Henri Dunant

El que tiene un porqué en la vida, puede soportar casi cualquier cómo.

Friedrich Nietzsche

    A los treinta años, Henri Dunant era un rico banquero y financista suizo. Su vida sin duda habría continuado en gran medida como era, de no ser por un fatídico 24 de junio de 1895, día en que todo cambió.

    Dunant había sido enviado por su gobierno a hablar con Napoleón III. Tenía que discutir un acuerdo de negocios entre los suizos y los franceses que beneficiaría a ambos. Pero Napoleón no estaba en París; se encontraba en la llanura de Solferino a punto de entrar en batalla con los austriacos.

    Henri Dunant trató de estar en la escena antes de que empezara la batalla, pero llegó tarde. Su carruaje se detuvo en la cima de una montaña que daba al campo de batalla.

    De pronto sonaron las trompetas, los mosquetes dispararon, los cañones lanzaron sus balas. Las dos caballerías cargaron y se inició la batalla. Henri Dunant, sentado como en un palco de teatro, quedó transfigurado. Pudo ver el polvo que se levantaba, oír los gritos de los heridos y los moribundos. Dunant estaba como en trance ante el horror que había debajo de él.

    Pero el verdadero horror llegó más tarde, cuando entró en el pequeño pueblo una vez terminada la batalla. Cada casa, cada edificio estaba lleno de heridos, destro­zados, muertos. Llevado por la compasión que le inspiraba el sufrimiento que vio a su alrededor, Dunant permaneció tres días en el pueblo, haciendo todo lo que pudo por ayudar.

    Nunca más fue el mismo hombre. La guerra era algo bárbaro. El mundo debería abolirla.

    Ésa no era la manera de arreglar las diferencias entre las naciones. Y por sobre todo, debía existir una organización mundial para ayudar a la gente en tiempos de sufrimiento y caos.

    Henri Dunant volvió a Suiza, pero en los años siguientes se convirtió en un fanático del tema de la paz y la misericordia. Empezó a viajar por toda Europa predicando su mensaje. Por fin, su empresa sufrió el desgaste y pronto quebró. Pero él persistió.

    En la primera Conferencia de Ginebra, emprendió un ataque de un solo hombre contra la guerra. Como consecuencia, la Conferencia aprobó la primera ley internacional contra la guerra, un movimiento que más tarde daría origen tanto a la Liga de la Naciones como a las Naciones Unidas.

    En 1901 Dunant recibió el primer Premio Novel de la Paz y, a pesar de que no tenía un centavo y vivía en una casa pobre, entregó todo el premio al movimiento mundial que había fundado.

    Henri Dunant murió en 1910 casi totalmente olvidado por el mundo. Pero a él no le hacía falta ningún monumento que señalara su tumba. Como símbolo de la organización de la que había sido padre, había tomado la bandera suiza, una cruz blanca sobre campo rojo, y la invirtió: una cruz roja sobre campo blanco. La organización que se convirtió en su monumento eterno era la Cruz Roja.

Bits & Pieces