Leyendas
|
|
Regresar
a la página principal LA VENTA DE LOS GATOS En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al
convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay entre otros
ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las
circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya
no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces. Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con
su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, y entre las
cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de
madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de
ladrillo y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos
abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más
bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez
o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de
hierro que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que
retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderos que la
sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un
dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de
sillas de anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de
tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube una madreselva,
agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo
alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes
pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando
los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos
rebosando de flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a
espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre el cual se destacan sus
blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas,
llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua,
y el Guadalquivir que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente
por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento
de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo
rodean y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul
y transparente. Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras
de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos a cual más
pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y coloradote,
sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco
para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la
Macarena que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla
mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con
los vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de
mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta,
y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que impulsan como locas el
columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que van y
vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes
del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un
majo que requiebra al pasar a una buena moza, un gallo que cacarea
esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral, un perro que ladra a los
chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y salta
en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de los látigos de los
caleseros que llegan levantando una nube de polvo, ruido de cantares, de
castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y golpes en las
mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores
extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir.
Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los
días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis
una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado
por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo. De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo
estaba allí como fuera de mi centro natural. Comenzando por mi traje y
acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba
en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al
pasar, volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.
No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se
hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la
puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí y, cuando todos se
olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo que
llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo
característico para copiarle y conservarle como un recuerdo de aquella escena
y de aquel día. Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas
que formaban un alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada,
levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más
negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre
los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a
coro cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las
inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se
entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían
éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros. La muchacha morena, esbelta y decidora, que había escogido
por modelo, llevaba la voz entre las mujeres y componía las coplas y las
decía acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras,
mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos
ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio. Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que
entre ambos existía algún sentimiento de afección, que se re velaba en sus
cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en
la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de
las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de
argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo
poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo
plateada por la luna que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y oscuro
del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas
se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores
indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el
día, el bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco
en el oído, y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor
parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable. Luego que hubieron desaparecido las últimas personas,
doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo,
pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme, cuando
sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra
que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire
de curiosidad, pero que no había reparado que, después de concluida la broma,
se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba con objeto de
ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él
parecía interesarse. Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar
todo lo posible-, voy a pedirle un favor. -¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser
sus pretensiones-. Diga usted que, si está en mi mano, es cosa hecha. -¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho? Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme
un rato perplejo. Extrañaba, por una parte, la petición, que no dejaba de ser
bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si
era de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en
el momento a añadir: -Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer
que más quiera en este mundo, si quiere a alguna. Pídame usted en cambio todo
lo que yo pueda hacer en mi pobreza. No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi,
casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, a trueque de conservar
el bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había impresionado; pero,
sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi
cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra. Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus
exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la luz del reverbero de la
venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los
ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la
suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto,
sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre
unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se
empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que
por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien
corto; pero mientras duró encontró forma de contarme del pe al pa toda la
historia de sus amores. La venta donde había tenido lugar la función era de su
padre, el cual le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que
lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha
objeto de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más
pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa
desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien
otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando
llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó
a ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo
lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su
felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con una alegría extraña y
sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él siguió cantando
a más no poder. Uno de sus cantares decía así: Compañerillo del alma, mira qué bonita era: que se parecía a la Virgen de Consolación de Utrera. Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de
la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que le
aguardaba impaciente... Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos
años sin que volviese a ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían
sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no
se me borró nunca de la memoria. II Como he dicho, transcurrieron muchos años después que
abandoné a Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo
pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que
refresca el ardor de la frente. Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los
poetas en su hiperbólico lenguaje llaman Reina de la Andalucía, una de las
cosas que más vivamente me impresionaron fue sin duda la completa
transformación que había sufrido en el espacio de tiempo que duró mi
ausencia. Yo dejé una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una
ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono, llena de un
encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y característicos,
y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla
con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros
trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una
crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a la Fuoco. Tan
extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de
carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba. Visité los edificios más notables; torné a vagar y a
perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de
mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché
de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por
último, me dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en
Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones. Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece
en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después
que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles a cual más
pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y blancos
caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus
aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí
el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento,
remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San
Jerónimo. Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y
luminoso, en que la vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas
naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar otra
vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus
altas y delgadas torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos
murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus
vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles
aislados y corpulentos y, por último, San Jerónimo. Al llegar aquí, con la imaginación, se me representaron
con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta
y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a
las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del
pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos,
bailar aquéllos, y todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí
estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas que
reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad,
mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas las personas
que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces
como hacía diez años sentado a la puerta de su venta, liando impasible su
cigarrillo de papel sin más variación que tener blanca como la nieve la
cabeza que era gris. Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie
de éxtasis en que estuve abstraído con estas ideas durante algunos minutos,
me sacudió al fin del brazo, preguntándome: -¿En qué piensas? -Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía
aquí dentro de la imaginación todos los agradables recuerdos que guardo de
una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una
historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no
puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta
de los Gatos -proseguí, dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una
tarde a merendar y a tener un rato de jarana? -¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una
expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces-. ¡Un rato de jarana!
¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso! -¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus
admiraciones. -La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a
cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio. Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y
permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra. Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos
otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había
causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia
de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo,
antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio
por fondo. Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera
indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos,
y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena
y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel
laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me
rodeaba. Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien
que la disposición de mi ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo
cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la
completa soledad, como el sueño recuerda la muerte. Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas
para abreviar la distancia y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya
se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo. Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el
camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un
color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos
y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el
terreno. El paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. Por aquí,
un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin
chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá, un hombre
de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito
talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto repugnante,
con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja
y los ojos fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que
veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero
cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no quedando de ellos sino
una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede compararse
a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las
cosas son y no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se
transforman en parte de una manera estrambótica e imposible Por último llegué al ventorrillo. Lo recordé más por el
rótulo, que aún conserva escrito con grandes letras en una de sus paredes,
que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había
cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba
mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se
alzaba en el fondo, parecía extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura
proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era
el mismo de hacía diez años, y lo conocí no sé por qué pues, en este tiempo,
había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo,
mientras que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba salud,
satisfacción y vida. Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber,
que me lo sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo
a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores cuyo
último capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha
conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe
usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí desde que
nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo,
porque yo la quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla
desde niño, primero como un hermano; después, con un cariño más grande
todavía. Ya estaban en vísperas de casarse Yo les había ofrecido lo mejor de
mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que
suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia
de nuestra felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse
que iban a colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían
que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y
temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y
más cierta cayó sobre nosotros. »Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron
mil y mil preguntas acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la
Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que
yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el
cual trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró
conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella
lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer una locura, yo estaba como
atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se fue,
porque nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre
esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó
como en un letargo. Yo no sé decir qué me pasó. Creí que se me había acabado
el mundo. »Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el
cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se acabaron las fiestas, los
cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se
había acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que
nosotros. Criada aquí, al aire libre, entre el bullicio y la animación de la
venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se
secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un
estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla
un momento. Todo fue inútil; su familia no quería. Al cabo la vio, pero la
vio muerta; por aquí pasó su entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me
eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a
voces: «Esa es joven como Amparo. Como ella, sería también hermosa. ¿Quién
sabe si será?» Y era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al
abrirse la caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra y así me lo
trajeron. Después se volvió loco y loco está». Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su
narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y
aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de
los muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida
sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a
servirles. La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo
estaba negro, y el campo, lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún,
medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me pareció la cuerda
de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban
a mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las
huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un
lamento, las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que
concertaban en voz baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha
quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra
escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo
que me parece escuchar tal como lo escuché entonces es este cantar que entonó
una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares. El carrito de los muertos pasó por aquí, como llevaba la manita fuera yo la conocí. Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las
habitaciones de la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el
retrato de su amante, sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin
llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan
sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar
entonces. EL MONTE DE LAS ANIMAS
(Leyenda soriana) La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el
doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes
esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada
la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la
rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice. A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con
un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El
Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito
volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los
cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche. Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de
copas. I -Atad los perros, haced la señal con las trompas para que
se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es
día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas. -¡Tan pronto! -A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño
de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy
es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las
ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? -No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país,
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu
yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré
esa historia. Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos.
Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y
todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la
comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en
estos términos la prometida historia:- -Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los
Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran
guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los
hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del
puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así
hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los
caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó
por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían
acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus
necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar
una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los
clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto,
y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en
su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se
acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla
espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se
quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la
autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró
abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en
cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola
la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en
jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las
breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las
culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la
nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria
lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes
que cierre la noche. La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos
jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel
lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras
calles de Soria. II Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo
resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de
la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados
vidrios de las ojivas del salón. Solas dos personas parecían ajenas a la conversación
general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago
pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos,
cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal
papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un
tañido monótono y triste. -Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo
silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para
siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras,
sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído
suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un
carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados
labios. -Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta
aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro,
presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases
una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios
por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel
que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría
sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una
desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al
altar... ¿Lo quieres? -No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe
aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin
volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras
turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza: -Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el
tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el
mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la
mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y
volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de
trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y
el triste y monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó
a reanudarse de este modo: -Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que
así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme
un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima,
que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico: -¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro
derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de
terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de
sentimiento, añadió: -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería,
y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? -Si. -¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba
dejártela como un recuerdo. -¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso,
incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y
esperanza. -No sé... En el monte acaso. -¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo y
dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Animas! -luego prosiguió,
con voz entrecortada y sorda-: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces.
En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No
habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis
ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los
bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que
pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco
sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a
pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el
peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría
gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?,
tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del
Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos
cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola
vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos
blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja
que arrastra el viento sin que se sepa adónde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se
dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un
tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y
crujía la leña, arrojando chispas de mil colores. -¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte
por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el
camino de lobos! Al decir esta última frase la recargó de un modo tan
especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía;
movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente,
como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y
con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada
sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego: -Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto. -¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez;
pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se
alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo
satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se
debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas
aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la
ciudad doblaban a lo lejos. III Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a
punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no
volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho. -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven, cerrando su libro
de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día
de Difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles
cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero,
nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó
entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre;
pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en
los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo-, y poniéndose la mano sobre su
corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las
puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido
agudo, prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las
puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con
un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después,
un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la
medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se
siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que
no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de
las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano
por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis
nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando
dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras
impenetrables. -¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza
sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas
pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una
conseja de aparecidos? El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la
fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los
perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de
Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de
los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la
noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de
su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una
noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del
día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su
alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de
repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una
palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto,
sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle
la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido
devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la
encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del
lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios,
rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror! IV Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador
extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las
Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió
cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los
antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la
capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y,
caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una
mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y
sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba
de Alonso. EL MISERERE(Leyenda religiosa) Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de
Fitero, y ocupándome en revolver algunos volúmenes de su abandonada
biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos bastante
antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones. Era un Miserere. Yo no sé música; pero le tengo tanta afición que, aun sin
entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas
muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos
apiñados, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de
etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar
maldito el provecho. Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo
primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había
una palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que
el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el
décimo versículo. Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención
primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó
más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas,
como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones
escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para
advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen..., crujen los
huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos; o esta otra:
La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena
todo y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la
más original de todas, sin duda, recomendada al pie del último versículo: Las
notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su
armonía..., fuerza:..., fuerza y dulzura. -¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me
acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases
escritas por un loco. El anciano me contó entonces la leyenda que voy a
referiros. I Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó
a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para
secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue
cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino. Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar
puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al
cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del
objeto de su romería y del punto adonde se encaminaba. -Yo soy músico -respondió el interpelado-. He nacido muy
lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud
hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que
me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las
facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude
condenarme. Como las enigmáticas palabras del desconocido no
pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la
curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas,
su interlocutor prosiguió de este modo: -Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había
cometido; mas al intentar pedir a Dios misericordia no encontraba palabras
para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis
ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de, sus
páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David,
el que comienza: Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus
estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica,
tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey
Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi
corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un
Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos;
tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán
conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor:
¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura. El romero al llegar a este punto de su narración calló por
un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su
discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres
pastores de la granja de los frailes que formaban un círculo alrededor del
hogar, escuchaban en un profundo silencio. -Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia
y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he
oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos,
que puedo decir que los he oído todos. -¿Todos? -dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los
rabadanes-. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña? -¿El Miserere de la Montaña? -exclamó el músico con aire
de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ese?. -¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con
una entonación misteriosa-: Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los
que, como yo, andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales,
es toda una historia, una historia muy antigua, pero tan verdadera como, al
parecer, increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de
montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la
abadía, hubo hace ya muchos años, ¡qué digo muchos años!, muchos siglos, un
monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un
señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al
morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso
que este hijo, que por lo que se verá más adelante debió de ser de la piel
del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes
estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado
en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de
perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de
Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora
en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al
monasterio, entraron a saco en la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice
que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad se marcharon los
bandidos, y su instigador con ellos, a donde no se sabe, a los profundos tal
vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aun quedan
en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que,
después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar
los muros de esta abadía. -Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere? -Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán- que todo
irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia: -Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen:
de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas
noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los
años, tal noche como en la que se consumó, se ven brillar luces a través de
las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y
unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las
ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse
preparados para presentarse en el Tribunal de Dios limpios de toda culpa,
vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere. Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de
incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la
narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido: -¿Y decís que ese portento se repite aún? -Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque
precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar las ocho en el
reloj de la abadía. -¿A qué distancia se encuentra el monasterio? -A una legua y media escasa. Pero, ¿qué hacéis? ¿A dónde
vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron
todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón,
abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta. -¿A dónde voy? A oir esa maravillosa música, a oír el
grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo
después de muertos y saben lo que es morir en el pecado. Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado
lego y de los no menos atónitos pastores. El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una
mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en
turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz
de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas
se descubría. Pasado el primer momento de estupor: -¡Está loco! -exclamó el lego. -¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo
la lumbre y se agruparon alrededor del hogar. II Después de una o dos horas de camino, el misterioso
personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del
riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se
levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio. La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras
bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz
pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por
los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada
sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido
más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un
castillo solitario: al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y
cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares. Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas
de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el
de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo
el nimbo de piedra de una imagen en pie aún en el hueco de un muro; el ruido
de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus
disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastran por entre los
jaramagos y zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las
lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos estos
extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche
llegaban perceptibles al oído del romero, que sentado sobre la mutilada
estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos
mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas,
pero siempre los mismos. ¡Si me habrá engañado!, pensó el músico; pero en
aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar,
como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruidos
de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita
sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó
una campanada..., dos..., tres...; hasta once. En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre
ya siquiera. Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco la
última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire,
cuando los doseles de granito, que cobijaban las esculturas, las gradas de
mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del
coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los
muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que
derramase aquella insólita claridad. Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se
desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz
azulada, inquieta y medrosa. Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico
que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento
instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su
desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos
rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta,
como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al
par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las
destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose
caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido. Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde
lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un
conjuro de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e
irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible. El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su
miedo luchaba aún su fanatismo por todo la desusado y maravilloso, y alentado
por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por
entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y
espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror. Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las
capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas
mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus
calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el
pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y,
agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las
peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y
sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo
del salmo de David: -Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam! Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se
ordenaron en dos hileras y, penetrando en él, fueron a arrodillarse en el
coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando los
versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música
era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba
murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era
el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua
que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles
inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni
apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que
acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey salmista
con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles. Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto
y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica
del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y
fenomenales. Un sacudimiento terrible vino a sacarlo de aquel estupor
que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al
impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un
temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los
huesos. Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas
palabras del Miserere: -In
iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea. Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando
de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo que parecía un grito de
dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un
grito horroroso, formado por todos los lamentos del infortunio, de todos los
aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad;
concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron
concebidos en la iniquidad. Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora
semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo
suceder a un relámpago de tenor otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a
una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las
osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa
brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se
vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos. Los serafines, los arcángeles y los ángeles y las
jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía
entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca
espiral de sonoro incienso: -Auditui meo
dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata. En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del
romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin
conocimiento por tierra, y no oyó más... III Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de
Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de
la noche anterior, vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de sí,
al desconocido romero. -¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta
mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a
sus superiores. -Sí respondió el músico. -¿Y qué tal os ha parecido? -Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa
-prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan para algunos meses, y voy a
dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los
ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía. Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que
accediese a su demanda. El abad, por compasión, aun creyéndole un loco,
accedió, al fin, a ello y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó
su obra. Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de
su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación,
y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! -y proseguía
escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que
admirar a los que lo observaban sin ser vistos. Escribió los primeros versículos y los siguientes hasta la
mitad del salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña le fue
imposible proseguir. Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo
inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó
de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y
se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como
una losa extraña, guardaron los frailes a su muerte, y aún se conserva hoy en
el archivo de la abadía. ... Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no
pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del
Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas. In peccatis
concepit me mater mea... Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi
vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos
ininteligibles para los legos de la música. Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo: ¿Quién sabe si no será una locura? LOS OJOS VERDES
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa
con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con
letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho
volar la pluma. Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en
esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las
gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de
una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis
lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un
cuadro que pintaré algún día. I -Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve
el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos
han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad
los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los Alamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido? Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el
bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de
los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos
y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de
Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res. Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles
llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el
ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose
entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente. -¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-.
Estaba de Dios que había de marcharse. Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y
los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores. En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la
fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar. -¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en
tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus
ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera
que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a
morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para
festines de lobos? -Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar
de este punto. -¡Imposible! ¿Y por qué? -Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la
fuente de los Alamos: la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un
espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su
atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos
sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores
somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se
refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida. -¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis
padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se
me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis
excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a
intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta;
déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe
si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo
ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si
lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro. Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los
siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los
ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados. El montero exclamó al fin: -Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir
entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con
el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta;
de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo. II -Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué
os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis
a la fuente de los Alamos, en pos de la res herida, diríase que una mala
bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de
la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo
con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta
para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se
esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo,
en valde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan
largas horas lejos de los que más os quieren? Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas,
sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el
chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven
exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de
sus palabras: -Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del
Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus
errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas? -¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole
de hito en hito. -Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede,
muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es
posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa
criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha
visto, ni puede dame razón de ella. El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo
hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los
espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así: -Desde el día en que, a pesar de sus funestas
predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y, atravesando sus aguas,
recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi
alma del deseo de soledad. Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida
en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes
y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas
gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas
de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando,
con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se
alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos
que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y
corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En
el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres,
cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y
febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente
misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie
apenas riza el viento de la tarde. Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores
desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable
melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas,
en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la
Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre. Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y
dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de
la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas...
no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí
haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos
de una mujer. Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre
su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su
seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que
se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo,
irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su
busca fui un día y otro a aquel sitio. Por último, una tarde... yo me creí juguete de un
sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a
ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas
que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre
toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como
hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo
había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo
tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos... -¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror
e incorporándose de un golpe en su asiento. Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese
lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría: -¿La conoces? -¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla!
Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil
veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene
los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no
volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y
expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas. -¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste
sonrisa. -Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por
vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra
esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer. -¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué
daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el
cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada,
por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos! Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la
lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su
mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del Cielo! III -¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo
vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos
lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el
misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y,
noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre. El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras
bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la
fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a envolver las rocas de su margen. Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba,
temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia. Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de
alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los
pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco
de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en
una joya de oro. Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se
removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro,
un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al
morir entre los juncos. -¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su
esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!...
Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres
una mujer... -O un demonio... ¿Y si lo fuese? El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus
miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de
aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en
un arrebato de amor: -Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo
ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo
más de ella. -Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante
a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un
mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente:
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender
mi caso extraño y misterioso. Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la
contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza
desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así: -¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas
plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos
darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad
sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no
puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes
como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces
incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor;
ven..., ven. La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba
en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los
ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre
el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los
oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al
borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un
beso... Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos
brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría
en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y
cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre. Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre
su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta
expirar en las orillas. MAESE PEREZ EL ORGANISTA
(Leyenda sevillana) En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras
esperaba que comenzase la misa del Gallo oí esta tradición a una demandadera
del convento. Como era natural, después de oírla aguardé impaciente que
comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio. Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa
Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes con que nos regaló su
organista aquella noche. Al salir de la misa no pude por menos que decirle a la
demandadera con aire de burla: -¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suene ahora
tan mal? -¡Toma! -me contestó la vieja-, ¡es que ése no es el suyo!
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él? -Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista? -No ha vuelto a aparecer desde que colocaron él que ahora
lo sustituye. Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la
misma pregunta después de leer esta historia, ya sabe por qué no se ha
continuado el milagroso portento hasta nuestros días. I -¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el
fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de
Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa
otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacía aquí, precedida
de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la duquesa
viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner los ojos sobre esta dama
había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la
doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calla!, en
hablando del ruin de Roma, cátale que aquí se asoma. ¿Veis aquel que viene
por debajo del Arco de San Felipe, a pie, embozado con una capa oscura y
precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo. ¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, en
la encomienda que brilla en su pecho? A no ser por ese noble distintivo,
cualquiera lo creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ése es el
padre en cuestión. Mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y lo saluda.
Toda Sevilla lo conoce por su colosal fortuna. El solo tiene más ducados de
oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey don Felipe, y con
sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran
Turco... Mirad, mirad ese grupo de señores graves; ésos son los
caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a
quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la Cruz Verde
merced a su influjo con los magnates de Madrid... Ese no viene a la iglesia
más que a oir música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano
lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su
almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay, vecina!
Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana. Yo me refugio en la
iglesia. Pues, por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos
que los paternóster. Mirad, mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la
esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me
figura que he columbrado a las del de Medina Sidonia. ¿No os lo dije? Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de
sus puestos... Los grupos se disuelven... Los ministrales, a quienes en estas
ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente,
con su vara y todo, se refugia en el atrio... Y luego dicen que hay
justicia... Para los pobres. Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad...
¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina,
vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es eso?
Aún no han comenzado cuando lo dejan... ¿Qué resplandor es aquel?... ¡Hachas
encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo. La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora
mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que
yo debo a esta Señora!... ¿Con cuánta usura me paga las candelillas que le
enciendo los sábados!... Vedlo qué hermosote está con sus hábitos morados y
su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como deseo de
vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas
disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan
ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo lo siguen y lo
acompañan confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que
parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle
oscura... Es decir, ¡ellos, ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes.
Buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los
enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad que si buscaran... Y si se
buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a
estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre
de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre. Pero, vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se
ponga de bote en bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo
que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su
organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De
las otras comunidades puede decirse que le han hecho a maese Pérez
proposiciones magníficas. Verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el
señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarlo a la catedral...
Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito...
¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es
un santo varón pobre, sí, pero limosnero, cual no otro... Sin más pariente
que su hija, ni más amigos que su órgano, pasa su vida entera en velar por la
inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el
órgano es viejo!... Pues nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que
suena que es una maravilla... Como que lo conoce de tal modo, que a
tientas... Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de
nacimiento... ¿Y con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan
que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque
tengo esperanzas. ¿Esperanzas de ver? Sí, y muy pronto -añade, sonriendo como
un ángel-. Ya cuento setenta y seis años. Por muy larga que sea mi vida,
pronto veré a Dios: ¡Pobrecito! Y si lo verá..., porque es humilde como las
piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que
no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa
al mismo maestro de capilla de la Primada. Como que echó los dientes en el
oficio... Su padre tenía la misma profesión que él. Yo no lo conocí, pero mi
señora madre que santa gloria haya, dice que lo llevaba siempre al órgano
consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales
disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el
cargo... ¡Y qué manos tiene, Dios se las bendiga! Merecía que se las llevaran
a la calle de Chicharreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien,
siempre; pero en semejante noche como ésta es un prodigio... El tiene una
gran devoción por esta ceremonia de la misa del Gallo, y cuando levantan la
Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo
Nuestro Señor Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles... En fin, ¿para qué tengo que ponderarle lo que esta noche
oirá? Baste ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor
arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharlo. Y no se crea que
sólo la gente sabida, y a la que se le alcanza esto de la solfa, conoce su
mérito; sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con
teas encendidas, entonando villancicos con gritos desaforados al compás de
los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de
alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos
en el órgano...; y cuando alzan no se siente una mosca...: de todos los ojos
caen lagrimones tamaños, al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no
es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura
la música... Pero vamos, vamos; ya han dejado de tocar las campanas, y va a
comenzar la misa. Vamos adentro... Para todo el mundo es esta noche
Nochebuena, mas para nadie mejor que para nosotros. Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone
a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés y, codazo con éste,
empujón en aquél, se internó en el templo perdiéndose entre la muchedumbre
que se agolpaba en la puerta. II La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa.
El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos
chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que arrodillándose sobre los
cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones
de manos de sus dueñas, vinieron a formar un brillante circulo alrededor de
la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de
color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las
encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban
los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando
el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de
lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro destinado a
defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se
agitaba en el fondo de las naves con un rumor parecido al del mar cuando se
alborota, prorrumpió en una exclamación de júbilo, acompañada del discordante
sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el
cual, después de sentarse junto al altar mayor, bajo un solio de grana que
rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo. Era hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin
embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban
entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a
uno de sus familiares a inquirir por qué no comenzaba la ceremonia. -Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo y será imposible
que asista esta noche a la misa de medianoche. Esta fue la respuesta del familiar. La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre.
Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería imposible.
Baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente
se puso en pie y los alguaciles entraron a imponer silencio confundiéndose
entre las apiadas olas de la multitud. En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y
bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado. -Maese Pérez está enfermo -dijo-. La ceremonia no puede
empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia, que si maese Pérez
es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este
instrumento por falta de inteligente. El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza,
y ya algunos de los fieles, que conocían a aquel personaje extraño por un
organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaba a prorrumpir en
exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido
espantoso. -¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!... A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta,
todo el mundo volvió la cara. Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en
la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de
llevar en sus hombros. Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija,
nada había sido bastante a detenerle en el lecho. -No -había dicho-. Esta es la última, lo conozco. Lo
conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, esta noche sobre todo, la
Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando. Vamos a la iglesia. Sus deseos se habían cumplido. Los concurrentes lo
subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa. En aquel punto sonaban las
doce en el reloj de la catedral. Pasó el Introito, y el Evangelio, y el
Ofertorio; llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla
consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a
elevarla. Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el
ámbito de la iglesia. Las campanas repicaron con un sonido vibrante y maese
Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano. Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un
acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga
de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos. A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba
desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y en un torrente de
atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios,
llegaba al mundo. Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que
entonaban las jerarquías de serafines. Mil himnos a la vez, que al
confundirse formaban uno solo, que, no obstante, sólo era el acompañamiento
de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de acordes
misteriosos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar. Luego fueron perdiéndose unos cuantos; después, otros. La
combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se
confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante
como un hilo de luz. El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su
cabeza cana, y como a través de una gasa azul que fingía el humo del
incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante, la
nota que maese Pérez sostenía tremante se abrió y una explosión de armonía
gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y
cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces. De cada una de las notas que formaban aquel magnífico
acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes,
aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las
frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada
cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador. La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los
ojos había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo recogimiento. El
sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquel que levantaba
en ellas, Aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, y le
parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia. El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban
gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se
debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito
desgarrador, agudo, un grito de mujer. El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a
un sollozo, y quedó mudo. La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia
la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad
todos los fieles. -¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y
nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la
confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el
orden y el recogimiento propios de la iglesia. -¿Qué ha sido eso? -preguntaron las damas al asistente,
que; precedido de los ministriles, fue uno de los primeros en subir a la
tribuna y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto
donde lo esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de
aquel desorden. -¿Qué hay? -Que maese Pérez acaba de morir. En efecto, cuando los primeros fieles, después de
atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre
organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún
vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, lo lloraba en
vano entre suspiros y sollozos. III -Buenas noches, mi señora doña Baltasara. ¿También usarced
viene esta noche a la misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de
ir a oírla a la parroquia pero, lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va
la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez
parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés...
¡Pobrecillo! ¡Era un santo!... Yo de mi sé decir que conservo un pedazo de su
jubón como una reliquia, y lo merece... Pues en Dios y en ni ánima que si el
señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos lo verían
en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos...
Ahora lo que priva es la novedad..., ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe
usted nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de
nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos
de lo que se dice o deja de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una
palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo
estar al corriente de algunas novedades. Pues, sí, señor. Parece cosa hecha que el organista de San
Román, aquel bisojo que siempre está echando pestes de los otros organistas,
perdulariote; que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro de
solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced,
porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que
nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora,
después de la muerte de su padre entró en un convento de novicia. Y era
natural: acostumbrados a oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había
de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues
cuando ya la comunidad había decidido que en honor del difunto, y como
muestra de respeto a su memoria, permaneciera callado el órgano en esta
noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a
tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa
no es suya, sino de los que le consienten esta profanación. Pero así va el
mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que nada
ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la multitud
en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por
no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho, las
gentes del barrio le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento
de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas,
panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, calle, ya entra en la
iglesia el héroe de la función. ¡Jesús!, ¡qué ropilla de colorines, qué
gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que hace ya rato
que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que
esta noche va a darnos que contar para muchos días. Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros
lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose,
según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de empellones y
codazos. Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo
estaba tan brillante como el año anterior. El nuevo organista, después de
atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar
el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba, unos tras
otros, los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor
sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y
no tardaría mucho en dejarse sentir. -Es un truhán que, por no hacer nada bien, ni aun mira a
la derecha -decían los unos. -Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano
de su parroquia peor que una carraca; viene a probar el de maese Pérez
-decían los otros. Y mientras éste se desembarazaba del capote para
prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél percibía sus sonajas, y
todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y
pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la
afable bondad del difunto maese Pérez. Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en
que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas,
tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, asemejando su
repique una lluvia de notas de cristal. Se elevaron las diáfanas ondas de
incienso y sonó el órgano. Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la
iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los
instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la
confusión y el estrépito sólo duraron algunos segundos. Todos a la vez, como
habían comenzado, enmudecieron de pronto. El segundo acorde, amplio,
valiente, magnífico, se sostenía aún, brotando de los tubos de metal del
órgano como una cascada de armonía inagotable y sonora. Cantos celestes como los que acarician los oídos en los
momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el
labio, notas sueltas de una melodía lejana que suena a intervalos, traídas en
las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un
murmullo semejante al de la lluvia, trinos de alondras que se levantan
gorjeando de entre las flores como una saeta despedida de las nubes;
estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de
serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la
imaginación comprende, himnos alados que parecían remontarse al trono del
Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien
voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más
fantástico color que lo habían expresado nunca. ... Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que
se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verlo y admirarlo, que
el asistente, temiendo, no sin razón, que lo ahogaran entre todos, mandó a
algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino
hasta llegar al altar mayor, donde el prelado lo esperaba. -Ya veis -le dijo este último cuando lo trajeron a su
presencia-. Vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan
cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje tocando la
Nochebuena en la misa de la catedral? -El año que viene -respondió el organista- prometo daros
gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano. -¿Y por qué? -interrumpió el prelado. -Porque... -añadió el organista, procurando dominar la
emoción que se revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo,
y no puede expresar todo lo que se quiere. El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas
tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las
revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,
dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se
disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban
aún dos mujeres que después de persignarse y murmurar una oración ante el
retablo del Arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el
callejón de las Dueñas. -¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la
una-. Yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de
asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede
haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San
Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarlo el señor cura
por malo; y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay
más que mirarlo al rostro, que, según dicen, es el espejo del alma... Yo me
acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de
maese Pérez cuando, en semejante noche como ésta, bajaba de la tribuna,
después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan
bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste,
que ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la
meseta, Y con un olor de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara,
créame usarced, y créame con todas veras: yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban
la esquina del callejón y desaparecían. Creemos inútil decir a nuestros
lectores quién era una de ellas. IV Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de
Santa Inés y la hija de Maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre
las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los
fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio,
silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta,
escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del
barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo. -Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobre
manera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la
catedral esta noche. Tocad vos el órgano, tocadlo sin desconfianza de ninguna
clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen
vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis? -Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento
profundamente conmovido. -¿Miedo? ¿De qué? -No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo
os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y,
ufana con esta distinción, pensé arreglar unos registros y templarlo, a fin
de que os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce
a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una
hora..., no sé cuál..., pero las campanas eran tristísimas y muchas...,
muchas..., estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en
el umbral, y aquel tiempo me pareció un siglo. La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el
fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz
moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus
reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el
profundo horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; vi a un
hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo
estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la
otra sus registros..., y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera
indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del
tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el
tono sordo, casi imperceptible, pero justo. Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el
hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración. El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en
mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise
gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me
había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi
padre! -¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo
malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternóster y un
avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que
os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado
en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad,
marchad a ocupar la tribuna del órgano; la misa va a comenzar, y ya esperan
con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí,
antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia
solemne, para el objeto de tan especial devoción. La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la
comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la
tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la misa. Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriera nada notable
hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo
tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La superiora, las
monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna. -¡Miradlo! ¡Miradlo! -decía la joven, fijando sus
desencajados ojos en el banquillo; de donde se había levantado, asombrada,
para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna. Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano
estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando...; sonando como sólo
los arcángeles podrían imitarlo... en sus raptos de místico alborozo. ... -¿No os dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara;
no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Oídlo. ¡Qué! ¿no estuvisteis anoche en
la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no
se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, con razón, una
furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés, no haber podido presenciar el
portento..., ¿y para qué?... Para oir una cencerrada, porque personas que lo
oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la
catedral no fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el
bisojo, mentira...; aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de
maese Pérez. (Leyenda soriana) Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un
cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una
verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en
aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de
filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en
su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato. I Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y
el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la
cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que
leía la última carta de un trovador. Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el
anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros,
los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los
días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra. -¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor?
-preguntaba algunas veces su madre. -No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en
el claustro del monasterio de la Peña; sentado al borde de una tumba,
prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los
muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por
debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en
contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar
los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En
cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal
modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no
lo siguiese a todas partes. Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a
la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas
creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique
era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera
encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos! Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban
espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo
largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas
en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un
escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la
lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los
musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres
misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio,
intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en
las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no
podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo.
Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla
porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como
un junco. Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de
quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un
vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético
insomnio exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que
es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo
de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas
serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no
podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor? II Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras
piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al
antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo
de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la
Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en
pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte
se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de
su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las
que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines cuyos senderos no
hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación,
abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano
del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos
troncos de los árboles; y las sombrías calles de álamos, cuyas copas se
tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos
silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en
los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento
como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules,
balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos,
pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche; una noche de verano, templada, llena de
perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de
un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía,
después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta
de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y
ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los
Templarios. La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido
remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar
en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del
Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de
sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una
cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del
traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba
entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o
imposibles penetraba en los jardines. -¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas
horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique-; y se lanzó en su
seguimiento, rápido como una saeta. III Llegó al punto en que había visto perderse, entre la
espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde?
Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los
árboles como una claridad o una forma blanca que se movía. -¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como
una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las
redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos.
Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una
especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!... Por
aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas,
y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y
corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-. Pero siguen
sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha
hablado... El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que
rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va
por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una
lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo
verla, otras pensando oírla: ya notando que las ramas por entre las cuales
había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella
de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial,
que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se
burlaba de él complaciéndose en huirlo por entre aquellas intrincadas
malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí,
parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre
la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que
bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que
se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir
mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó, trepando de peña en
peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en
lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies,
arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes
que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista
a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo
contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que
dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca
y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la
mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó
de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya
redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, y desnudándose del ancho
capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la
barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y
cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la
parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que
en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban
sus pardas almenas. IV Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que
habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió
la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta
idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacía el barrio de San Juan,
comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía,
oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo
interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta
al cerrarse, ora el relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que
lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche,
que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya
la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes
que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado,
anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra;
oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una
indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de
aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave,
que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se
reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente. -No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven
en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica-; aquí
vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San
Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada
la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?... No hay
más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las
más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana
gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un
momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que
daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones
de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado
y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la
mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes
capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un
instante. -¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De
dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, animal -ésta fue
la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre
escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos
espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: -En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de
Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra
contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. -Pero, ¿y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y
su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? -No tiene ninguna mujer consigo. -¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel
aposento, donde toda la noche he visto arder una luz? -¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se
halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece. Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera
causado más asombro que el que le causaron estas palabras. V -Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la
encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué? Eso es lo que
no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola
palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que
vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos
aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están
sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso
rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo
pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la encontraré...;
la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad
es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado
noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de
veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua
bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de
anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche
de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que
el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no
importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá
seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y
húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color...;
son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules deben
de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos
para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su
traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros. ¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y
adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta...;
porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de
nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso
crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el
rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y
majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como
el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que
gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano
de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir
conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya,
con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez
que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y
el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre
las ruinas en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don
Antonio de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los
cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad
desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a
aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced
a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto
en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se
perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. VI La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda
su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor
dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto
y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda
que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios
se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo
del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que
ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha
visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el
suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus
miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas
de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una
carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a
brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que
un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a
intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía
las ramas. ... Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un
sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con
una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni
a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. -Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla-. ¿Por
qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y
amándote pueda hacerte feliz? -¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el
joven. -¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de
sus escuderos-. Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis desplegar al
aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se
encuentra la gloria. -¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna. -¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha
compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal? -¡No! ¡No! -exclamó el joven, incorporándose colérico en
su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis
solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo,
fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro
antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para
encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía
así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar
el juicio. En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros
apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad
de Toledo, hay escritas tres fechas. Los sucesos de que guardan la memoria estos números son
hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he
entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos
sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos
exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles. Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y
extravagantes delirios, hubiera podido escribir los extraños episodios de las
historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados,
historias cuyo vago desenlace flota por último indeciso, en ese punto que
separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero
original y acaso interesante. No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías
ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las
mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los
dedos el polvo de oro de sus alas. Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres
sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas,
los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una
serie de ideas como con un hilo de luz, los tres temas en fin sobre que yo
hago mil y mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías
de la imaginación. I Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que
guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han
habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le revela
tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada
siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más
insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera y pondría sobre
la barrera un tarjetón con este letrero: «En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de
los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque
a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.» Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco
macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto. En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la
acción de los años, en el cual crece la hiedra que, agitada con el aire,
flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas. Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un
retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y
churrigueresco, su farolillo pendiente de su cordel y sus votos de cera. Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar,
dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos
lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su
forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y
desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre
la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de
ingreso, dos o tres ajimeces abiertos al capricho en un paredón grietado, y
un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece
a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de
todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una
muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte. Éstas tienen un
balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas, una ventana gótica
recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; las de más allá, unos
pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los
tableros y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco,
empotrados en el muro. El palacio de un magnate convertido en corral de
vecindad, la casa de un alfaquí habitada por un canónigo, una sinagoga judía
transformada en oratorio cristiano, un convento levantado sobre las ruinas de
una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre, mil extraños y
pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas,
civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de
terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle
construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad
de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba una
saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar
el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas
combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con
tantos y tantos accidentes que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia. Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en
sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de
atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con
honores de fonda en que me había hospedado. Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro sin
encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro
ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón,
del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese ni aun por
casualidad el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y
rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en
medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época
remota. Una tarde, sin embargo, el pasar frente a un caserón
antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro
ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé
casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un
festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero
tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual
se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con su marco y sus
hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a
enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus
cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y
transparente. Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención
por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en
ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas
se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la
persona que sin duda me miraba en aquel instante. Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana o
mejor dicho, de la cortinilla o, más claro todavía, de la mujer que la había
levantado porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca,
tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo
una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita. Pasé otra tarde; pasé con cuidado; apreté los tacones
aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían,
respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió
a levantar. La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con
la imaginación, me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en
efecto. Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé
otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo,
permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos y yo, desde
lejos, volvía a ella por última vez los ojos. Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de
San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste
melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre
las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor
del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del
agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no
soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué historias imposibles no
forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál
era el color de sus ojos. La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de
la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia, como el rayo del sol que
dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias
muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía
haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía,
coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras
las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En
mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía,
despertó en mi alma aquella ventana, mientras permanecí en Toledo...! Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la
ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera;
me despedí del mundo, de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para
Madrid. Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más
alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra
vez, y me acordé de la calle. Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi
asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis
ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, a la que
yo le llamo la fecha de la ventana. Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de
marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera
de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de papel, media
docena de lápices y unos Cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese
concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en
sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso
Desde Toledo a Madrid. Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar
de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje y
algunos otros que aún no conocía sino de nombre. Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos por
entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía
disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero
placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida,
calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables. Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en
Toledo, después de una de estas largas excursiones a través del desconocido,
no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande,
desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población y
como escondida en uno de sus más apartados rincones. La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial
en ella se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo
que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En
las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor
malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas
rastreras de campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda,
fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire,
descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos
al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas. Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi
ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de
fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas, y arrojadas en diferentes
épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido
fácil seguir un curso de geología histórica. Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de
columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillo de cien clases diversas,
grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi
hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero
y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a
primera vista a la superficie, llamando así mismo la atención y deslumbrando
los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un
puñado de diamantes arrojados a granel y que, examinadas de cerca, no eran
otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas
que, refractando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas
microscópicas y deslumbrantes. Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos
con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos
cubierta de grandes losas de pizarra y en su mayor parte, según dejamos
dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e
inculto. Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran
tampoco menos extraños y dignos de estudio. Por un lado la cerraba una hilera
de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas,
veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con
una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con
tiestos de flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus
ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos. Otro frente lo constituía un paredón negruzco lleno de
grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos
pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo. Un paredón altísimo,
formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones
tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando
ángulo con él, una tapia de ladrillos desconchada y llena de mechinales,
manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas y coronada de un
bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredadera. Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la
extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis
ojos, cautivando mi ánimo o suspendiéndome durante algún tiempo, pues el
verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono
general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más
original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que
se levantaban en su alrededor. -¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle.
Y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y
afilando un lápiz de madera me apercibí a trazar, aunque ligeramente, sus
formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo. Si yo pudiera pegar aquí con dos obleas el ligerísimo y
mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me
ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada
de él que todas las descripciones imaginables. Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor
modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, pueda formarse una idea
remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su
conjunto. Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de
herradura, sus muros engalanados con largas hileras de arcos que se cruzan
cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillantes:
aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas
columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se
eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas
vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha de oro que se pierde en el
vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y
azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes que al descorrerse
dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y
surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado;
todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja
adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores. El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al
fin. La acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar
los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge
entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba; y en este punto
rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos,
por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol;
en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y
sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones
altas y sombrías, en las cuales se ven, por una parte, trozos de alicatado
reluciente, por otra, artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de
herradura ligero y puro que da entrada a un salón gótico severo e imponente. Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel
recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas y éstas, a su vez, fabrican
de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar
morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el
escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos
y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros y, aprovechando unos
restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y
extravagantes que pueden concebirse. Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como
envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus
doseles una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen
entre las hojas de acanto sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira
elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las
saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo y
tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes
a un tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos y fabrican, por
último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen
melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al
impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a
veces lágrimas de involuntaria tristeza. Después pasan los años y bañan con una veladura de un
medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la
hiedra en sus hendiduras. Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los
vencejos, en el ala de los tejados; las golondrinas, en los doseles de
granito; y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales,
desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los
atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y
sus silbos extraños y agudos. Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias
especiales hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan
original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos como el que
aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano,
describir con palabras. Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi
cartera; el sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad; la brisa del
crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente cuando, absorto en las ideas que
de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de
otras edades más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en
pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo,
recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo
a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo. Veía
claramente sucederse las épocas y derrumbarse unos muros y levantarse otros.
Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres dejar lugar a otras
mujeres, y las primeras y las que venían después convertirse en polvo y volar
deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba
suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres.
Luego... ¡Qué sé yo!, todo confuso, muchas cosas revueltas, tocadores de
encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores, celdas estrechas y
sombrías con un reclinatorio y un crucifijo, al pie del crucifijo un libro
abierto y sobre el libro una calavera, salones severos y grandiosos cubiertos
de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y
volvían a cruzar ante mis ojos: monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas
morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de
continente altivo y andar majestuoso. Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que
después de pensadas no pueden recordarse, de esas tan inmateriales que es
imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di
un salto sobre mi asiento y, pasándome la mano por los ojos para convencerme
de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso,
fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto
perfectamente, una mano blanquísima que, saliendo por uno de los huecos de
aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había
agitado varias veces, como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me
saludaba a mí, no era posible que me equivocase: estaba solo, completamente
solo en la plaza. En balde esperé la noche clavado en aquel sitio y sin
apartar un punto los ojos del mirador. Inútilmente volví muchas veces a
ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer
aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis
delirios del día. No la volví a ver más... Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo
dejando allí como una carga inútil y ridícula todas las ilusiones que en su
seno se habían levantado en mi mente. Torné a guardar los papeles en mi
cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda,
la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla miré un momento la
anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreírme de Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido
hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de un año durante el cual no dejó
de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio a todas horas y
con todos sus detalles, después, con menos frecuencia y por último con tanta
vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de
una ilusión o de un sueño. No obstante, apenas llegué a la ciudad que con
tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de
él la memoria, salí preocupado a recorrer las calles sin camino cierto, sin
intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo. El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo
lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era color de plomo, y a su reflejo
melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros.
El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus
ráfagas como notas perdidas de una sinfonía misteriosa ya palabras
ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La
atmósfera húmeda y fría helaba el rostro a su contacto y hasta diríase que
helaba el alma con su soplo glacial. Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados
y desiertos absorto en mil confusas imaginaciones y, contra mi costumbre, con
la mirada vaga y perdida en el espacio sin que lograse llamar mi atención ni
un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido,
ni una obra de arte maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas
en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente
ideas de arte y recuerdos históricos. El cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba
con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una
lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando, sin saber por dónde,
pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no
podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que
iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis
lectores. Al encontrarme en aquel lugar, salí de la especie de
letargo en que me hallaba sumido como si me hubiesen despertado de un sueño
profundo con una violenta sacudida. Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo
dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta
de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza: Pero la
verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos
lugares por la vez primera hasta el que me impresionó entonces, había toda la
distancia que existe desde la melancolía a la amargura. Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en
aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a
alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz
cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando
contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de
pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado que parecía como
acometido de un vértigo. Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se
dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos
caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas,
que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con
sollozos ahogados, la otra como riendo en carcajadas estridentes, semejantes
a la risa de una mujer loca. A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de
las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras
de un cántico religioso y solemne. Varié de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué
a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había
sentados en sus escalones de piedra: -¿Qué hay aquí? -Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo
la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no
sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi
pregunta. Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto
tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me
impulsaron a penetrar en su recinto. La iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas
de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que
descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de
capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba
colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento, cuajada de
angelones con escudos, grifos cuyos remates fingían profusas hojarascas,
cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes.
En torno a las naves se veían multitud de capillas oscuras, en el fondo de
las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el
cielo de una noche oscura. Capillas de arquitectura árabe, gótica o
churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con
humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una
antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas
con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con
lacitos de cinta de colorines. Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la
iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con
el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las
lámparas de plata de cobre pendientes de las bóvedas, de las velas de los
altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro partían rayos de
luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por
algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de
los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices
diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las
rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante
claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose
entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una
mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las
capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los
fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante
tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar
mayor bajaban en aquel momento sus gradas, cubiertas de alfombras, envueltos
en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para
dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo. Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de
asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció
que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un
instante la mano, y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila,
como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del
coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía
verse. Como unos fantasmas blancos y negros, que se movían entre las
tinieblas contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos
cirios encendidos, una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,
coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad,
las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares, un
crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo
del cuadro como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más
palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que
ocupaba. Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas
de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos
ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el
ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las
orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro. Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras
sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor. ¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del
crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un
pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña un jirón de
niebla que flota lentamente en el vacío y, alternativamente, ya parece una
mujer que se mueve y anda y vuela su traje al andar, ya un velo blanco
prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se
eleva en el aire, cubriendo sus huesos amarillos con un sudario sobre el que
se cree ver dibujarse sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese
género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose
del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima. El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse
perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo y su resplandor,
formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacían resaltar por
oscuro, bañándola en una dudosa sombra. Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en
ella, y comenzó la última parte de la ceremonia. La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles,
palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le
arrancó de las sienes la corona de flores que la ceñía y la arrojó lejos de
sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer,
hermana de las flores, como todas las mujeres. Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se
derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo
pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del
profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo
que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente
que sombreaba y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos
que el aire perfumado había besado tantas veces... La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras;
los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la
iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos
largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de
las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de
las ojivas. Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de
piedra arrancada del nicho de un claustro gótico. Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y
la garganta, y la desnudaron por último de su traje nupcial, aquel traje que
parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de
emoción y cariño. El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá
de la muerte, abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a
traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los
amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las
religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo puñados de
flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la
multitud, y los sacerdotes, con sus voces profundas y huecas, comenzaron el
oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran,
aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que
pronuncian. -¡De profundis clamavi ad Te! -decían las religiosas desde
el fondo del coro con voces plañideras y dolientes. -¡Dies irae, dies illa! -le contestaban los sacerdotes con
eco atronador y profundo y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a
muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido
extraño y lúgubre. Yo estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar
una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi
vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder
algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso
desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no
se puede pintar y que sólo pueden concebir los que lo han sentido... Aún estaba clavado en aquel lugar, con los ojos
extraviados, temblorosos y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se
incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en
sus manos velas encendidas y formando dos largas hileras la condujeron como
en procesión hacia el fondo del coro. Allí entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la
puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la
religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas
las luces la iluminó de pronto y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que
ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la
conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina
el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor del que, al descender a
éste, algunas no pierden del todo la memoria. Di dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no
sé; rne acometió como un vértigo; pero en aquel instante la puerta claustral
se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron
un ¡Hosanna.-, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente
de atronadora armonía por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre
comenzaron a repicar, volteando con una furia espantosa. Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos.
Volví los ojos a mi alrededor, buscando los padres, la familia, huérfanos de
aquella mujer. No encontré a nadie. -Tal vez era sola en el mundo -dije, y no pude contener
una lágrima. -¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado
en el mundo! -exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba
y gemía agarrada a la reja. -¿La conoce usted? -la pregunté. -¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y -la he visto nacer y se ha
criado en mis brazos. -Y, ¿por qué profesa? -Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre
murieron en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla
huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase; y ya
veis... ¿Qué había de hacer? -¿Y quién era ella? -Hija del administrador del conde C***, al cual serví y
hasta su muerte. -¿Dónde vivía? Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una
exclamación de sorpresa. Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido
como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los
puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis
vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo. Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna
parte. Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la
puede leer y de donde no se borrará nunca. Algunas veces, recordando estos
sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado: algún día, en esa
hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera,
tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados
retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida
en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado
en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al
cruzar su imaginación la memoria de estas fechas? ¡Quién sabe! ¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro? (Leyenda religiosa) Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió
esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita. Mientras me explicaba el misterio de su forma especial,
besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que
da nombre a esta leyenda. Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna
sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió, la
historia de la infeliz Sara. Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa piadosa
tradición se me acuerda en este instante. I En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la
ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de
una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa
solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y
miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví. Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su
raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita. Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa
fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal
de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o
guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de
Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres. Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a
ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un
canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento
bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho
a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes
salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas. La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en
todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las
burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocían limites. Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban
piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del
próximo palacio pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más
injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por
el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e
indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su
nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos
pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa
de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de
hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin
aplicación alguna, de que se componía su tráfico. Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un
marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las
antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas
franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía
en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas
plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los
ennegrecidos muros de los edificios ruinosos. En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los
estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado
paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel. Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la
tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras las celosías de su ajimez
morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz, admirados
de las perfecciones de la hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan hermoso
vástago! Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía
los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo
fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el
cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos parecían recortados
hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez
era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un
sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro
esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo. Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su
maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea,
insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre,
que instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo,
se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su
extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y
sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón
abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y
dijo: -¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de
tu hija? El judío levantó un instante los ojos de su yunque,
suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó a
su interpelante: -¿Y qué dicen de ella? -Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué sé yo!
Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija está enamorada de un cristiano. Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se
detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel. Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato
fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la vista para seguir su
interrumpida tarea, exclamó: -¿Y quién dice que eso no es una calumnia? -Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma
calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió
el joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y después sus
afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel. Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el
yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en
bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a
hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo
sus labios las ideas que cruzaban por su mente. -¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y
diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se
apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis
que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre
riéndose mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el
metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya
chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan
hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros
enemigos?... ¡Je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por
ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien pudiera ser, y ese
amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y
proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo
cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejara arrebatar su
tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse? -Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis
acaso...? -Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la
espalda-, sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado
la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto
antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos.
¡Adiós! Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su
interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio y comenzó a
cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla. El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobres
sus premiosos goznes impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías
sobre el ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía
acabara de retirarse de su alféizar. II Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo,
después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan
de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a
las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de
sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la
Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel
Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a
intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella
época velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del viento, que
hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas
de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un
poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas
que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la
orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo
alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer,
aguardaba con impaciencia. -¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece
sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos !...
¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a mi
barca, teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno cuando así
evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Cervantes,
pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su
palma, que yo en nada entro ni salgo. Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca,
aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al
parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó
la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al
barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo
de que ya habían tratado anteriormente. -Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un
enjambre! Parece que esta noche será la última que se reúnen. -¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la
ciudad a estas horas? -Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que
debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo aguardarán, aunque presumo
que para nada bueno. Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos
instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de ordenar sus
ideas. «No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor
y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué
hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderlo.» Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar
las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la
angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla
opuesta. -Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas
monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía
serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen? -Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen
por la izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen
-respondió el barquero. Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado.
Durante algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente
entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y
cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se
dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció
entre las sombras de la noche. IV Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca
ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que
el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella
época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista
de los árabes. En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados
por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre las que yacían,
medio ocultas, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente
esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o grotescas o informes
figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y
algunos arcos rotos ya y cubiertos de hiedra. Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento,
al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos
instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se
dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que
ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que,
antes bien, respirando cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía
animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de
saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y
parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los
otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos
necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado
meditando días y días, mientras golpeaba impasible el yunque de su covacha de
Toledo. Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar
hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un
grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las
sombras de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver
que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras
otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o afilaban sobre una
piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por
su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de
misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño
Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia
inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos. Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus
ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces
verdugos sólo aguardaban a la víctima. Sara, llena de una santa indignación, rebosando en
generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su
amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo
y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentóse de imprevisto en
el umbral del templo. Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de
sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, en ademán amenazante, le
preguntó con voz ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada? -Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz
firme y resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros
que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis
cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no
vendrá porque yo lo he prevenido de vuestras asechanzas. -¿Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-. Sara, eso
no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición, hasta el punto de revelar
nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado, tú no eres
mi hija... -No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo
amor para los suyos, un Padre a quien vosotros clavasteis en una afrentosa
cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una eternidad las
puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me
avergüenzo de mi origen. Al oir estas palabras, pronunciadas con esa enérgica
entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de
furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola
por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el
pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla,
exclamando al dirigirse a los que los rodeaban: -Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame,
que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos. IV Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral
asordaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se
entretenían en tirar ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que
como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la
puerta de su tenducho, como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en
los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear
en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada
en su alféizar de azulejos de colores. ... Cuentan que algunos años después un pastor trajo al
arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados
todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y misteriosa,
que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la
derruida iglesia. (CÁNTIGA PROVENZAL)
Yo fui el verdadero
Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell. I Nobles aventureros que, puesta la lanza en la puja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestra montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os ha sorprendido en él la tormenta y la noche y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aun se ve en su fondo, oídme. II Pastores que seguéis con lento paso vuestras blancas ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego, habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme. III Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el amor que os inspira el sombrío monasterio que se alza entre sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más nobles y los jacintos más azules, oídme. IV Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío, semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último varón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia. * I Cuando
la noble condesa de Montagut estaba encinta de su primogénito, Teobaldo, tuvo
un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana
fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba
una serpiente, una serpiente monstruosa que arrojando agudos silbos, y ora
arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para
saltar, huyó de su vista, escondiéndose, al fin, entre unas zarzas. II Teobaldo
vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz; su padre pereció algunos años
después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios. III Un día
que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo a entra a guarecerse de
la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros
desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y con gerifaltes, en
la Iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando
su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impulsivo,
le conjuró, en nombre del cielo y llevando una hostia consagrada en sus
manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a
pedir al Papa la absolución de sus culpas. IV Teobaldo
era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a
contestarle. V Ya, después d dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la Iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta, riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo y gritos de: <<¡Al jabalí! ¡Al jabalí! ¡Por las breñas! ¡Hacia el monte!>> Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores, los caballos y los lebreles. VI -¿Por
donde va el jabalí? -preguntó el varón, subiendo a su corcel sin apoyarse en
el estribo ni desarmar la ballesta. VII Teobaldo
iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus
servidores, seguía tan de cerca la res, que dos o tres veces, dejándole la
brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y
echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo
divisaba a intervalos entre los espesos matorrales tornaba a desaparecer de
su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma. VIII Por
último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló la saeta,
que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto
y un espantoso bufido. IX Pintar
la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus
blasfemias, sólo repetirlas fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces
a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas
soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa d la más
espantosa desesperación. X El
caballo relincho con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote
increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire
comenzó a zumbar en los oídos del jinete como zumba una piedra arrojada por
la honda. Había partido sal escape; pero aun escape tan rápido, que, temeroso
de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar
los ojos agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines. XI Cuando, recobrado el animo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Montagut y en unos ligares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y arboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin limites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar: todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, y hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejo de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra. * I Nobles
caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato: si os
maravilla lo que os cuento, no creáis que es una fábula tejida a mi antojo
para sorprendes vuestra credulidad. De boca en boca ha llegado hasta mi esta
tradición, y la leyenda del sepulcro, que aun subsiste en el monasterio de
Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras. II Cuando
Teobaldo dejo de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el
vacío no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta
entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran
fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría
desbocado, es verdad; pero corría sin salir del termino de su señorío. Ya no
le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que le
arrastraba, sin que supiese adónde, a través de aquellas nieblas oscuras, de
aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se
iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las
hirvientes centellas, próximas a desprenderse. III Cabalgando
sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al
huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas, que relampagueaban
arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera
del Señor, cruzar como un formidable ejercito sobre las alas de la tempestad.
IV Y vio
al arcángel, blanco como la nieve, que, sentado sobre un inmenso globo de
cristal, los dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel
de plata sobre la superficie de un lago azul. V Por una
escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra; vio bajar muchas y
subir pocas. cada una d aquellas almas inocentes iba acompañada de un
arcángel purísimo, que la cubría con las sombras de sus alas. Los que
tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no ,
subían cantando como suben las alondras en las mañanas de abril. VI Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Montserrat, la Madre de Dios, le Reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos. VII Más allá del paraíso de los justos; más allá del trono donde se asienta la Virgen María, el ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio, viven en aquellas regiones que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la medula de los huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera comparase al zumbido lejano de un enjambre de abejas cuando, en las tardes de otoño, revolotean en derredor de las últimas flores. VIII Atravesaba
esa fantástica región adonde van todos los acentos de la Tierra, los sonidos
que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el
aire, los lamentos que creemos que nadie oye. IX Más
allá hirieron sus oídos, con un estrépito discordante, mil y mil acentos
ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganza, cantares de orgías,
palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de la impotencia
y juramentos sacrílegos de la impiedad. X Dejó
atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones
terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó, al
cabo, al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran
al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies. * I La
noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por
entre cuyas frondas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo
incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de
un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo
bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron
aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones
desconocidas y misteriosas. II En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio
destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y
transparente del cielo de la noche. III Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se
dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El
foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo,
inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos
de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente
una campana; frente al arco principal de la fortaleza, y sobre un pedestal de
granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado, y
confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano,
un himno religioso, grave, solemne y magnífico. IV -¿Quién sois y qué hacéis aquí? -le
pregunto Teobaldo al monje. (LEYENDA CASTELLANA)
I Margarita lloraba con el rostro oculto entre las
manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de
sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia
la que había doblado su frente. II Apenas rayaba en el cielo la primera luz del
alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería
de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos
de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la
torre más alta de la fortaleza. III El ejército de don Fernando, después de salir de
Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado
antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez
expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
IV El real de los cristianos se extendía por todo el
campo de Guadaira hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir.
Enfrente del real, y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los
muros de Sevilla, flanqueados de torres, almenadas y fuertes. Por cima de la
corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca
ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos
como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre
cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro
grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro
llamas. V En
un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a
Gómara he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la
extraña ceremonia del casamiento del conde.
I Frente al establecimiento de baños de Fitero, y
sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven
todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos
gloriosos de la reconquista por haber sido teatro de grandes y memorables
hazañas, así por parte de los que lo defendieron como de los que
valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz. De los
muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya
han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio
de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se
vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y
carcomidos; aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la
yedra; allí un torreón que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los
postes de argamasa con las anillas de hierro que sostenían el puente
colgante. II Cuando el castillo, del que ahora sólo restan
algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de
las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca
en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama,
tuvo lugar junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó
herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de
renombre por su piedad como por su valentía. III Cuando
el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de
extravío, y dijo: ( LEYENDA TOLEDANA)
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo
de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se
exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos
separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores
edificios de la ciudad.
II
III
Ya hacia un largo rato que los pacificos habitantes de toledo habían cerrado
con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana
gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar,
convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines,
cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el
Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que
se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las
comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura. LA CRUZ DEL DIABLO
I El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras
alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando, después de una
fatigosa jornada, llegamos a Bellver, termino de nuestro viaje. II Las
llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso
tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se
proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o
tomaban formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o
menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua como
cangilón de noria había dado tres veces la vuelta en derredor del circulo que
formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La
cruz del Diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de
consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se
echo al coleto un ultimo trago de vino, limpióse con el revés de la mano la
boca y comenzó de este modo:
En un pequeño lugar de Aragón , y allá por los años de mil trescientos y
pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don
Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra
infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de
las rudas fatigas de los combates. Bartolomé
vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada.
. . . . . . . . .
. .
CORO
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos
que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a, un impulso
más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que
fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le
ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se
rompió , desvanecióse todo como el humo, y al bullicioso tropel con las
timidas corzas, sorpendidas en lo mejor de sus nocturno juegos, huían
espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un
salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte. EL CAUDILLO DE LAS MANOS ROJAS VII
XI
XVII
V IX
LA
VUELTA DEL COMBATE XV
XIV
XVIII
LA AJORCA DE ORO
(Leyenda toledana) I Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra. El
la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con
ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se
asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo
para la expiación de una culpa. Ella
era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo;
él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su
época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos
eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer. La
tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes. Yo,
en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi
cosecha para caracterizarlos; mejor. II El
la encontró un día llorando, y la preguntó: ¿Por
qué lloras? Ella
se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar. Pedro,
entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil
árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a
decirle: ¿Por
qué lloras? El
Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que
se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla
de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del
agua interrumpía el alto silencio. María
exclamó: No
me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte
ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin
que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra
imaginación, sin que ose formularlas el labio, fenómenos incomprensibles de
nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo
ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te
arrancaría una carcajada. Cuando
estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus
preguntas. La
hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz
sorda y entrecortada: Tú
lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo diré,
puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la
Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro,
resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban,
dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los
sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo rezaba, rezaba absorta en mis
pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se
dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la
imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta
entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo,
llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la
ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa
su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos
se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una
manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y
amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de
fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que
fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a
casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para
dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer
se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,
perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba
la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo
adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me
miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la
joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de
una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca...
Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que
resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca.
Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un
clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo
Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír
mi locura? Pedro,
con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la
cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda: -¿Qué
Virgen tiene esa presea? -La
del Sagrario murmuró María. -¡La
del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la
Catedral! ... Y
en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de
una idea. -¡Ah!
¿Por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su
corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me
costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra
Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible! -¡Nunca!
-murmuró María con voz casi imperceptible-. ¡Nunca! Y
siguió llorando. Pedro
fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que pasaba
y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador,
entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. III ¡La
Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que
al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se
guarece y vive, con la vida que le ha prestado, el genio, toda una creación
de seres imaginarios y reales. Figuraos
un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con
las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas donde lucha y
se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas. Figuraos
un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío
como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis
una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de nuestros
mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias;
de su inspiración y de sus artes. En
su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo
honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las
mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando
el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera
de fe. Pero
si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier
hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión
tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas,
de alfombras, y sus pilares, de tapices. Entonces
cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de
los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus
cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces
es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive
en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El
mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en
la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen. La
fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya
ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces
de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían
rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando
de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que
se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que
vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la
claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones. Era
Pedro. ¿Qué
había pasado entre los dos amantes para que se arrestara, al fin, a poner por
obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos de horror?
Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su
criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en
el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su
pensamiento. La
catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso
ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no
existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a
su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que
se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar. Pedro
hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la
primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas
de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la
espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan
por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no
pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos,
y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban
anchas y oscuras losas sepulcrales. Por
un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto
con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo
de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista,
y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló
el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería. ¡Adelante!,
volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y trepando por
ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de
formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente
aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por
una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de
tanto horror. Sin
embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante
concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que
hasta entonces había sentido. Tornó
empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un
movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la ajorca de oro, piadosa
ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una
fortuna. Ya
la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso
abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los
reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos
y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves,
pobladas de rumores temerosos y extraños. Al
fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus
labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con
luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo
el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila. Santos,
monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se
rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en
presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol
que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios,
mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones,
acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba, como los
gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de
granito, quiméricos, deformes, horrorosos. Ya
no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una
nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito
desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara. Cuando
al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar,
tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó
con una estridente carcajada:- -¡Suya,
suya! El
infeliz estaba loco. |
+Página elaborada por: alexmf_138@hotmail.com |