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    La verdad de las encuestas

Las encuestas, sin importar de lo que traten, terminan siempre por dividir a la opinión pública. Una división relativamente simple se da entre aquellos que les creen y aquellos que no. Otra división frecuente es de tipo utilitario: hay un grupo al que los resultados les convienen, y otro a los que no. Pero sin importar donde se ubique uno hay que reconocer la importancia creciente que las encuestas han ido adquiriendo en nuestro país. Una importancia tan evidente que periódicos, radio y telenoticieros le asignan a menudo el lugar más destacado a la encuesta de turno, llegando incluso en ocasiones a basar ediciones casi enteras en sus resultados.

En buena medida esta importancia está ligada a la centralidad del concepto de “opinión pública” para la materialización del ideal democrático. En la misma medida en que intentamos convencernos que democracia significa “poder del pueblo”, en esa medida necesitamos creer en (y sentirnos capaces de sondear el pulso de) la opinión pública. Para garantizar la validez de nuestros derechos de ciudadanía no podemos esperar elecciones que se celebran una única vez cada seis años. Las encuestas se ofrecen entonces como una herramienta útil.

En este contexto, sin embargo, la pregunta obligatoria es: ¿qué tan efectivas son las encuestas para sondear el pulso de la opinión pública o para describir un estado de cosas; como pretende por ejemplo la última encuesta de preferencia de medios de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UCA?

La respuesta no es una sola, tampoco sencilla, especialmente porque no existe un verdadero consenso en torno al concepto mismo de opinión pública. Habermas, por ejemplo, sostiene que la “verdadera” opinión pública no se construye a partir de la simple suma de una serie de opiniones individuales si antes no se han garantizado las condiciones para un debate racional de todas las ideas. Bourdieu ni siquiera distingue entre un concepto ideal de opinión pública y una realidad empobrecida sino que afirma que la opinión pública, simplemente, no existe. Las encuestas, afirma, sugieren un consenso que en realidad es una ilusión. Entre otras cosas porque son incapaces de reconocer que dos “si” no siempre significan la misma cosa.

En el nivel donde se producen las quejas más frecuentes, sin embargo, las dudas acerca de la credibilidad de las encuestas tienen que ver con aspectos más “técnicos”: representatividad de la muestra, cuestionarios tendenciosos, encuestadores irresponsables...¿Puede acaso una encuesta telefónica brindar una imagen realista del sentir de un país en donde sólo existen tres líneas por cada 100 habitantes? ¿Y qué decirles a aquellos que son escépticos porque recuerdan un pasado de encuestadores en el que se sentaban debajo de un palo de chilamate para improvisar las respuestas?

En ausencia de mala intención es importante comprender que estos problemas son relativamente fáciles de solucionar. Pero muchos otros malos entendidos se ahorrarían si, antes de juzgar los méritos de la encuesta de turno, nos detuviéramos a pensar qué es lo que éstas están intentando decir. Volviendo a las encuestas de preferencia de medios de la UCA, por ejemplo, parece necesario insistir en que la misma no pretende reflejar los niveles ni distribución de las audiencias. No es una medición de raitings. Lo que esta encuesta pretende es ofrecer una idea acerca de los medios que los managuas prefieren. O siendo todavía más precisos, identifica los medios que los habitantes de la capital están dispuestos a reconocer públicamente como sus preferidos, que es bastante diferente.

Esta distinción se apoya en parte en la teoría de la “Espiral del Silencio” desarrollada por Elisabeth Noelle-Neumann, para quien las encuestas no reflejan el verdadero estado de la opinión pública, sino el conjunto de ideas que la gente considera apropiado expresar en público. Después de todo, dice, somos seres sociales y por lo general no queremos ser mal vistos por nuestros vecinos. En caso de no estar muy convencidos sobre un tema, lo más probables es que en público expresemos la opinión que nos vaya a ocasionar menos problemas, aunque íntimamente nos inclinemos más por el otro lado.

¿Las encuestas no parecen reflejar siempre la realidad que Ud. conoce? Entonces interpreten desde esta perspectiva la diferencia de preferencias entre algunos medios “serios” y sus contrapartes “sensacionalistas”, por ejemplo. Verlos, escucharlos o leerlos no significa necesariamente estar dispuestos a reconocerlos. De la misma forma habría que ser algo más cautelosos antes de asumir que el balance de fuerzas sobre temas vitales de la política nacional es en realidad tan desequilibrado como sugieren las últimas encuestas. Piénsese si no en el famoso güegüense de las elecciones de 1990.

Esto no quiere decir de ninguna manera que las encuestas fracasen en su propósito. Significa más bien que a menudo nos empeñamos en preguntarles lo que no están diseñadas para responder. En el caso de nuestra encuesta sobre consumo de medios partimos del principio que identificar lo que la gente puede o está dispuesta a reconocer en público (o lo que son capaces de recordar más de dos años después!) no sólo representa un buen indicador del nivel real de preferencia, sino que sobre todo nos proporciona importantes pistas acerca de los valores, expectativas y contradicciones que marcan la relación cotidiana de la gente con sus medios de comunicación. Eso es lo que nos interesa conocer en tanto institución académica. La medición de raitings se las dejamos a otros.