Una sorpresa para mamá

     El día de Navidad, toda la alegría de las relaciones familiares intimas se vela y se sentía en casa de mis padres. El aroma del pavo asado, del jamón cocido y del pan horneado estaba en el aire. Mesas y sillas se colocaban en todas partes para acomodar a los niños pequeños, a los adolescentes, a los padres y a los abuelos. Todas las habitaciones estaban profusamente decoradas. Ningún miembro de la familia había dejado de pasar el día de Navidad con nuestros padres.

    Aquel año, sin embargo, las cosas eran diferentes. Nuestro padre había fallecido el 26 de noviembre, y era la primera Navidad sin él. Mamá hacía lo posible para mostrarse como la amable anfitriona, pero yo sabía que esto le resultaba especialmente difícil. Yo también me sentía a punto de llorar, y me preguntaba una y otra vez si debía darle el regalo que había planeado, o si ya no sería apropiado en ausencia de mi padre.

    Unos pocos meses antes, me había dedicado a dar los últimos toques a los retratos que había hecho de cada uno de ellos, y proyectaba llevárselos como regalo de Navidad. Sería una sorpresa para todos, pues yo no había estudiado arte ni me había interesado seriamente en la pintura. Sentía un innegable impulso interior que me llevaba a hacerlo. Los retratos se les asemejaban mucho, pero aún no estaba segura de mis técnicas artísticas.

    Un día, cuando estaba pintando, me sorprendió una llamada en la puerta. Guardé apresuradamente todos mis materiales de pintura y abrí. Para mi sorpresa, entró mi padre solo -nunca antes me había visitado sin mamá. Sonriendo, dijo: "Sabes, echo de menos nuestras conversaciones temprano en la mañana, aquellas que sosteníamos antes de que decidieras dejarme por otro hombre". Yo llevaba poco tiempo casada y, además, era la única mujer y la menor de mis hermanos.

    De inmediato quise enseñarle los retratos, pero no deseaba arruinar la sorpresa de Navidad. Sin embargo, algo me impulsó a compartir este momento con él. Después de hacerle jurar que mantendría el secreto, insistí en que permaneciera con los ojos cerrados hasta que yo hubiera colocado los retratos en los caballetes. Está bien, papá, ¡ya puedes mirar!"

    Pareció asombrado, pero no dijo nada. Se levantó y se aproximó a examinarlos. Luego se retiró para contemplarlos a cierta distancia. Yo intentaba contener mi ner­viosismo. Finalmente, conmovido, murmuró: "No puedo creerlo. Los ojos parecen tan reales que te siguen a todas partes -y mira qué bella es tu madre. ¿Me permites que los haga enmarcar?"

    Complacida con su reacción, me ofrecí a llevarlos al día siguiente a la marquetería.

    Transcurrieron varias semanas. Luego, una noche de noviembre, sonó el teléfono y un escalofrío paralizó mi cuerpo. Levanté el aparato y escuché decir a mi esposo, que es médico: "Estoy en urgencias. Tu padre ha sufrido un infarto cardíaco. Es grave, pero aún está con vida".

    Papá permaneció en coma durante varios días. Fui al hospital a visitarlo el día antes de su muerte. Deslicé mi mano en la suya y le pregunté si sabía quién era yo. Sorprendió a todos cuando susurró, "Eres mi hija querida". Murió al día siguiente, y parecía como si la vida de mi madre y la mía hubieran perdido toda su alegría.

    Finalmente, recordé llamar a preguntar acerca de los marcos, y agradecí a Dios que mi padre hubiera tenido la oportunidad de ver los retratos antes de morir. Me sorprendí cuando el dueño de la marquetería me dijo que mi padre había estado allí, y que había pagado los marcos y solicitado que los empacaran para regalo. En medio de aquella pena, ya no pensaba obsequiarle los retratos a mi madre.

    Aun cuando habíamos perdido al patriarca de la familia, todos nos reunimos el día de Navidad e hicimos el esfuerzo de mostrarnos alegres. Cuando contemplé los ojos tristes de mi madre y su rostro adusto, decidí darle el regalo de papá y mío. Mientras rompía el papel de la envoltura, vi que su corazón no estaba en ello. Había una tajeta en el interior, pegada a los cuadros.

    Después de mirar los retratos y leer la tarjeta, su actitud cambió por completo. Saltó de la silla, me entregó la tarjeta y encargó a mis hermanos que colgaran los retratos uno al lado del otro sobre la chimenea. Retrocedió y los contempló largamente. Con los ojos brillantes, llenos de lágrimas, y una amplía sonrisa, se volvió y dijo: "¡Sabía que papá estaría con nosotros el día de Navidad!"

    Miré la tarjeta, garabateada con la letra de mi padre. "Mamá: Nuestra hija me recordó por qué soy tan afortunado. Siempre estaré mirándote, Papá".

 Sarah A. Rivers