Helsinki, 31 de Enero, 2004

Al igual que Patrick transcribió el cuento del "Hermano hombre", transcribo yo ahora, dedicado a Marisa, la estancia VI de este maravilloso libro de Wenceslao Fernández Flórez, "El bosque animado" -mil gracias, Patrick, por regalármelo
Besos gatunos, JAUI

El clan de los gatos

Morriña se fugó del pazo al anochecer de uno de los últimos días de agosto. Morriña vivía perfectamente con la señorial familia D'Abondo; sin embargo, a nadie le debe extrañar su evasión. Al gato no le importa demasiado la libertad, pero ama lo extraordinario, la escapada a la aventura, más que ningún otro animial de los que el hombre domestica. Está siempre soñando novelerías y en cualquier ocasión intenta realizarlas. Pocas veces pasan veinticuatro horas sobre la aldea sin que alguno abandone la ancha piedra del lar en la que dormita, para echarse al monte.

Oculto en un maizal, Morriña oyó sin conmoverse los gritos de las dos damas que le llamaban con voces donde los diminutivos cariñosos temblaban de afán. Sabela, la criada, le requirió también, ásperamente, pero Morriña apenas se movió más que para darle un zarpazo a un abejorro y para oliscar una hoja que le acariciaba cerca del hocico rosado. Después, cuando la oscuridad se hizo más densa, Morriña emprendió su caminata con mayor serenidad de la que podría esperarse de un gato que hace su primera salida.

Ciertamente no sabía a dónde ir. Cerca de la fraga se detuvo a mirar la choza de Juanita Arruallo por cuya abierta ventana salía un delicioso olor a sardinas. Morriña se sobrepuso a la emoción que en él despertaba siempre el olor a sardinas, y siguió. Anduvo mucho tiempo y llegó a los bosques que crecen para allá de Lendoiro, desde donde se divisan más de cinco parroquias y en las que el viento puede correr una legua entre los árboles sin encontrar para sus juegos el humo de ninguna vivienda humana.

Llegó y estimó con agrado aquel sitio salvaje. Las espinas de los tojos le habían arañado alguna vez, y estaba cansado, pero prefirió a dormir en cualquier cobijo satisfacer cien pequeñas ansias de animal libre que se revelaban súbitamente en él. Se agazapó en las sombras, acechó un rumorcillo y se lanzó, de un salto maravilloso, sobre una hoja seca que la brisa empujaba y a la que deshizo con inédita ferocidad entre sus uñas enrojecidas por la tierra arcillosa de los caminos.

Aquella noche fue cuando cazó un topo. Lo esperó mucho tiempo al extremo de su vivienda subterránea, recogido, con la cabeza casi pegada al suelo y el bigote erizado. Y cuando lo tuvo entre sus dientes agudos se sintió magníficamente triunfador. La verdad es que jamás había cazado nada, y la única presa que hizo una vez en el pazo estaba guisada por la cocinera.

Paseó aquel cuerpecillo estremecido aún y caliente, recreándose en un maullido que salía de su propia garganta como un hervor. Y fue entonces cuando empezaron a aparecer en torno del fugitivo, brotando silenciosamente de todos los lados del bosque, ojos verdes y ojos bermejos y ojos de oro que lo miraban con fijeza perturbadora. Morriña depositó a su víctima en tierra, puso sobre ella una garra y esperó.

-Es un hermano- maulló uno de los recién llegados, y las redondas pupilas brilladoras aproximáronse.

Primero formaron un círculo en torno de Morriña, pero surgieron más y más de las tinieblas, fueron como luciérnagas entre los matorrales y como estrellitas en las copas de los pinos. Las más lejanas iban y venían, llevadas por un afán curioso, y parecían multiplicarse. Su unos ojos humanos hubiesen podido ver tantos ojos encendidos creerían que el bosque entero estaba invadido de animales.

-Son gatos como yo- notó perfectamente Morriña, y les saludó con un largo maullido de abundantes modulaciones.

-Bien- gruñó a su lado el que antes le había reconocido -, deja esas serenatas de tejado para otra ocasión. Estás en el clan de los Gatos Libres.

Y se acercó a frotarle la nariz.

Aquella noche fue para Morriña una noche de agradables sorpresas. Cuando, a las tres de la madrugada, asomó en el cielo un trozo de luna roja y carcomido como un queso de Chester a medio roer por los ratones, Morriña reconoció entre sus compañeros a algunos gatos del rueiro próximo al pazo con los que se había peleado muchas veces y que desaparecieron sin que nunca se hubiera vuelto a saber de ellos. Todos los gatos huídos de las casitas aldeanas de diez parroquias a la redonda estaban allí, en la fraga llena de misterio. Los regía un gato de piel listada, que devoró con aire de indiferencia el topo cazado por el neófito, asegurando que de día en día la carne de los topos era de peor calidad.

Fue este gato el que, en la siguiente jornada, examinó y aleccionó a Morriña. Apoyó el pecho sobre las patitas cruzadas, entornó los ojos, que se oblicuaron asiáticamente, e inquirió:

-¿Qué hacías en el pazo?

-Comer y dormir.

-¿Nada más?

-También jugaba con los ovillos de mis amas. -¿Qué es un ovillo? -preguntó uno de los hijos del jefe que había nacido y vivido siempre en la fraga.

-Un ovillo -dijo su padre - es un animalito redondo que anida en el regazo de las mujeres. Cuando corre, adelgaza y se le estira el rabo. No es comestible -terminó con desprecio.

-No es comestible -corroboró Morriña -, pero yo jugaba con él tan graciosamente que mis amas me daban doble ración de hígado de vaca.

-También nosotros comeremos vaca muy pronto -afirmó con fiereza el jefe.

Y explicó. Los Gatos Libres habían reflexionado mucho acerca de su condición. Era verdad que existían gatos depauperados que se avenían a llevar un lazo y hasta un cascabel; pero verdaderamente un gato no se deja domesticar como un caballo o un perro. El gato es una fiera; ésta es la realidad. Una fiera emparentada con el tigre y con el león. El clan de los Gatos Libres se preocupaba de restituir y cultivar esa fiereza, de devolver al gato su natural condición.

-Hemos dejado de ser gatos. La sola palabra «gato» es un insulto entre nosotros.

-¿Qué somos, pues? -preguntó Morriña. -Panteritas... panteras peso pluma -respondió gravemente su maestro -, cuida en lo sucesivo de portarte como tal.

Morriña conoció desde entonces mil pequeños placeres: el del acecho de la caza, el de las largas siestas en lo alto de un roble desde donde casi se alcanzaba a ver la blanda sumidad del bosque, movible como un mar, y ese otro placer, que aman todos los gatos, de deslizarse entre las altas hierbas sin despertar un rumor ni apenas mover un tallo... No faltaba qué comer en el bosque. Avecillas que piaban entre sus uñas, locas de terror; ratas, gazapos de piel color tojo seco... Una vez, un enorme gato ceniciento y osado se aventuró en una excursión a la aldea -como baja a veces el hambriento tigre asiático- y volvió con un pulpo cocido.

El jefe del clan tenía la piel de un color leonado, casi rojo, y era fuerte y elástico y estaba mejor mantenido que los demás porque se apoderaba sin escrúpulos, con un autoritario bufido, de lo que cazaban sus compañeros, si resultaba de su agrado. Al amanecer de todos los días las pequeñas panteras se instruían colectivamente para la caza del buey. Habían resuelto cazar un buey algún día, uno de aquellos bueyes cachazudos y gordos que iban o venían por la carretera que atravesaba el bosque, para las ferias. Ahora ensayaban. Un seco tronco de árbol caído en mitad de los pinares hacía las veces de rumiante, y los gatos del clan probaban a lanzarse sobre él, en saltos magníficos por equipos de quince. El jefe aseguraba que no se tardaría mucho en poder intentar el «golpe» con eperanzas de éxito. Cuando le oían describir el panorama de la futura vida con buena y abundante carne a todas horas, en el amplio corro de gatos sentados sobre las patas traseras aparecía como un círculo de trazos rojos formado por las lenguas con que unánimemente se relamían.

-Tenemos sobradas aptitudes para cazar al buey -decía el gatazo bermejo -; lo que ocurre es que están dormidas en nosotros porque no las practicamos desde hace siglos, ablandados en una vida cómoda. cultivemos nuestra agilidad, nuestra ferocidad, nuestras garras, y la tarea nos resultará fácil.

El saltaba el primero, aleccionadoramente, sobre el tronco. ¡Cómo se recogía, hasta disimularse, en la rama que había elegido de trampolín! ¡Qué rápidos estremecimientos corrian por su piel en los instantes que duraba su apercibimiento! ¡Con qué elegancia disparaba su cuerpo hacia la presa, con las mandíbulas ya separadas y las garras dispuestas mientras recorría el aéreo camino del ataque! Ningún otro gato conseguía igualar su ímpetu, y todos le admiraban y se felicitaban de tener al frente del clan un cazador de tantas y tales excelencias.

Cuando se creyó terminado el período de prácticas no hubo que hacer más que esperar la ocasión. Y llegó. Fue en una mañana con poso de niebla; en los estrechos vallecillos el inmóvil aire teñido de blanco por la humedad recordaba el aspecto que en la mañana de San Juan tien el agua de los vasos donde las mozas han echado claras de huevo, al mediar la noche, para después deducir de su aspecto lo que el destino les reserva. El mundo parecía acabarse medio hectómetro alrededor de quien lo mirase, y comenzar allí mismo las nubes del cielo; las copas de los pinos más altos se decoloraban y perdían su dibujo al hundirse en la esparcida blancura. Todo era recóndito y secreto. Entraba en las almas esa impresión de impunidad que sólo dan las nieblas y las tinieblas.

Si bien se piensa, resultaba imposible desear un día mejor. Nadie sabía, sin embargo, que era aquél hasta que el gato bermejo, que se había alejado sin dejar entender sus planes, reapareció excitado y presuroso para ordenar que ocupasen sus puestos los cazadores, porque la gran prueba iba a realizarse dentro de unos minutos.

Así fue. Cada gato corrió a su lugar en el borde del talud que dominaba la carretera, y los cinco que habían de arrojarse al vientre y a las patas del animal, escondiéronse en la cuneta, según les habían ense˜ado. Fue muy útil que la orden les llegase de sorpresa, porque si tuviesen tiempo para meditarla quizá no les asistiese tanta decisión. La violencia y la reflexión se excluyen casi siempre recíprocamente.

El jefe del clan se disimuló entre las hojas de un roble. Los diez gatos que debían cubrir el cuello y los lomos del buey (se calculó que, más adelante, cuando la experiencia se afirmase, bastarían cuatro) estaban con los músculos en tensión, agazapados en el talud, atentos al camino. Los demás componentes del clan se ocultaban en el bosque, expectantes y emocionados, con los ojos muy abiertos y los erizados bigotes llenos de las gotitas que enhebraba en ellos la niebla.

Apareció la presa. Era un buey gigantesco, con grandes cuernos color caramelo, blancos por las puntas que señalaban el cenit. Caminaba lentamente, con la cabeza baja y de las dos anchas comas con que su nariz acentuaba el hocico salían a intervalos precisos violentos chorros de vapor que se sumaban a la bruma. Las graves pezuñas se asentaban, lentas y macizas, sobre la tierra como si tomasen posesión de ella. Todo era fuerza en aquella mole rubia que se hizo de repente la figura central del paisaje como si lo demás quedase referido súbitamente a subrayarla.

Detrás, a diez o doce pasos de distancia, iban dos aldeanos cambiando entre sí vaticinios acerca de los precios que habrían de regir en la feria. Uno llevaba al hombro la cuerda para atar al buey, y una aguijada en la mano, y el otro, sin interrumpir el diálogo, estimulaba la reacia y desigual marcha de un cerdo sujeto por una de las patas que, obedeciendo a los tirones del dueño, quedaba cómicamente en alto cuando el animal se encaprichaba en seguir itinerarios extravagantes. Al pasar el buey frente a los cazadores, los labriegos se inmovilizaron algo más allá, en la tarea de hacer ascua en la yesca para encender sus cigarrillos. Entonces fue cuando se oyó el maullido del jefe: la señal. Y las panteritas saltaron.

[...]