El año, 324. Hace ya varios meses que salí de mi pueblo natal en Helvecia. Dejé a mi familia cuando recibimos la poco agradable visita de un grupo de maleantes. Abandoné todo aquello y nunca he vuelto por ahí. Los grupos de mal vivientes como los que invadieron mi pueblo abundan. Antes de salir me agencié la poderosa espada de mi padre. El ya no podía usarla, con mis ojos vi como un bastardo le abrió la cabeza con un solo golpe de su hacha. Me despedí de ese montón de escoria derramando sus entrañas por el suelo.
Constantino el grande trata de unir los dos imperios romanos. Yo bordeo los límites de ambos imperios por el norte. Me dirijo a la China. Tienen muchas riquezas en ese país y nada más para defenderse que un triste muro.
Ayer acabé de cruzar los Urales. Ahora vago por la estepa cazando algún yak salvaje aquí y allá. Un grupo de mercaderes rusos se me acerca. Los saludo cortésmente, no me gusta el derramamiento innecesario de sangre. Me preguntan si pueden compartir conmigo la pieza que cacé hoy. Por supuesto, no conozco hombre alguno capaz de comerse un yak entero, ni siquiera Bido, el gordo tabernero galo de El jabalí sonriente. El mercader tiene una hija preciosa, pero no la deja salir del carromato en que llegaron. Teme que el gran cazador rubio rompa su virginidad. Pobre hombre, los astros no son favorables para nadie. Son tiempos aciagos, uno ya no sabe en quien confiar. Amanece, no dormí nada en toda la noche. Hay que estar prevenidos del ataque de los lobos. Los mercaderes decidieron viajar conmigo hasta los Himalayas.
¡Polvo en el horizonte! Tres jinetes mongoles se nos acercan con sus aceros desenvainados. Busco en mi cintura la espada de mi padre. ¡Ya no está! Una voz me habla desde el carretón. Es la hija del mercader. Me acerco para avisarles del peligro. La muchacha me da un fardo, dentro siento el peso de Guha, la espada de mi padre. Deshago el fardo raudo como el aliento de Odín, a quien mis plegarias se dirigen. La muchacha me hizo una nueva funda con las pieles del yak. Cuando saco a Guha de la funda hace un sonido agudo como el chillido de los murciélagos. No es bueno entrar en batalla con un jinete cuando uno va a pie. El mercader ya desenganchó al mejor de sus caballos, un bravo potro alazán de largas crines y poderosos cascos. No monté de un salto pues ya nunca tuve esa habilidad, pero mis piernas fueron veloces en alzarme sobre los lomos del animal. Con el potro al galope y mi espada en la diestra me dirijo hacia los mongoles. Pareciera que ha pasado una eternidad desde que avistamos a los jinetes, pero sus siluetas apenas se aprecian contra el azul del horizonte. No son hombres del Khan, sus ropas son de bandidos, forajidos, como la mierda que destruyó Herhes, mi aldea natal. El odio hace arder la sangre en mis venas. Ya sólo faltan unos cuantos pies. Ya puedo ver el sudor en la piel de sus caballos. Esquivo el sable del primero. Pasa junto a mí por la diestra. El siguiente se me acerca por el otro lado, de un tajo le libro del peso de su cabeza y con el mismo impulso le clavo la punta de Guha por la espalda al primero. El último me espera a unos diez pies de distancia. Se alza del suelo más que los otros dos juntos, que Loki los acoja en el infierno. Grita algo que no entiendo y de un giro abandona su montura. Eso sí lo entiendo. Yo también piso el suelo y empiezo a caminar hacia él, él camina hacia mí. Mientras nos acercamos me grita, sigo sin entender pero estoy seguro de que son insultos.
¡Los aceros chocan! Es un sarraceno negro como bosta y grande como una casa. El golpe de su cimitarra me empuja hacia atrás. Caigo, pero no suelto a Guha, mi fiel Guha, no me abandones ahora y dale muerte a este demonio de piel oscura. Ruedo y apenas esquivo su siguiente golpe. Nos rodeamos uno a otro, tanteando al rival. Nos miramos a los ojos. No hay miedo en ninguna de las cuatro estrellas que brillan en el llano. Sus ojos, es un sarraceno mongol, por raro que esto sea. Sea lo que sea, hoy dejará de serlo. Por la mirada ambos pensamos lo mismo.
Hay algo que se me ha olvidado hacer ver al lector. El sarraceno mongol es grande como un castro, pero yo soy grande como un menhir. Entonces, sigo contando, nos deshicimos de nuestras armas. La locura invadió nuestras mentes mientras la muerte soplaba su fétido aliento en nuestras nucas. Con un alarido ambos corrimos hacia el otro. Al momento en que ya casi nos tocábamos e iban a empezar los golpes, el moro cayó muerto en mis brazos. La punta de metal de una saeta asomaba bajo su mentón envuelta en carmín. Miré por encima de la cabeza del muerto. En la ventana del carretón la hija del mercader empuña un arco sobre una base de madera cruzada, una ballesta me explicaría más tarde.
Resulta que la dulce doncella tiene por nombre Mishka. ¿El mío? Me pregunta por el mío. Creí ya haberlo olvidado, yo soy Guljo, Guljo de Herhes. Nunca llegamos a la China. El triste muro nos impidió pasar. Pero encontré un reino tan glorioso bajo la dinastía Gupta en la India. Y tengo la mejor fortuna de todas, mi esposa Mishka y cuatro alegres criaturas que son un regalo del Valhala.
ãJORGE
GULÍAS MERELLES