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LAS
MINAS DEL CERRO BLANCO
EN JUNTA DE GUERRA celebraba en la ciudad de México, el 22 de diciembre de 1766, bajo la presidencia del virrey marqués de Croix, se decidió el envío de una de una poderosa columna expedicionaria a la provincia de la Sonora; su objetivo era auxiliar al as tropas locales para sofocar las constantes rebeliones de las indómitas tribus, apaches, seris y otras, que habitaban en la parte media y norte de la región, asolando con sus robos y crímenes los ranchos y haciendas sonorenses. Con la cooperación económica de los comerciantes de la ciudad de México y pueblo en general de las provincias de Veracruz, Oaxaca, Durango, y Sonora, se logro reunir la entonces respetable suma de $288,744.77, que agregada a las provisiones de boca y caballos aportados por las misiones jesuitas del noroeste, hizo posible la realización de la llamada “Expedición de Sonora”. A principios de 1767, salió la vanguardia de la expedición de la capital del virreinato, arribando a Guaymas en mayo siguiente. En el puerto sonorense, previamente se había explorado la bahía y construido algunas edificaciones que sirvieran de alojamiento a las tropas. Logró la “Expedición de sonora” algunos triunfos parciales, como la derrota infligida a los seris en el cañón de la Palma y el Cerro Prieto. Cuando se aprestaba a marchar al norte a buscar a los apaches en sus propias madrigueras, estalló la guerra entre Inglaterra y España, recibiéndose la orden de regresar a la capital mexicana. Obviamente, el retiro de las tropas expedicionarias a principios de 1771, produjo la reanudación de las correrías de los salvajes. Dejemos a don Francisco R. Almada que con su valioso Diccionario de Historia, Geografía Sonorenses, nos permitió realizar esta apretada síntesis de aquel esfuerzo guerrero, para, apoyándonos ahora en el doctor Fernando Ocaranza y sus Crónicas y Relaciones del Occidente de México, agregar que don Juan Pujol fue sargento de la compañía franca de Cataluña que concurrió a la llamada Expedición de Sonora en el siglo XVIII. Con el auxilio de un indio, descubrió unas minas en EL CERRO BLANCO, FRENTE A LAS TETAS DE CABRA, PUNTO MUY CONOCIDO DE LA COSTA SONORENSE...”(Mayúsculas de JRC). Pujol y Masmitja, logro que el 17 de enero de 1777 su católica, cesárea y bondadosa Majestad, don Carlos III de Borbón, rey de España, se dignara dictar sus Reales Ordenes dirigidas a don José de Gálvez, comandante general de la Sonora, para que el viejo sargento catalán “ se presentase con disposiciones y gentes en la mejor condición, para poblar y trabajar las minas y beneficiarlas...” Don Juan, acompañado de su hermano Francisco, su cuñado José Basols y 31 personas más, entre hombres, mujeres y niños, emprendió su aventura americana. Un cerrajero, un cirujano, un cordelero, un carpintero, un albañil y cantero, un barbero y sangrador, entre otros practicantes de diversos oficios iban con el. Hilo de seda, agujas, tijeras, navajas, 100 quintales de fierro bruto y 15 de acero para la fabricación de las herramientas constituían su abigarrado equipaje; no podían faltar desde luego cincuenta escopetas de a vara, 25 pares de pistolas y cincuenta sables, para “lo que pudiera ofrecerse”. Tuvo e señor Pujol que vencer múltiples contratiempos y que braderos de cabeza, inclusive un conflicto obrero-patronal, pues sus acompañantes le exigieron aumenta de sueldo; sin embargo, teniendo el tesón y el entusiasmo característico de aquellos primeros colonizadores hispanos, no hubo poder humano que lo detuviera. Atestiguaron su marcha, ya en Nueva España, la ciudad de México, Aguascalientes, Fresnillo, Guadalajara, Tepatitlán, Zapotlán, Nombre de Dios y el puerto de San Blas, en donde embarcaron en una nave que fue facilitada por don José de Gálvez “para desembarcar en el puerto de San José de Guaymas, por el mes de agosto de 1779, con pasaporte que firmó en Chihuahua el caballero de Croix”. No asienta el galeno Ocaranza en su valiosa obra, si finalmente don Juan y compañía trabajaron las minas del “Cerro Blanco”; pero insisto en mi suposición: la tozudez y la entrega de los hijos de la Madre Patria era proverbial; entonces, lógicamente concluiré que no viajaron por medio mundo para desistir a la vista ya de su destino, y menos aun si consideramos que contaban con la simpatía de las autoridades sonorenses, tanto así que don Pedro Corbalán, el intendente, auxilio a Pujol con 2,000 pesos al considerar de “gran utilidad la colonización catalana para explotar en debida forma los placeres de oro y las minas de plata...” * * * * * MUCHO TIEMPO Y DEDICACIÓN tuvo que emplear aquel vecino de Empalme para lograr su objetivo. Con la exquisita paciencia con que una arana teje su red para atrapar a su presa, acometió la tarea. Se ganó primero la amistad y la confianza del yaqui, que, como de antemano sabía, era conocedor del sitio en el que se encontraba un tesoro oculto y ... ¡al ataque! Cada petición en el sentido que le revelara el sitio del entierro, se estrellaba en la sólida negativa del aborigen, que se nutría seguramente, en el pavor ancestral que sienten estas gentes por descubrir este tipo de secretos que, creen, sin lugar a dudas, les causaría la muerte. Ya flaqueaba el empálmense en su empresa, cuando sorpresivamente el yaqui acepto guiarlo, no sin poner la condición de que fueran acompañados por uno de sus compadres. Nuestro personaje asintió, logrando a la vez aprobación del aborigen para invitar a un amigo. Y los cuatro, a bordo de una camioneta, enfilaron rumbo a san Carlos, muy lejos de presentir siquiera el dramático final de su aparentemente inofensiva aventura. Subieron a las faldas de cierto cerro “FRENTE A LAS TETAS DE CABRA PUNTO MUY CONOCIDO DE LA COSTA SONORENSE...” en un sitio muy determinado, el yaqui removió la tierra quedando al descubierto una puerta que, al abrirse, descubrió a la vez un sótano de regular tamaño, excavado en la roca, al que se bajaba por escalones del mismo material trabajados así a propósito. Agotados ya los naturales y entusiastas comentarios que provocó el singular hallazgo, uno de los indios bajo por la escalinata llegando al piso de aquel cuarto oculto; cando describía a gritos, para que sus compañeros de afuera lo oyeran. La cantidad de objetos que veía, cayo al suelo dando caras muestras de asfixia. Desesperadamente mostrando los mismos síntomas de su compadre, y asegurando que este había muerto. La salud de aquel infeliz se deterioraba rápidamente; los “de razón” cerrando la puerta del sótano, cubriéndola apeas de tierra y ramas, emprendiendo veloz retirada para procurar ayuda medica para el enfermo. Entre ayes de dolor y accesos de vomito, el aborigen les relato, ya a bordo del automóvil, que en aquel sótano logro ver unos baúles, y recargas en las rusticas paredes, armaduras, lanzas y arcabuces. La vista ya de la carretera internacional, donde entroncaba con el camino vecinal de San Carlos, los dos empalmenses advirtieron que su compañero había pasado a mejor vida. Se salieron de la cinta asfáltica, y, bien sea por la confusión natural del tremendo momento, por la ignorancia o por lo que haya sido, lo cierto es que tomaron una decisión descabellada y la llevaron a la practica: a la sombra de un pequeño mezquite, abandonaron el cadáver que trasportaban y continuaron su vertiginosa retirada, que a esas alturas era ya verdadera huida, no parando hasta sus respectivas casas en donde se encerraron a “piedra y lodo”. Pasaron los días entra ka natural zozobra de que en cualquier momento irrumpiera la política y los aprehendiera acusándolo de un doble homicidio, y ... ¡nada! O casi nada: la noticia escueta en un periódico de Guaymas refería que “el cadáver de un desconocido fue localizado en le camino vecinal a San Carlos”, creyéndose que fue uno de los tantos infelices dementes que por allí vagan, suponiéndose que murió insolado. Pasaron los meses y uno de los dos supervivientes también falleció. Pasaron los años, y el ultimo del desgraciado cuarteto, relato los pormenores de esta desventurada aventura a un conocido vecino del centro rielero sonorense, al tiempo que lo animaba a buscar aquel sótano y los baúles, cuyo contenido fácilmente pudiera suponerse. Este, busco y rebusco en el cerro descrito en el relato y nunca hallo nada. No pudo tampoco convencer a su informante de que lo acompañara en la búsqueda; siempre que lo invito, juraba no pararse jamás en aquel lugar maldito... ¡ni de lejos! * * * * * MUCHAS PREGUNTAS QUEDAN, así entonces, flotando en el aire: ¿todo esto es ficción o realidad? ¿lograron trabajar las minas del cero Blanco, Juan Pujol y sus gentes?; de ser así, ¿visitaron nuestros infortunados personajes el almacén secreto de los mineros catalanes?; si así fue: ¿Por qué Pujol abandono esos elementos tan valiosos en aquellos tiempo y lugares? ¿Muerte súbita?; ¿huida intempestiva y violenta?... ¡quien sabe! Recordemos que al retirarse la Expedición de Sonora, en los primeros días de 1771, muy pronto se sintió la falta de aquellas fuerzas, y los indios retomaron el camino del robo, la violencia y la sangre...
fuente: Libro Conociendo Sonora
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