La bala apartó las moléculas de aire que se atravesaban en su camino. La temperatura fue ascendiendo por la fricción desde el momento en que se accionó el gatillo haciendo que la pólvora se incendiara y propulsara a la bala a través del cilindro del cañón. Alcanzó la velocidad máxima justo antes de besarme en la frente. Las células de la piel no opusieron ninguna resistencia a su acción invasora. Se separaron, la dejaron pasar. Los músculos, la carne de la frente, se pusieron tensos por un momento, desde que vi el reluciente objeto acercándose a mí, demasiado tarde para poder reaccionar. Por menos de un segundo, la más mínima fracción de un segundo, supusieron alguna resistencia, antes de convertirse en gelatina salpicando, cegando mis ojos, protegiéndome del horror de mi propia muerte. El cráneo, diseñado para preservar al cerebro, tardó menos de una diezmilésima de segundo en astillarse y dejar pasar al mortal invitado. La blanda masa del cerebro abrazó a la bala. El nuevo objeto ocupó un lugar dentro de la bóveda craneana y el equivalente cúbico de sesos salió por el agujero que dejó el proyectil en su letal trayectoria la cual no abandonó aún. Recorre el interior de mi cabeza haciendo a un lado nervios y neuronas, axones y dendritas, impulsos y sinapsis, ideas y recuerdos. Falta poco para que haga su salida por el otro lado, pero la inercia la retiene alojándola en la zona que controla la vista. Quedé ciego, mi mente no pudo interpretar la información que le mandaron los ojos en los últimos instantes de mi vida. Da igual, de todas formas están tapados por una capa de sangre y masa encefálica. Nunca entenderé porqué me mató mi hermano.
ãJORGE GULÍAS MERELLES