Nuestra vida puede cambiar en un segundo

    En lo que respecta a Will, los jeans sucios y sin lavar eran los adecuados para usar en el colegio. Esa mañana discutimos cuando insistí en que debía usar los pantalones limpios, y salió corriendo a tomar el bus de la escuela, sin darnos nuestro habitual abrazo de despedida. Yo me sentía un poco molesta de que nos hubiéramos separado enojados.

    Se hacía tarde; ya eran las 7:20 A.M. y tenía que estar en mi oficina temprano para atender a una reunión. Me bañé y me estaba secando cuando escuché que llamaban a la puerta. Me puse la sudadera que me acababa de quitar y, con el cabello mojado, abrí vacilando la puerta. Sentí que algo malo había ocurrido.

    Una niña atemorizada y con los ojos muy abiertos me anunció sin aliento que a Will lo había atropellado un camión. Sentí el corazón oprimido. Permanecí allí, petrificada, hasta que algo en mi interior me hizo correr hacia el paradero del bus. Me encontraba a medio camino cuando lo vi tendido sin vida en la calle. El terror de lo que podría encontrar hizo que momentáneamente aminorara el paso. Luego escuché que Will me llamaba, y su voz hizo que corriera más velozmente que nunca. Estaba tendido boca abajo en la calle, la caja de la trompeta a su lado, cubierto con una manta ‑la manera de ayudar de un vecino compasivo.

    El aire estaba frío aquel día, y el sol brillaba sobre la escena. Fue aquel sol enceguecedor lo que contribuyó al accidente, ocasionado por un muchacho de dieciséis años que conducía un pequeño camión. Tomó sólo un segundo, un leve movimiento, y Will fue atropellado por el camión a una velocidad de 32 kilómetros por hora. Al parecer, el impacto lo lanzó por los aires y aterrizó a cierta distancia de allí, sobre sus rodillas y la caja de la trompeta, lo cual impidió que se golpeara la cabeza.

    Will estaba consciente; me hablaba y hacía pequeñas bromas para tranquilizarme. Yo estaba aterrorizada, pero sabía que debía mostrarme positiva y fuerte. Me di cuenta de que hubiera podido perderlo en un abrir y cerrar de Ojos; no obstante, por alguna razón desconocida, estaba tendido allí, contándome anécdotas.

    Escuché las sirenas del equipo de emergencia de los bomberos. El examen inicial no mostró lesiones en la cabeza, la espalda ni los brazos. Un bombero estaba cortando con cuidado los pantalones para cerciorarse de que no tenía ningún hueso roto. Will dijo, alegremente, que al parecer nunca podría volver a usar esos jeans. Reí y supe instintivamente, mientras subíamos a la ambulancia, que todo estaría bien.

    Will tuvo mucha suerte -yo tuve mucha suerte.

    Según el oficial de policía, era un milagro que Will no se hubiera lesionado gravemente o que hubiera muerto. Aquel día cuando llegamos a casa, hablamos y lloramos por muchas cosas: tener más cuidado, no dejar nunca a una persona que quieres cuando estás enojado, y la importancia que tiene vivir en el “ahora” y valorar la vida. Tenia la abrumadora conciencia de cuánto puede cam­biar nuestra vida en un segundo.

Daryl Ott Underhill