bienes simbólicos); y definirse -o ser definido- en función de ese conjunto de prácticas, derechos y obligaciones que articulan el concepto mismo de ciudadanía.

Si queremos hablar seriamente de derecho a la información, sociedad y democracia, y si en verdad nos interesa devolverle el protagonismo a “las audiencias”, forzosamente tenemos que interpelar y pensar en sus miembros como ciudadanos –es decir en tanto individuos capaces de “participar plenamente en la vida social con dignidad y sin temor, y de contribuir a definir las formas que pueda tomar en el futuro" (Murdock, 1999: 8).

Con eso en mente lo que voy a intentar hacer en las próximas páginas, es compartir algunas ideas (como verán, muy pocas de ellas verdaderamente originales) acerca de lo que a mi juicio son las principales limitaciones de lo que se puede llamar “la perspectiva desde las audiencias” para el debate sobre derecho a la información, sociedad y democracia; para luego considerar algunas de las implicaciones que resultan al poner el concepto de ciudadanía en el centro de nuestras reflexiones acerca del acceso a la información.

Audiencia activa: poder con “p” minúscula

Tal vez convenga empezar aclarando que mi incomodidad con el concepto de “audiencias” no se debe a una ignorancia excesiva de los último enfoques y estudios sobre el tema, que reconocen el espacio del consumo mediático como un espacio de acción y transformación. Las audiencias son activas; eso (por lo menos dentro de la academia) ya no se discute. Hace tiempo quedaron atrás las caracterizaciones que partían de la imagen de “receptores” pasivos, situados “al final” del proceso comunicativo y expuestos de manera directa y personalizada al influjo de los mensajes mass-mediáticos, como en el modelo de la “teoría hipodérmica”. Este modelo, y las presuposiciones que lo sustentaban, fueron descartadas como resultado de las primeras investigaciones empíricas, las que inmediatamente mostraron un panorama de interacciones mucho más complejo y rápidamente hicieron evidente que la influencia de los medios estaba mediada por diferentes factores psicológicos y complejas interacciones sociales.

Actualmente, en las palabras de Silverstone (1999: 57-58), “se presupone que, en algún sentido, [la audiencia] es activa; que mirar y escuchar y leer requieren de cierto grado de compromiso, de cierto tipo de elecciones, de cierto tipo de consecuencia. Se presupone que nos acercamos a los medios como seres sentientes. […] Y se presupone que los significados que construimos que involucran a los medios, que los requieren, o que dependen de ellos, son significados como cualquier otro y por lo tanto son producto de nuestra capacidad, en cuanto seres sociales, para estar en el mundo”.

Los mensajes de los medios son de hecho sólo un componente del proceso infinitamente más complejo de mediación, al que los miembros de las audiencias llevan sus diferentes contextos socio-culturales, sus necesidades, sus expectativas, sus prácticas cotidianas, sus diferentes experiencias. Un proceso (el de mediación) que “nunca es completo, siempre es transformativo” (Silverstone, 1999: 14).

Esta constatación, sin embargo, no debería hacernos perder de vista que existe una diferencia vital entre tener “poder sobre un texto y poder sobre una agenda” (Morley y Silverstone, 1990: 34) y que, como sostiene Ang (1990: 247), “las audiencias pueden muy bien ser activas, de múltiples maneras, a la hora de interpretar y utilizar los medios…[pero] sería perder por completo la perspectiva igualar ‘activas’ con ‘poderosas’”.

Piénsese por ejemplo en el espacio geográfico y cultural que hoy conocemos con el nombre de América Latina y en su relación histórica con dos diferentes “medios de comunicación”: el idioma español y la religión católica. Difícilmente se podría pensar en un ejemplo más evidente de la capacidad de los pueblos para transformar continuamente, subvertir y adaptar, un discurso ajeno a sus propias realidades. De las cadencias italianas de Argentina a las voces nahuatl incorporadas al lenguaje diario en México y Centro América, el “español” en latinoamérica cuenta una historia de mestizajes, complicidades y contradicciones. La piel oscura de la Virgen de Guadalupe, en México, y los rituales de la Santería, en Cuba, son también ejemplo de las particularidades de las prácticas religiosas en el continente que constituyen una evidencia irrefutable de los procesos de negociación simbólica a los que cualquier discurso se ve sometido. Y sin embargo tanto el idioma español como la religión católica fueron herramientas decisivas para establecer, hace ya más de quinientos años, todo un nuevo orden de relaciones y prácticas sociales en el continente, que todavía se mantiene. Fueron instrumentales para garantizar el acceso al poder económico y político de ciertos grupos, al tiempo que excluían a otros. Y no es exagerar el sostener que lenguaje y religión todavía son instrumentos que se emplean para mantener las cosas de esa manera.

El margen de maniobra, la “libertad”, que le permite a un excluido negociar simbólicamente su inclusión en la “aldea global” frente al aparato de televisión, pero que no le permite beneficiarse de los derechos del “ciudadano global”, es, hasta cierto punto, un regalo del Diablo. La capacidad de los miembros de la audiencia para reconocerse a sí mismos y legitimar su propia autopercepción en los discursos y representaciones de los Otros (que es una de las constataciones que más entusiasma a los teóricos de las “audiencias activas”, ver Fiske, 1986) muy raras veces se corresponde con un reconocimiento, en esos mismos términos, de parte de esos Otros. En un mundo donde el ojo del Otro es lo que realmente nos define, la capacidad de las audiencias para “transformar” los mensajes de los medios muy rara vez se corresponde con una capacidad similar para transformar las condiciones materiales en las que los diferentes grupos se relacionan entre sí. Para Martín-Barbero (1996: 59) esta es la fuente de “algunas de nuestras más secretas y enconadas violencias. Pues las gentes pueden con cierta facilidad asimilar los instrumentos tecnológicos y las imágenes de modernización, pero solo muy lenta y dolorosamente pueden recomponer su sistema de valores, de normas éticas y virtudes cívicas”.

Esto plantea obvios retos para las escuelas y facultades de comunicación del área: debemos empezar a indagar por las condiciones en las que esas capacidades transformativas de la audiencia pueden traducirse en una mayor incidencia sobre los procesos de cambio social. Todavía sabemos muy poco –porque no nos hemos interesado lo suficiente- acerca de las condiciones en que las audiencias son capaces de transformar información en conocimiento, y fundamentalmente en el tipo de conocimiento que proporciona legitimidad social y que garantiza movilidad. A mi juicio, hace tiempo que llegamos al punto en que la investigación sobre las audiencias debe pasar de la aparente celebración de las incontables variaciones de la ecuación “grupo específico se encuentra con mensaje ajeno” (lo que a veces pareciera describir la agenda de la investigación sobre audiencias) para empezar a preocuparnos por las condiciones en las que esta interacción se convierte en agente de cambio. Y, en ese contexto, es imperativo abordar lo que García-Canclini (1988) llama “el problema del fracaso político”. Es decir “el por qué la hegemonía fracasa en el intento de reproducirse en la vida cotidiana de determinados sectores, por qué tanto proyectos populares de transformación no logran alterar la estructura social” (García-Canclini, 1988: 484).

Si la investigación sobre las audiencias no empieza a preocuparse por “la especificidad de los procesos culturales como articuladores de las prácticas comunicativas con los movimientos sociales” (Martín-Barbero, 1988: 454), entonces las teorías de la audiencia activa se van a terminar convirtiendo en un acto de celebración de la miseria y la exclusión o van a terminar sirviendo como una coartada para desestimar las urgentes preocupaciones sobre la concentración de la propiedad de los medios, la asimetría de los flujos informativos y la exclusión.

En un artículo escrito hace poco mas de diez años, en el que intentaba definir los retos para la investigación sobre audiencias, Sonia Livingstone hablaba de la necesidad de nuevas formas para interrogarnos acerca de la operación social del poder. Pero no basta “con dejar de preguntarnos cómo es que afectan los medios a la audiencia y empezar a preguntarnos cómo es que determinados grupos de la audiencia se involucran de diferentes maneras con determinados géneros mediáticos en diferentes contextos”, como propone Livingstone (1994: 252). También debemos estudiar las condiciones en que estos procesos de involucramiento y desinvolucramiento pueden llegar a tener un impacto en las condiciones materiales de existencia de esos grupos; averiguar en que condiciones es que una audiencia llega a constituirse en un público, en el sentido Habermasiano del término. Parafraseando a Maria Cristina Mata (1995): lo público es una construcción, y peligrosas presuposiciones surgen cuando se lo imagina autónomo.

Ciudadanía y Comunicación: Redefiniendo el concepto de Acceso

Ahora bien, ¿qué nos puede aportar en esa búsqueda la reivindicación del concepto de ciudadanía, y qué implicaciones tiene para el tema de acceso a la información?

Como ya indique antes, hablar de ciudadanía es hablar de derechos. Y debemos reconocer que, como bien sostiene Murdock, "Cada vez se vuelve más claro que el tema de los derechos comunicativos […] debe constituir un elemento central de cualquier definición de ciudadanía plena en una democracia compleja" (Murdock, 1999: 10).

El conjunto de derechos que se asumen como básicos para el ejercicio ciudadano no ha permanecido estático a lo largo de la historia, siendo un tema de debate y discusión permanente. T.H. Marshall (1950), por ejemplo, refiere a tres grandes etapas en la historia de los estados europeos, que vieron ese conjunto de derechos ampliarse para pasar de incluir únicamente ciertos “derechos civiles” fundamentales (habeas corpus, debido proceso, presunción de inocencia, etc.), a incluir, en un segundo momento, los denominados “derechos políticos” (fundamentalmente el derecho al voto), y por último, con el surgimiento del denominado “Estado Benefactor”, a los denominados “derechos sociales” (empleo, salud, educación, etc.). Esto ha llevado a autores como Feintuck (1997), a firmar que "si por ciudadanía entendemos la participación efectiva en la sociedad, podemos afirmar que en una era en la que la participación efectiva depende cada vez más en el acceso a los medios como la principal arena para la comunicación política y cultural, el acceso a los medios se ha vuelto en sí mismo un prerrequisito para una ciudadanía efectiva".

Feintuck no deja de tener razón, pero quisiera volver a insistir que, en este tema, no basta únicamente con garantizar el acceso a los medios. De hecho, no basta con garantizar el acceso a la información, ya sea a través de los medios o mediante el uso de otros mecanismos. Los “derechos comunicativos” o “culturales” a los que Murdock hace referencia no se agotan con el “derecho a la información”, y se hace urgente que no los perdamos de vista si no queremos que nuestras demandas y reivindicaciones al final resulten insuficientes.

Para explicar mejor lo que quiero decir con esto déjenme hacer referencia al trabajo de otro inglés, Nicholas Garnham (1999), y en especial a su aplicación de algunos de los aportes del premio Nóbel de economía 1998, Amartya Sen, al tema de las comunicaciones: Una de las contribuciones fundamentales de Sen a las discusiones sobre el tema de la equidad y el rol del Estado Benefactor tiene que ver con su enfoque en “capacidades”. En este enfoque, Sen argumenta que el desempeño del Estado no debe evaluarse en función del nivel de acceso a esos recursos básicos que se asume está obligado a garantizar para sus ciudadanos (salud, educación, protección y, ¿por qué no?, información). La razón, para Sen, es evidente: gente diferentemente situada y construida, requiere de diferentes cantidades de bienes primarios para satisfacer las mismas necesidades. Lo verdaderamente importante, en opinión de Sen, no es por lo tanto el acceso a recursos, cualesquiera que estos sean, sino el acceso a las condiciones que permiten aprovechar efectivamente esos recursos para funcionar efectivamente en Sociedad. (Ver Garnham, op.cit)

Para Garnham, aplicado al campo de las comunicaciones esto quiere decir que “no es el acceso, entendido de forma simple, lo que resulta verdaderamente importante, sino la distribución de los recursos que permiten aprovechar ese acceso” (Garnham, 1999: 115).

“Así como Sen argumenta que gente diferente tiene diferentes capacidades para transformar un bocado de comida en nutrientes y también difiere en sus necesidades nutricionales para alcanzar similares niveles de funcionamiento, así, también, en el campo de las comunicaciones lo que importa es la verdadera disponibilidad de oportunidades y el verdadero alcance de los funcionamientos(1). La forma en que los niveles de analfabetismo claramente determinan hasta que punto la gente puede emplear modos de comunicación basados en la palabra escrita –desde periódicos hasta el servicio postal- es un claro ejemplo (...) Pero lo que el enfoque en capacidades evidencia es que el acceso por sí solo no basta...debemos tomar en cuenta tanto el rango de opciones comunicativas disponible–y estamos hablando aquí de opciones reales, no simples variantes entre productos y servicios con diferencias reales mínimas–como la capacidad de la gente para hacer uso efectivo de esas opciones; su capacidad para alcanzar los funcionamientos relevantes (...)

Desde esta perspectiva debemos pensar en los medios de comunicación como posibilitadores de un rango de funcionamientos y no como proveedores de contenido a ser consumido” (Garnham, 1999:121).

En ese contexto, se hace importante reconocer que para activar o posibilitar esos funcionamientos necesarios para una efectiva participación en la construcción de una sociedad democrática, el rol de los medios -y por consiguiente nuestras demandas y expectativas para con ellos y para con otros actores como el Estado, no pueden limitarse a la simple provisión de información.

Para que la información se convierta efectivamente en un insumo para la participación democrática también necesitamos que esos actores, incluyendo los medios, faciliten nuestro acceso a otros “recursos simbólicos relevantes y a las competencias para usarlos efectivamente” (Murdock, 1999:11).

Así, además del derecho a la información, una ciudadanía plena en una democracia compleja también necesita de la protección y satisfacción de lo que Murdock denomina “Derecho a la Experiencia”; es decir de nuestro derecho de acceder a la cantidad más diversa posible de representaciones de otras experiencias personales y sociales, para que estas nos ayuden a poner la información en contexto y a imaginarnos en todo nuestro potencial ciudadano.

También requiere de la protección y satisfacción de nuestro “Derecho al Conocimiento”; es decir, de nuestro acceso a marcos de referencia e interpretación que permitan identificar relaciones, patrones y procesos, que sugieran explicaciones, que ayuden a traducir la información y la experiencia en conocimiento.

Por último, también tiene que ver con la tutela de nuestro “Derecho a la Participación”; es decir, de nuestro derecho a hablar y ser escuchados para poder así constituirnos en proveedores de información, para poder compartir nuestra experiencia, y para poder validar nuestro conocimiento (ver Murdock, op.cit).

Esta concepción ampliada de derechos comunicativos o culturales es fundamental para poder exigir (a los medios, al Estado) un acceso efectivo y útil que posibilite un efectivo ejercicio ciudadano. Y creo que resulta evidente que su satisfacción requiere de mucho más que de la formulación e incluso la implementación efectiva de leyes de acceso a la información.

No podemos perder esto de vista si en verdad aspiramos a devolverle (o tal vez debería decir “darle”) el protagonismo a las audiencias. Perdón, a los ciudadanos.

1. 1 Sen llama “espacios de funcionamientos” (“Space of Functionings”) a las diferentes cosas que la gente puede aspirar a hacer o ser. El conjunto de alternativas disponibles para alcanzar esos funcionamientos es lo que sen llama “capacidades”.

Referencias

Ang, J (1990). “Culture and Communication”. En European Journal of Communication, 5 (2- 3): pp.239-261

Feintuck, M (1997). "Regulating the Media Revolution: In Search of the Public Interest". En Hitchens L. (ed.) Communications Regulation - New Patterns and Problems (Special Feature), The Journal of Information, Law and Technology (JILT), Issue Three. Disponible en http://elj.warwick.ac.uk/jilt/issue/1997_3/commsreg.htm

Fiske, J (1986). “Television: Polysemy and popularity”. En Critical Studies in Mass Communication,, 3 (2): pp.391-408.

García-Canclini, N (1988). “Culture and power: the state of research”. En Media, Culture & Society, 10 (4): pp.467-497.

Garnham, N (1999). "Amartya Sen's 'Capabilities' Approach to the Evaluation of Welfare: Its Application to Communications". En Calabrese, A. y Burgelman,J.C (eds.). Communication, Citizenship and Social Policy, pp.113-124. Rowman and Littlefield, Oxford.

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Marshall, T.H. (1950). Citizenship and Social Class and Other Essays. Cambridge University Press, Cambridge.

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Mata, María Cristina (1995). “Interrogantes sobre el Consumo Mediático”. En Nueva Sociedad, 140. Caracas, Nov-Dic.

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Murdock, G (1999). “Rights and representations: public discourse and cultural citizenship”. En Grisprud, J (ed.).Television and common knowledge (pp.7-17). Routledge, Londres.

Silverstone, R (1999). Why study the media? Routledge, Londres.