La cena familiar
Contemplé a mis gemelos adolescentes y quise llorar. Él llevaba pantalones anchos, el cabello color naranja y aretes. Ella llevaba un aro en la nariz, un tatuaje artificial y uñas de tres pulgadas. Era la Pascua y nos dirigíamos a cenar... adonde unos familiares... a celebrar.
¿Qué
diría la familia? Podía imaginar las murmuraciones de sus tías y tíos, las
miradas de desaprobación, las sacudidas de cabeza. Habría podido comenzar una
discusión allí mismo, en la puerta, antes de salir. Hubiera podido amenazar,
burlarme y reñir. Pero ¿y eso qué Sabía que no deseaba una pelea ni decir
palabras duras aquel día.
Hubiera sido más sencillo si sólo tuvieran nueve años. "¡Regresen a su
habitación y vístanse decentemente!", les habría dicho. Pero tenían
dieciséis años y lo que llevaban puesto ‑para ellos‑ era decente.
Y entonces partimos. Estaba preparada para las miradas, pero no las hubo. Estaba
preparada para las murmuraciones, y tampoco las hubo. Mis hijos se sentaron (aun
cuando lucían un poco extraños) en la mesa con otras veinte personas. Se
sentaron al lado de los rostros impecables de sus primos. Participaron en la
celebración y entonaron los cánticos de la fiesta. Mi hijo ayudó a leer a los
pequeños. Mi hija ayudó a levantar los platos. Rieron y bromearon y ayudaron a
servir el café a los mayores.
Mientras contemplaba sus bellos rostros, comprendí que no me importaba lo que
pensaran los demás, porque yo pensaba que eran maravillosos, transmitían
nuestra tradición con entusiasmo y con amor, y lo hacían naturalmente
‑desde su corazón.
Sentada a la mesa, los estudiaba. Sabía
que los pantalones anchos, el color del cabello y los tatuajes artificiales eran
sólo una manifestación de quiénes eran ellos por el momento. Esto cambiaría
con el tiempo. Pero su participación en las tradiciones de nuestras fiestas y
la intimidad de nuestra familia estaría con ellos para siempre. A medida que
crecían, yo sabia que esto nunca cambiaría.
Observaba a mis hijos y sentía su paz y
felicidad. En aquel momento, quise saltar y abrazarlos. Quería decirles que
pensaba que eran unos chicos maravillosos. Pero no lo hice. En aquel momento,
quería acercarme y pellizcar sus mejillas como lo hacía cuando tenían nueve años,
y decirles que eran hermosos. Pero no lo hice. Permanecí en mi lugar, canté y
cené y hablé con los demás.
Más tarde, camino a casa, se lo diría.
En privado, les diría cuánto significó para mí su presencia en la cena. Les
diría cuán maravillosos eran y cuán orgullosa me sentía de ser su madre. Más
tarde, cuando estuviéramos a solas, les diría cuánto los amo. Y lo hice.