NO no No NO  nO nO Nono no NO No nO
no No NO noNO No  NO nO No NONo
no NO nO No nO NO no NO nO No no NO
 

        Mi abuelo hacía de ventrílocuo y de mago en la vieja tierra, mientras la abuela tocaba el arpa para que la gente bailara, después de la actuación de él.

        No conocí bien a la abuela antes de su muerte, pero sentía que nunca estaba lejos, porque su vieja arpa estaba siempre en un rincón de la habitación del abuelo.
 

            Era un arpa mediana. Le faltaban las cuerdas. El arco estaba
  deformado.   Lo único que quedaba de su antiguo barniz lustroso eran
  unos pocos copos de caspa dorada. Pero para mí era un objeto hermoso.
 

        Trataba de imaginarme cómo debía sonar cuando la abuela la tocaba, pero no podía. No había oído nunca tocar el arpa. Mi cabeza estaba llena de música de otro tipo: las canciones repetitivas del tío Al, las gaitas del día de San Patricio, los tambores y trompetas del día de las elecciones, el armonio del carrusel de Central Park, las cítaras que se oían a través de las puertas batientes de las cervecerías de Yorkville, la concertina que tocaba el ciego del barco de excursiones de North Beach. Pero jamás había oído un arpa.

        Podía imaginarme a la abuela con el reluciente instrumento en el regazo, pero en mis ensoñaciones no se producía sonido alguno cuando sus manos pulsaban las cuerdas.

        Tomé una decisión, una de las pocas que recuerdo haber tomado. Iba a conseguir un empleo y ahorrar dinero y llevar el arpa al taller de arpas y hacer que le pusieran cuerdas y descubrir por fin qué clase de música podía hacer.

        Pero cuando finalmente obtuve mi primer sueldo, encontré formas más urgentes de gastarme la pasta. Habrían de transcurrir casi quince años antes de que pulsara mi primera cuerda de arpa. No quedé decepcionado. Era una emoción que valía la pena haberme reservado.

Nuevo intento