Este domingo de la octava de Navidad es al mismo tiempo la festividad de la Sagrada Familia de Nazaret.
El Hijo de Dios ha venido al mundo a través de la Virgen, cuyo nombre era María; ha nacido en Belén y crecido en Nazaret, bajo la protección de un hombre justo, llamado José.
Jesús fue desde el principio el centro de su gran amor, lleno de solicitud y de afecto; ésta fue la gran vocación de ambos, su inspiración, el gran misterio de sus vidas. En la casa de Nazaret «el niño iba creciendo y robusteciéndose, y adelantaba en saber; y el favor de Dios lo acompañaba» (Lucas 2,52). Fue obediente y sumiso, como un hijo debe serlo con sus padres. Esta obediencia por parte de Jesús en Nazaret frente a María y José ocupa casi todos los años vividos por él sobre la tierra y, por consiguiente, constituye el período más largo de la obediencia total e ininterrumpida de Jesús al Padre Celestial. No son muchos los años que Jesús dedicó al servicio de la Buena Nueva y, finalmente, al sacrificio de la cruz.
En la festividad de la Sagrada Familia de Nazaret, la Iglesia, a través de la liturgia de este día, expresa sus mejores y más fervientes felicitaciones a todas las familias del mundo. Escojo de la carta a los Colosenses estas breves palabras, tan ricas en significado: «La paz de Cristo reine en vuestros corazones». (Colosenses 3,15).
La paz es, efectivamente, signo del amor, su ratificación en la vida de la familia. La paz es la alegría de los corazones, el consuelo en la fatiga cotidiana. La paz es el apoyo que se ofrecen recíprocamente marido y mujer, y que los hijos hallan en sus padres, y los padres en los hijos.
Que todas las familias del mundo acepten los deseos de esta clase de paz.