L E Y E N D A S




LA LEYENDA DE ESTRELLA MATINAL
 

Una mañana de verano, una preciosa chica llamada Naka-Wakash (Mujer Pluma), que había estado durmiendo en el exterior de su tienda en la hierba de la pradera, se despertó justo cuando se elevaba en el cielo la Estrella Matinal.

La miró fijamente y le pareció tan bella que se enamoró de ella instantáneamente.  Despertó a su hermana que yacía a su lado y le declaró que sólo se casaría con Estrella Matinal.

Las gentes de la tribu la ridiculizaron por su absurda preferencia, así que les evitó todo lo posible, marchándose ahogando el corazón por el gran amor que sentía por la Estrella matinal, que le parecía inalcanzable.

Un día bajó sola al río para coger agua y cuando regresaba vio ante ella un joven. Al principio lo confundió con uno de los jóvenes de la tribu y lo había evitado, pero éste le dijo:

- Soy Estrella Matinal, te vi mirándome y supe que me querías. Yo siento lo mismo por ti y he bajado para pedirte que me acompañes a mi hogar en el cielo -.

Mujer Pluma, tembló con violencia pues supo que quien le hablaba era un dios y contestó con vacilación que debía despedirse de su padre y de su madre. Pero Estrella matinal no quería consentirlo. Asi pues cogió una pluma amarilla de su pelo y le dijo a la muchacha que la cogiera con una mano y en la otra sostuviera una rama de enebro, luego le ordenó que cerrara los ojos.
Cuando los volvió a abrir se halló en el país de las estrellas, con una tienda grande y brillante ante ella.
Estrella matinal le dijo que esa era la casa de sus padres, el Sol y la Luna y le pidió que entrara.

Era de día, de modo que el Sol estaba haciendo su recorrido diurno, y la Luna estaba en casa.  Acogió a Mujer-Pluma como a la esposa de su hijo y el Sol a su regreso lo hizo también.
La Luna la vistió con una semitúnica de ante, adornada con los dientes de un ciervo.

Mujer-Pluma estaba muy contenta y vivió felizmente en la tienda de estrella matinal,  Tuvieron un hijo, que le llamaron Shasta-Wali  (Niño Estrella).
La luna, le dió a Mujer Pluma un cavador de raíces y le dijo que podía excavar todo tipo de surcos con él, pero le advirtió  que no excavara la Gran Raíz (probablemente de mandrágora)  que crecía cerca del hogar del hombre araña, diciéndole que traería mala suerte a todos si lo hacía.

Mujer Pluma veía a menuda la Gran Raíz pero evitaba tocarla. Sin embargo, un día le invadió la curiosidad y quiso ver lo que podía haber debajo de la raíz, depositó en el suelo a su pequeño hijo y cavó hasta que su cavador de raíces dió con algo.
Pasaron volando entonces dos enormes grullas y les rogó que la ayudasen. Así lo hicieron cantando una canción mágica para desarraigar la raíz. Mujer Pluma no era consciente de ello pero la misma mandrágora había rellenado el agujero por el que Estrella Matinal la había traído al país del cielo.

Mirando hacia abajo vio el campamento de los Pies Negros donde había vivido. Salía humo de las tiendas y podía oír las canciones de las mujeres haciendo sus tareas.  Se sintió nostálgica y sola y, mientras volvía a su tienda, lloraba suavemente para sí misma.

Cuando llegó Estrella Matinal la miró y supo con tristeza que había cavado la Raíz Sagrada. La Luna y el Sol también se preocuparon, preguntándole la razón de su tristeza y cuando ella les dijo el motivo, estos dijeron que puesto que había desobedecido su orden, debía regresar a la tierra.

Estrella matinal la llevó al hombre araña que la bajó hasta la tierra por una telaraña.

Las gentes la vieron bajar como una estrella caída y sus padres la acogieron al regresar así como a su hijo que había vuelto con ella del país de las Estrellas.

Jamás volvió a ser feliz. Añoraba constantemente a su esposo.

Una mañana cuando trepaba a una montaña, vio a la Estrella Matinal elevarse en el horizonte, de la misma forma que la vez que se enamoró de ella y estirando los brazos hacia el cielo oriental, le rogó que volviera a llevársela.

Finalmente Estrella Matinal le habló:
- es por culpa de tu pecado, que las puertas del cielo han sido cerradas pro siempre, la desobediencia te ha traído tristeza a ti y a las gentes.

Sus ruegos fueron en balde y desesperada, regreso a su tienda donde se negó a comer,  hasta que su infeliz vida llegó a su fin.
 
 

LA LEYENDA DE LA MULATA DE CORDOBA

 

Cuenta la Leyenda que hace más de 2 siglos, vivió en Córdoba una célebre mujer que nunca envejecía y que a pesar de los años permanecía joven. Como no se sabía de quién era hija, la llamaban simplemente "La Mulata".
Para la mayoría de los pobladores de Córdoba, Veracruz, La Mulata era una bruja, una hechicera que tenía pacto con el diablo, quien según la creencia popular la visitaba todas las noches.  Algunos decían que pasada la medianoche, una luz siniestra salía de su habitación, como si un gran incendio consumiera la casa por dentro. Otros aseguraban haberla visto volar, mientras lanzaba satánicas miradas con sus grandes ojos negros y sonreía diabólicamente.
Se decía que se le podía encontrar en distintos lugares a una misma hora. De cualquiera manera, la Mulata era famosa por su belleza y por la actitud desdeñosa hacia quienes la pretendían.

Un día la Mulata fue llevada a la cárcel del Santo Oficio en la Ciudad de México, donde se le inició un proceso por brujería. Pasaron algunos años y cuando iba a ser quemada en la hoguera, escapó del calabozo y se fue a Manila.

¿Cómo logró escapar?, es algo que no se sabe con certeza.
La leyenda cuenta que la Mulata pintó en una de las paredes de su celda un navío, se subió en él y desaparecieron ambos por uno de los rincones del calabozo.
 
 

LEYENDA DEL VIENTO ENAMORADO
 

Cuenta la leyenda que hubo un día en que el viento, uno de tantos, cansado de vagar se encontró con el ser más bello que había visto.
Su cuerpo grácil y temeroso apenas se percibía desde las alturas, pero su movimiento suave y cadencioso atrajo al viento, que no tardó en acercarse un poco más.
- ¿Quién es esta criatura que llama tanto mi atención? ¿Cómo es que no la había visto antes?", pensó el
   viento.
Era claro que no la hubiese detectado, pues los dominios de ese viento cubrían sólo parte del planeta, y rara vez frecuentaba a sus hermanos de otras latitudes.

Conforme se iba aproximando, suave y sigilosamente, iba descubriendo al ser en toda su belleza. Su rostro era casi blanco, de labios rojos y carnosos. Sus piernas, a pesar de estar pisando terrenos nuevos, caminaban seguras de un destino que el ser mismo había emprendido... pero eso el viento no lo supo, sino hasta después. El ser era un recién llegado a sus dominios, y el viento quería saber más acerca de él.

Su cuerpo era pequeño pero fuerte, y sus mejillas hermosas y sin seña de cansancio, a pesar de los desvelos, las tristezas y las soledades. Lo mismo eran los ojos, de color común oscuro, pero que tenían el don de ser capaces de sonreír.

El viento, admirado por tanta belleza serena, quiso acercarse más, tanto que deseó ser hombre para poder tocar al ser. Y fue tanto su deseo, que pronto se vio envuelto en una carrera loca, directamente hacia el rostro del objeto de su admiración y, sin poder detenerse un segundo más, fue a estrellar un beso en la mejilla derecha de aquella mujer (pues eso era el ser que el viento había encontrado) y anduvo todo el resto del día feliz, a pesar de su falta de forma, por haber podido demostrarle a la  mujer cuanto la quería, lo que para él significaba.

Ya no estaría solo a partir de aquel día. Jamás olvidaría que pudo también acariciar el cabello de la dama, y el recordatorio venturoso que guardó por algún tiempo fue el suave perfume de su amada, que esparció por aquellos, sus dominios, mientras su amor crecía.

Así fue como aquel viento visitó día con día a aquella mujer... pero algo extraño pasaba. Mientras más la visitaba, mientras más fuerza imprimía para lograr besar a la mujer, acariciarla y brindarle su frescura, la mujer se alejaba más de él. Incluso ese ser que tanto amaba llegó a esconderse en un refugio para huir de sus embates amorosos.

El viento, entristecido, decidió calmar su ímpetu y averiguar qué era lo que tanto aterraba a la mujer. Se acerco de nuevo sigilosamente y escuchó hablar a su amada. No supo en aquel momento a quién se dirigía la mujer que lo había cautivado, pero cuentan que ese día llovió, porque el viento derramó toda su tristeza al saber, por boca de su dama, que éste le producía un inmenso desazón, e incluso terror, conforme más impetuosas eran sus demostraciones amorosas.

Así anduvo el viento por mucho tiempo, hasta que un día, con el alma tranquila, decidió visitar a esa mujer que tanto amó, con la firme convicción de no interferir más en su vida, de no amarla como lo había hecho, pues sabía que eso era un esfuerzo inútil.  La encontró sentada en el portal de su hogar, con la mirada puesta en el horizonte y el alma envuelta en un suspiro. Decidió acercarse con el corazón confundido por verla en ese estado de ensoñación y, en un susurro de brisa, preguntó:

- ¿Qué tienes? ¿Por qué estás tan pensativa?
- Sueño con un hombre que de tierras lejanas me ha hablado de amor - respondió la   mujer.
- ¿Y tú lo amas de verdad? - preguntó el viento, con el alma atribulada por aquella  confesión.
- Le amo tanto que por él estaría dispuesta a dar la vida - dijo la mujer embelesada en un suspiro.

El viento enloqueció entonces por la ira, olvidando la promesa que él mismo se había hecho, convirtiéndose en furioso tornado y azotando regiones enteras, devastando todo cuanto se encontraba a su paso.

La mujer tuvo más temor del viento desde aquel día y siempre que éste se presentaba corría y se refugiaba en las palabras dulces de su amado, los únicos brazos que la recibían y confortaban.

Entonces, pasado cierto tiempo, el viento pensó: "He de perdonar a la mujer. Mi furia seguirá existiendo, pero no es justo que haga daño a quien tanto amé. Me presentaré de nuevo y le concederé, como prueba de buena voluntad, un deseo que dure para siempre."

Así lo hizo el viento, y ante su asombro y dolor, recibió un día el deseo de la mujer, a quien se había acercado demostrando su buena voluntad:

- Viento: quiero que seas mi amigo, y como tal vayas diariamente y le lleves mi voz, mis caricias y mis
   besos al hombre que amo. Eso es lo que te pido.

El viento, maldiciendo el momento en que se le ocurrió conceder un deseo a aquella mujer, le dijo con dolor:

- Mujer hermosa y serena, yo te amo y te amaré por siempre. Jamás de tu vida me alejaré, pero
  cumpliré con mi promesa. Sólo una cosa te pido a cambio: que a pesar de mis furias y desplantes, no me
  tengas temor... al menos no como el que hasta ayer manifestaste. Sé que no te puedo amar como yo
  quisiera, pero por favor no me temas tanto. Jamás daño te haré.

La mujer entregó su amistad desde aquel día al viento, y a pesar del temor enorme que le producía ver los enojos de su amigo, siempre lo miró con nuevos ojos: los ojos del corazón de una amiga verdadera, que mira cómo el amigo que una vez la amó, desquita su impotencia sin llegar a dañarla.

El viento cumplió su misión por algún tiempo. Llevaba y traía los mensajes amorosos de la dama y el hombre cuyo corazón le había robado. Lo hacía con diligencia, y hasta en el momento de transmitir los besos y caricias de su amada al hombre, el viento se comportaba como si ella misma lo besara y acariciara.

Así fue hasta el día en que, cumpliendo su visita diaria, el viento se topó con una mujer de ojos rojizos por el llanto, el corazón detenido y la respiración entrecortada.

- ¿Qué pasa, mujer? ¿Por qué lloras así? -, preguntó el viento.
- Ha sido él, amigo mío, quien me ha arrancado el corazón.
- Vamos - dijo el viento -, ya han pasado por algunos pleitos sin mayor importancia.
   ¿Dónde está tu valentía? ¿Dónde tu coraje? ¿Dónde el amor que le tienes?
- Se ha terminado, amigo mío. Aquel que tanto amaba ha dejado de existir para mi.

Y el viento, con su furia inaudita a punto de estallar y la decisión de ir y borrar de la faz de la tierra todo recuerdo de aquel hombre, tuvo que detenerse ante el ruego de aquella mujer, a quien había aprendido a respetar y querer como una amiga. Escuchó la sentencia de sus labios, y no dejó de sentir pena por aquel hombre, pues él sabía lo que significaba que esa mujer tuviera miedo... miedo de él.

- Amigo mío - dijo la mujer, - prométeme que ya no llevarás a aquel que fue mi amado ni una brisa en mi
   nombre. Prométemelo, tú que sabes, tú que me ves deshecha en llanto y que escuchas, a través de tí
   mismo, los latidos apenas perceptibles de un corazón destrozado.-

- Así lo haré, querida amiga - contestó el viento -. Prométeme tú entonces que buscarás la felicidad
  donde siempre la has tenido, tan cerca de ti. Vamos! Arriba esa mirada, y déjame que seque, con una
  brisa de cariño, los últimos rastros de llanto de esas mejillas tuyas, que fue de lo primero que me
  enamoré.

La mujer se levantó con mejor ánimo, y ofreció su cara al viento. Éste sopló dulcemente una brisa tibia, casi imperceptible, que no lastimó ni congeló las mejillas de su amiga, y se fue feliz de haberla acariciado de esa forma sabiendo que, si bien el amor de la mujer no sería nunca para él, sí lo serían los momentos en que ella, por el motivo que fuere, le pidiera de nuevo consuelo para su dolor o refresco para el calor de verano.

Cuentan que el hombre que arrancó el corazón a la mujer, jamás volvió a recibir siquiera un soplo de aquel viento. Nunca más un beso delicado, jamás una caricia como las que su amada le enviaba volvió a sentir. Hoy sólo le acompaña un viento seco, lleno de polvo o tierra, que le produce una extraña ensoñación de los días venturosos en que tuvo la dicha de compartir, con el viento, el amor más dulce y sereno que jamás      había sentido.
 
 
 
 

LEYENDA DEL AVE PRECIOSA, LA ESTRELLA AZUL
Y EL HOMBRE QUE INTENTO ALCANZARLAS

 

Cuentan que una estrella, perdida en el universo, había dejado de brillar desde hacía mucho. El frío del espacio había cobrado su precio.
Sin combustible, se dedicó a vagar por el infinito, en busca del calor perdido. A pesar de haberlo consumido casi por completo, la luz que desprendía, de un azul triste, era capaz de atravesar los corazones.

Así un día pasó por un planeta, tan parecido a ella desde el espacio, que decidió quedarse a pasar un tiempo en él. Se prometió no ver jamás el rostro de ninguno de sus habitantes, y no mostrar el suyo nunca. Lo único que haría sería elevar su tristeza en un canto eterno, inmortalizado en papel.

Cuentan que un ave de rostro adusto vigilaba la vida desde la montaña. Tenía fama de rapaz, depredadora, fría y sin corazón. Cientos de polluelos habían aprendido el arte de la caza, del buen decir, del volar alto y con elegancia, pero a pesar de la inmensa labor, el ave estaba sola... prefería estarlo.
Hacía mucho tiempo había amado, había conocido las mieles de una sonrisa, la sal del llanto del corazón. Por ello, había jurado no amar más, pero el sabor amargo de sus nuevas lágrimas la preocupaban de vez en cuando. Ella pensaba que era normal, que debía habituarse.

Cuentan que un día, tanto la estrella azul como el ave adusta, supieron de la existencia, en tierras lejanas, de un lugar donde un hombre, aparentemente santo, se dedicaba a cuidar un jardín hermoso, lleno de color y aromas atrayentes. Ambas emprendieron un vuelo, cada una por su cuenta y en su propio tiempo, para investigar.

Al centro de un pequeño jardín, donde convivían el mar, la risa, el llanto, el dolor, el amor y el desamor, la hermandad y la tristeza, el pleito barato y la basura, todas ellas en forma de flor, encontraron al hombre. Éste se dedicaba a recibir a quien quisiera visitar su jardín, explicándoles siempre las extremas bondades de las flores bellas, y las bondades escondidas, medicinales y alucinantes de las aparentemente feas. Apenas escuchar las explicaciones de aquel hombre, ambas decidieron quedarse durante un tiempo indefinido.

Ante su mirada atónita, el hombre les asignó un lugar en el jardín, las presentó con las demás flores, y les preguntó si querían ser flores o deseaban permanecer así. El ave no contestó. Erizó sus plumas hermosas en señal de negativa, y dijo al hombre que prefería callar y esperar. La estrella, en cambio, sin una palabra, abrió sus brazos y de ellos se comenzaron a derramar todas aquellas tristezas que había acumulado durante eones.

El hombre, triste por ambas respuestas, se siguió dedicando a cuidar cada planta de su jardín, dedicándole todo su amor a cada una, fueran hermosas o aparentemente feas.

Sin embargo, el hombre volteaba de vez en cuando a mirar a sus dos nuevas visitantes. Una seguía observando, con gesto frío y mirada fija. La otra, continuaba desparramando sus tristezas.

El hombre se dedicó a coleccionar cada uno de los gestos del ave, y a recoger cada una de las tristezas del planeta. Un día, el ave de pronto alzó el vuelo y se alejó rumbo al este, volviendo al otro día, ante la mirada extrañada de todos los habitantes del jardín, con un poema entre las garras.
Posándose en un árbol leyó, y un rayo de luz atravesó el corazón del hombre. El poema, supo después, había sido compuesto para el maestro y padre del ave. Era un canto de tristeza por no tenerlo ya, pues el padre había muerto hacía tiempo, y el ave había acudido, como siempre, al llamado de la tumba natural de su siempre protector y guía padre.

El hombre pensó entonces:
"A pesar del rostro y de las garras afiladas, el ave es hermosa. Su plumaje es brillante, su cabeza orgullosa... y al abrir las alas, de gran envergadura, deja ver toda su magnificencia. El ave es buena. El ave ama. Amo al ave."

En otra ocasión, poco después de la llegada del planeta, éste arrojó entre sus tristezas una especial. Era un mensaje donde el planeta anunciaba la búsqueda de la felicidad, describía el perfil de los candidatos y esperaba algún día encontrar quien atendiera a su llamado.
El hombre pensó entonces:
"La estrella es hermosa. Su tristeza alcanza mi alma, pero no consigue enfriarla, a pesar de la escarcha. Sus tristezas pueden sanar. Si me dejara... No soy quizá quien busca, pero he de intentar darle algo de calor. Amo a la estrella, porque la estrella no tiene amor que le ame. Yo la amaré, porque el corazón me lo dicta así."

Y así el hombre se dedicó a alimentar al ave. Siempre le dedicaba su amor con el anhelo de hacer que el ave le regalara un poema más. Sin embargo, el ave, aunque complaciente con la aparente necedad del hombre, apenas leía algún verso, apenas aventuraba palabra que no fuera de vigilancia, de complacencia o de contrariedad.

La estrella era diferente en cuanto a su forma de actuar. A veces parecía acercarse al hombre, brillar un poco más, dejar de producir escarcha... pero las pocas veces que algún adelanto se lograba, el hombre entonces era requerido por alguna de las plantas que había dejado abandonada, y que sin hablar, el hombre entendía que debía el cuidado a todas, y sobre todo, la atención y el amor total a aquellas que habían llegado al jardín antes que el ave y la estrella.

Entonces la estrella se retiraba, cada vez más apagada, tiritando de frío, y pocas veces abandonó el jardín. En las ocasiones que lo hizo, el hombre intentó siempre por todos los medios convencerla de que, si ella, el jardín no sería lo mismo.

Muchas veces el hombre logró su objetivo él solo, pero las últimas veces, sin que el hombre lo supiera, algunas de las flores del jardín, que veían el sufrir de la estrella, le cantaban y la arrullaban, pidiéndole que regresara. La estrella, sea por el hombre o por las flores, siempre regresó.

Un día, el ave dio al hombre una probada de su enorme corazón, y el hombre quedó tan prendado, que comenzó a intentar aprender a volar. El ave, siempre cariñosa pero sin abandonar del todo su dureza, dio al hombre las primeras lecciones, y la más importante fue:

"Tú no eres ave, eres hombre. Sin embargo, podrás volar algún día, siempre y cuando tus objetivos en el firmamento sean claros, tus destinos sean precisos. Volar por volar e ir de nido en nido es peligroso. Hay cazadores que pueden dañarte, y puedes encontrar nidos que no puedas llenar, o que estén vacíos."
Fue así como entre ave y hombre se fue creando un vínculo de amor difícil, si no imposible, de romper.

Un día, el hombre, que se había pinchado el dedo hasta sangrar con una espina de una de las flores más bellas del jardín, sintió un dolor inmenso que le recorría el brazo y le congelaba el corazón. Al sentir tal frío, acudió a la estrella y le pidió calmara la sensación de nieve dentro de su pecho.  Él sabía que la estrella había sido descuidada muchas veces, y sabía que esta vez sería más difícil lograr una comunicación con ella. La estrella, sin embargo, miró al hombre con ojos piadosos, y le abrió de nuevo su corazón.

Ambos iniciaron una comunicación cada vez más bella. El hombre, que ya había aprendido a volar un poco, sintió la necesidad de saber de dónde venía la estrella, y la estrella señaló al sur.
"Allí está mi casa terrena", dijo. "En ella siempre encontrarás a una amiga."
"Pero yo quiero amarte", decía el hombre, cuyo corazón estaba ahora tibio y confortable. "Déjame que intente detener tu eterno penar por los fríos rincones del espacio."
Mas la estrella, como única repuesta, emprendió el vuelo hacia el sur, no sin antes decir al hombre:
"Si realmente lo deseas, algún día llegarás a mi hogar, donde un pequeño lucero comparten mi existencia. Tanto el como yo te esperamos. Sé feliz.".  Y se alejó sin decir más.

El hombre decidió aprender a volar mejor, para poder llegar al hogar de la estrella. Acudió con el ave por ayuda. Sin embargo, el ave le dijo, con inmenso cariño:
"Te he enseñado cuanto un hombre como tú puede aprender. Vuela si gustas, sólo el corazón puede guiarte ahora. Ve, hijo mío, y encuentra a tu estrella, sea cual sea, pero sé feliz. Yo, no puedo hacer más que mirarte partir."
Cuenta entonces la leyenda que el hombre inició al fin, un día de diciembre, el vuelo hacia el hogar de la estrella azul. Hasta ahora, nadie sabe si logró llegar o no, si la estrella pudo al fin recuperar su combustible, si los tres luceros brillan en su firmamento o no.

Lo que cuentan unos pocos testigos, es que mientras el hombre emprendía el vuelo, un ave enorme y hermosa lo acompañaba en la distancia, vigilándolo de cuando en cuando, y advirtiéndole de los cazadores.
 
 
 

LEYENDA ARABE
 

Dice una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto. En un determinado punto del viaje discutieron, y uno le dio una bofetada al otro.

El otro, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena:
HOY, MI MEJOR AMIGO ME PEGÓ UNA BOFETADA EN EL ROSTRO.

Siguieron adelante y llegaron a un oasis donde resolvieron bañarse. El que había sido abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, siendo salvado por el amigo.
Al recuperarse tomo un estilete y escribió en una piedra:

HOY, MI MEJOR AMIGO ME SALVÓ LA VIDA

Intrigado, el amigo pregunto:
¿Por qué después que te lastimé, escribiste en la arena y ahora escribes en una piedra?
Sonriendo, el otro amigo respondió:
"Cuando un gran amigo nos ofende, deberemos escribir en la arena donde el viento del olvido y el perdón
se encargaran de borrarlo y apagarlo; por otro lado cuando nos pase algo grandioso, deberemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón donde viento ninguno en todo el mundo podrá borrarlo".

"Se necesita solo de un minuto para que te fijes en alguien, una hora para que te guste, un día para quererlo, pero se necesita de toda una vida para que lo puedas olvidar".
 
 

EL SAMURAI Y EL PESCADOR


 

Durante la ocupación Satsuma de Okinawa, un Samurai japonés que le había prestado dinero a un pescador, hizo un viaje para recolectarlo a la provincia Itoman, donde vivía el pescador. No siéndole posible pagar, el pobre pescador huyo y trató de esconderse del Samurai, que era famoso por ser corto de genio. El Samurai fue a su hogar y al no encontrarlo ahí, lo buscó por todo el pueblo. A medida que se daba cuenta que no lo encontraba se volvió furioso. Finalmente, al atardecer, lo encontró bajo un barranco que lo protegía de la vista. En su enojo, desenvainó su espada y dijo:
- "Qué tienes que decirme", le grito.
El pescador replicó:
- "Antes de que me mate, me gustaría decir algo. Humildemente le pido esa posibilidad."
El Samurai dijo:
- ¡Ingrato! Te presto dinero cuando lo necesitas y te doy un año para pagarme y me retribuyes de esta manera. Habla antes de que cambie de parecer."
- "Lo siento", dijo el pescador. " Lo que quería decir era esto. Acabo de comenzar el aprendizaje del arte de la mano vacía y la primera cosa que he aprendido es el precepto: “Si alzas tu mano, restringe tu temperamento; si tu temperamento se alza, restringe tu mano."
El Samurai quedó anonadado al escuchar esto de los labios de un simple pescador. Envainó su espada y dijo:
- "Bueno, tienes razón. Pero acuérdate de esto, volveré en un año a partir de hoy, y será mejor que tengas el dinero." Y se fue.
Había anochecido cuando el Samurai llegó a su casa y, como era costumbre, estaba a punto de anunciar su regreso, se vio sorprendido por un haz de luz que provenía de su pieza, a través de la puerta entreabierta.
Afinó su ojo y pudo ver a su esposa tendida durmiendo y el contorno impreciso de alguien que dormía a su lado. Muy sorprendido y explotando de ira se dio cuenta de que era un samurai! Sacó su espada y sigilosamente se acercó a la puerta de su pieza. Levantó su espada preparándose para atacar a través de la puerta, cuando se acordó de las palabras del pescador: "Si tu mano se alza, restringe tu temperamento; si tu temperamento se alza restringe tu mano."
Volvió a la entrada y dijo en voz alta:
- "He vuelto".
Su esposa se levantó, abriendo la puerta salió junto con la madre del Samurai para saludarlo. La madre vestida con ropas de él. Se había puesto ropas de Samurai para ahuyentar intrusos durante su ausencia.

El año pasó rápidamente y el día del cobro llegó. El Samurai hizo nuevamente el largo viaje. El pescador lo estaba esperando. Apenas vio al Samurai, este salió corriendo y le dijo:
- "He tenido un buen año. Aquí está lo que le debo y, además los intereses. No sé cómo darle las gracias!"
El Samurai puso su mano sobre el hombro del pescador y dijo:
- "Quédate con tu dinero. No me debes nada. Soy yo el endeudado."
 
 
 

EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES
 

Hesíodo (poeta griego del s. VIII a.C.) escribe sobre el legendario Jardín de las Hespérides. Comenzaba su historia con Atlas.
Atlas era un gigante, hijo del Titán Japeto. Los titanes fueron vencidos por Zeus, rey de los dioses, que los arrojó al Tártaro -el infierno.
Atlas había participado en la lucha junto a su padre, y según unos, Zeus lo condenó a sostener la bóveda celeste sobre sus hombros. Según otros, Perseo le enseñó la cabeza de la Medusa y lo convirtió en una alta montaña que sostuviera el cielo.
Sea lo que fuere, Atlas debía sostener el cielo más allá de las Columnas de Hércules -el estrecho de Gibraltar-.
Atlas tuvo tres hijas, las Hespérides: Egle, Eritia y Aretusa. Las tres vivían en la tierra más occidental del mundo, unas islas maravillosas en el Océano Atlántico, un paraíso terrenal donde el clima era benigno y donde los árboles producían manzanas de oro.
La diosa Gea (la Madre Tierra) había hecho brotar esas manzanas como regalo de bodas para los reyes de los dioses, Zeus y Hera.
Las Hespérides cultivaban el Jardín, pero éste era custodiado por Ladon, un fiero dragón que arrojaba fuego por sus cien cabezas.
Hércules, también llamado Heracles, el héroe más grande de la Antigüedad, recibió la misión de realizar doce tareas consideradas muy difíciles o imposibles, los "Doce trabajos de Hércules". El trabajo número once consistió en robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.
Hércules encontró a Atlas sosteniendo el cielo al borde del Océano, en las montañas que hoy llamamos el Atlas (Marruecos). Puesto que el dragón del Jardín de las Hespérides conocía a Atlas, Hércules lo convenció para quedarse él en su lugar sosteniendo el cielo, mientras el gigante iba a las islas y robaba las manzanas. Atlas fue al Jardín, en el que pudo entrar ya que el dragón lo reconoció; mató al monstruo, robó las manzanas de oro, y regresó donde estaba Hércules. Atlas, cansado de sostener el cielo, pretendió dejar a Hércules en esa posición, pero el héroe logró engañarle, pasarle la carga de nuevo, y huir con las manzanas.

¿Y el Jardín de las Hespérides? ¿Acaso se quedó el Paraíso sin sus manzanas de oro? No. Las manzanas regresaron a las islas, pues fueron entregadas a la diosa Atenea... que las devolvió al Jardín y a sus jardineras, las Hespérides.
 
En cuanto a Ladon, el dragón guardián muerto por Atlas... sigue vivo en sus hijos los árboles llamados dragos. Según la leyenda, la sangre que manaba de las heridas mortales del dragón cayó sobre el Jardín de las Hespérides, y de cada gota creció un drago. Estos árboles, "dracaena drago", llamados "árbol dragón", tienen un grueso tronco del cual surge de pronto un racimo de ramas retorcidas que parecen las cien cabezas de Ladon. Cuando se rompe la corteza, brota una savia de color rojo oscuro llamada "sangre de drago" que tiene propiedades medicinales. Los dragos crecen lentamente, pero pueden vivir varios siglos, y hay algún ejemplar, como el de Icod de los Vinos (Tenerife) al que se llama milenario. Los Guanches, aborígenes canarios, veneraban a los dragos como lugares de especial poder y significación. Algunas supersticiones y ritos populares canarios siguen teniendo hoy como centro un drago creciendo solitario al borde de un risco o acantilado.
 
Cuando el viajero se acerca a Canarias en barco, se puede ver, muchas millas antes de llegar a las islas, la silueta del gigantesco Teide "flotando" sobre las nubes. Si nos imaginamos al volcán en erupción, entenderemos cómo nació la leyenda de aquel fiero dragón que vomitaba fuego, custodiando un Jardín
maravilloso donde crecían las manzanas de oro...
 



LOS DIOSES DE LA LUZ
(Leyenda Mapuche)

 
 
 
Antes de que los Mapuches descubrieran como hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña; "casa de piedra", las llamaban.
Temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito.
Los Mapuches creían que sus antepasados revivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias.
El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, los saludaban. La Luna, al parecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.
Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos; para abrigarse en tiempo frío, se apiñaban en las noches con sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado.
Tenían horror a la oscuridad, era signo de enfermedad y muerte. Se imaginaban cosas terribles.
En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre y Licán, la hijita. Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo, extraño, en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada. Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a los indios que vivían en las grutas cercanas.
Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, ¿traería desgracias?, ¿quemaría los bosques?. Aunque Caleu guardó silencio, no tardaron en verla los demás indios. Hicieron reuniones para discutir que podría significar el hermosos signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas.
El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío.

Mallén y su hijita Licán treparon también a la montaña.
-Traeremos piñones dorados y avellanas rojas -dijo Mallén.
-Traeremos raíces y pepinos del copihue -agregó Licán
La niña acompaño otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.
-Vuelvan antes de que caiga la noche -les advirtió Caleu.
-Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques -lo tranquilizó Mallén.
Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una  procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino.
Allá arriba había gigantescas araucarias que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando.
No supieron cómo pasaron las horas. El Sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse.
Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.         -¡Bajemos, bajemos! -se gritaban unas a otras.
-No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre -advirtió Mallén.
-¿Qué haremos entonces? -dijo la abuela Collalla, que no por ser la más vieja, era la más valiente.
-Yo sé donde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela -dijo Mallén.
Guió a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada.
La abuela Collalla se asustó mucho.
-Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo -exclamó.
Licán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños.
-Vamos, entremos a la gruta y dormiremos bien juntas para que se nos pase el miedo -dijo Mallén.
-Eso sería lo mejor, murmuró Collalla, temblorosa.
Ella conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas, inundaciones, incendios de bosques enteros.
No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores.
Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado.
Cuando pasó el terremoto, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.
Las mujeres palparon a sus hijos, no, nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia las boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.
-¡Miren! -gritó Collalla. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.
Cómo luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al filo de una quebrada.
El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

-La estrella con su espíritu protector mandó el fuego para que no tengamos miedo -dijo la abuela Collalla riendo.
Niños y mujeres también rieron, aplaudiendo el fuego.
El grupo silencioso contempló las llamas como si fueran el mismo Padre Sol que hubiera venido a acompañarlas.
Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.
Al rato, llegaron los hombres desafiando las tinieblas por buscar a sus niños y mujeres.
Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó de los cerros hasta sus casas.
Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiars.
Al otro día, oyéndo el relato de las piedras que lanzaban chispas, los indios subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas lograron encender pequeñas fogatas.

Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.
Desde entonces, los Mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.


EL FORJADOR DE PÁJAROS
 

Dicen que si no hubiera sido por los pájaros no habrían  existido los tehuelches. Y es verdad, porque fueron las aves las que ayudaron a escapar del gigante que lo perseguía al pequeño Elal, el héroe que más tarde creó a los hombres de la Patagonia.
Ellas fueron su transporte y su escolta, su abrigo y su alimento. Y ocupando lagunas, grutas y acantilados, se quedaron para siempre en la Patagonia.

Cuentan que en la isla de Kóoch, apenas nacido Elal, una tuco-tuco lo ocultó en su cueva para salvarlo de la furia de su padre, que lo buscaba para materlo. Sin embargo, Terr-Werr, la tuco-tuco, sabía que el escondite era inseguro y que tarde o temprano el gigante Nóshtex devoraría al bebé, para impedir que un día se volviera más poderoso que él. Pero para salvar al niño la tuco-tuco necesitaba ayuda, y al primero que recurrió fue a Kíken, el chingolo.
Cerca de la laguna, Terr-Werr encontró a Kiken, que avanzó a los saltitos a su encuentro. La tuco-tuco le dijo que necesitaba hablar con el cisne, que nadaba muchos metros aguas adentro, y le pidió por favor que volara hasta él y lo llamara. El chingolo cumplió con este primer encargo, y del mismo modo que convocando a todos los animales para que se reunieran en la asamblea donde se decidiría el destino de
Elal. Y es por eso que aún hoy Kíden es amigo de todos, hombres y animales, cualquier sitio es su casa y es el primero en cantar cuando llega el amanecer.

Una vez reunidos los animales, Terr-Werr les contó a todos de la existencia de Elal, de cómo lo había salvado arrastrándolo hasta su cueva, de cómo Nóshtex, su padre furioso, removía las rocas de la gruta para descubrirlo, de que el peligro era enorme...
Entonces Kíus, el chorlo, pidió la palabra a la asamblea, y dijo:

-Fuera de la isla, hacia el oeste, más allá del mar, hay una tierra que sólo yo conozco. Podemos mandar al niño allí, y de este modo Noshtex nunca podría alcanzarlo.
Y así se hizo, porque a todos les pareció bien la idea de Kíus. Pero esa tierra desierta, la Patagonia, era el reino de Shíe, la Nieve, y de Kókeske, el Frío. Los dos hermanos, siempre juntos, siempre de acuerdo, recorrían permanentemente su territorio. Shíe llegaba quedamente, deshaciendo en motas su vestido blanco, acolchando las rocas y tachonando el mar. Luego Kókeske endurecía la nieve caída y la volvía filosa, brillante y resbaladiza. A veces convocaban a Máip, el viento helado que jugaba con Shíe haciéndola volar y corría con Kókeske carreras velocísimas.
Los amos de la Patagonia se pusieron furiosos cuando descubrieron a Elal, que bajaba del cerro Chaltén, donde lo había dejado el cisne, para vivir en esa tierra y cambiarlo todo. A pesar de que los dos hermanos atacaron al niño con todo su poder, no pudieron vencerlo y para siempre le guardaron rencor, a él y al chorlo, que había trazado el camino del invasor.
Por eso Kíus sólo vive en la Patagonia mientras el tiempo es cálido; emigra hacia el norte cuando el
invierno se acerca, temeroso de la venganza de Kókeske y Shé. Kápenk-och era un pájaro negruzco, le gustaba caminar por la tierra buscando su alimento o posarse con su compañera en un abusto bajo, cantando y silvando a los cuatro vientos. El fue el encargado de distraer al padre de Elal, el gigante Nóshtex, mientras Terr-Werr se dedicaba a los últimos preparativos de la fuga.

El gigante, pisoteando los matorrales, recorría la isla en busca de su hijo, y Kápenkoch lo seguía volando bajo de rama en rama, aturdiéndolo con sus silbidos agudos y revoloteándole alrededor. Ya se acercaban al punto de la lagura desde donde partiría Elal cuando Nóshtex, irritado, ordenó al pajarito:
- ¡Cállate!
Pero Kápenk-och siguió cantando, cada vez más fuerte.  Entonces el gigante gritó:

-¡Cállate de una vez, te digo! - y al mismo tiempo le arrojó una rama, de modo que una gruesa astilla se clavó en el pecho claro del pajarito.
Kápenk-och dio un grito de dolor y se escapó sangrando, mientras Nóshtex daba media vuelta y se volvía fastidiado hacia su caverna. Cuando el pajarito, desfallecido, llegó a la laguna, Elal curó con cuidado su pecho tembloroso, y dispuso que ostentara para siempre en él, como una insignia, el violento y hermoso color de la sangre. Y así distinguimos todos al pecho colorado.






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