¾¾Sólo tenemos 600 pesos,¾ dijo la voz al otro lado de la ventanilla.
La fría mente calculadora de Carlos Rial le hizo notar que algo iba mal con su plan. Era verano y la sangre hervía en las venas, haciendo presión contra la piel para salir, la humedad en el aire era palpable. Las gotas de sudor que bañaban la calva de su hermano José destellaban al contacto de la luz que los tubos de halógeno lanzaban. Él también sintió húmedo el occipucio cuando sus dedos de deslizaron sobre el empapado cabello.
La mujer que estaba del otro lado de la ventanilla lo observaba con ansiedad. Era una joven menuda y vestida en la más estricta moda institucional, blusa de color pardo, falda larga negra, medias y zapatos a juego, todo probablemente comprado en Suburbia. Alargó una mano por debajo del mostrador para accionar la alarma, aterrada ante la posibilidad de ser descubierta e ignorante de que ya se encontraba una patrulla estacionada enfrente de la sucursal. Carlos observó el tenue movimiento de la mano de la chica y se le fue acercando en silencio por detrás, cuando estuvo cerca metió el cañón de su pistola por la abertura lateral de la falda y lo apretó contra las nalgas de la muchacha. El chico delgado de la ventana anexa quiso defenderla, pero el golpe que Carlos le propinó hizo que sus incisivos y sus planes se vinieran abajo. Cayó inconsciente entre los dos escritorios. El atracador se volvió a ocupar de la mujer, le arrancó el cable de alimentación a la calculadora que había en su escritorio y de un bolsillo sacó la única granada que había llevado al asalto. Le amarró las muñecas con el cable, tan apretadas que las hizo sangrar. Le quitó el seguro a la granada, le dijo a la joven que abriera los labios. La muchacha estaba aterrada y no podía abrir la boca, así que el delincuente la ayudó abriendo la blusa y el sujetador, dejando salir sus oprimidos pechos, la empleada no pudo evitar abrir la boca cuando las velludas manos de Carlos rozaron sus pezones. El criminal pudo entonces empujar la granada casi hasta la garganta.
¾Ahora sí, te vas a estar quietecita y calladita... Cristina. ¾ El gafete se había caído cuando la blusa se abrió y el asaltante lo vio en el suelo. Lo recogió y estiró su brazo por entre las piernas de ella lo suficiente como para ponerlo dentro de las bragas. La sensación fría del metal en su zona más privada y con el calor que hacía hizo que Cristina no pudiera evitar estremecerse. La granada se escapó a la presión que hacía con los dientes. No hubo explosión, pero un torrente de orina le escurrió por las piernas. El chico de la ventanilla de junto, en su gafete se leía Rogelio, estaba inconsciente en el suelo y no pareció darle importancia al líquido que caía sobre su rostro. Cristina también cayo inconsciente en el charco de su propia evacuación cuando Carlos le dio un cachazo que le dejó marcada la frente. ¾Ya se dio cuenta que era de mentiras. Todos los demás estense quietos o les va peor que a estos.
José se acercó a su hermano y le preguntó si no sería mejor meterlos a todos en la bodega. Desde el otro lado del pasillo sonó la voz gangosa de Tomás Murguía, alias El Jabalí, “yo digo que nos los carguemos a todos”, sus 120 kilos de peso, la hirsuta barba y el hecho de que la boca y la nariz se le juntaran a punto de formar un hocico explicaban de sobra el apodo, eso sin mencionar el poco entendimiento del que hacía gala. Tenía la nuca del oficial de seguridad al final del largo cañón de su revolver. Puso la yema del pulgar sobre el martillo y comenzó a jalarlo hacia si. Ya no le importaba si conseguían dinero o si ni siquiera lograban salir con vida, le había costado mucho trabajo conseguir las armas y quería que su esfuerzo no fuese en vano. Carlos le murmuró algo al oído a su hermano, éste se dirigió hacia Tomás en actitud de irle a contar el secreto. Cuando llegó hasta donde él estaba le acercó una mano a la oreja y tiró de ella con fuerza suficiente para arrancarla si el resto de la cabeza no la hubiera seguido. Ya que tuvo la cabeza de Jabalí a tiro, José le soltó una buena palmada en el cogote. Entonces les llegó la voz de Carlos como la corriente de un río que regresa a su cauce seco.
¾No mataremos a nadie que no nos dé motivos. Dejemos que los polis sean los primeros en actuar, siempre quieren ser parte de la solución, no del problema. No nos vamos a llevar gran cosa, pero estamos en México, está cabrón que nos arresten.
Jabalí volvió a poner el martillo del arma en su sitio, decidido a esperar, la hora de los tiros ya llegaría.
Afuera los tres agentes que viajaban en la única patrulla que había llegado se miraban entre si. No tenían ni la menor idea de que hacer en un caso donde los criminales no fueran ellos.
¾Esto va pa´ largo.¾ Dijo el que parecía tener el rango más alto, su uniforme tenía menos mugre que los de los otros.
¾Sí, mi capi, va a haber que mandar a alguien por los tacos.¾ El segundo en hablar volteó a ver al que aún no había hablado. Este ni siquiera parecía policía, la única parte del uniforme que llevaba era la chaqueta. Los pantalones Pierre Cardin de un gris descolorido estaban rotos donde no estaban descosidos. Su rostro reflejaba que aún no había espabilado del todo desde el día en que nació. No debía de tener más de cincuenta años ni menos de 39. Lo único que su mente brillante atinó a sacar por su boca, rodeada por un bigote casi invisible, fue:
¾¿Cuál?¾ Y viendo a la imponente figura que se les acercaba con paso firme le demandó.¾ ¡Alto! ¿Adónde vas?
El gran sujeto que se había acercado por detrás y ya estaba junto la patrulla era una mole comparado con los diminutos oficiales. Llevaba una camiseta amarilla con una Carita Feliz dibujada en ella, unos vaqueros deteriorados por el uso, calzado deportivo y el pelo amarrado por detrás de la cabeza. Llevaba una mochila negra que parecía estar llena hasta el máximo de su capacidad, la abrió y salió a la luz un arsenal formidable. No hizo caso a los policías, que nunca habían visto armas como aquellas, se dirigió a la puerta del establecimiento y la abrió de par en par. José, Carlos y Jabalí se olvidaron inmediatamente de sus diferencias y de los rehenes y abrieron fuego contra el recién llegado. Los impactos de bala le produjeron una ligera comezón, lo cual no impidió que siguiera avanzando hacia donde estaba Jabalí y, con una escopeta de doble cañón recortada, bañó al velador con los sesos de Tomás.
A la vista del nulo efecto que las balas tenían en el extraño, José de deshizo de su metralleta y haciéndole señas a su hermano para que dejara de disparar se acercó al misterioso hombre que recibía las ráfagas de disparos como el chorro del agua en la ducha. Él también se deshizo de la recortada, sólo la había usado para volarle la cabeza a Jabalí. José sacó el machete de la funda que llevaba a la espalda.
Estaban frente a frente y los dos eran de la misma estatura, Carlos le dijo a su hermano que tuviera cuidado, pero se quedó a la mitad de la frase cuando, en un movimiento tan rápido que fue imperceptible, el extraño le quitó el machete de la mano derecha a José, le cortó todas las falanges de la mano izquierda y se lo lanzó a Carlos. Le entró por la boca, cortó la médula espinal de tajo y salió por la nuca, quedando el mango dentro de la boca, todo ello acompañado de la hemorragia pertinente.
José se quedó estupefacto viendo a su hermano morir. El extraño se deshizo de la mochila con las armas. Estampó contra la pared a José sujetándolo con una mano en la ingle y la otra del cuello. El frustrado asaltante quedó atontado por el golpe y el oponente metió las manos en su boca y la abrió hasta que la mandíbula se separó de la cabeza con un chasquido. Los últimos vestigios de la boca de José se inundaron de sangre y pedazos de carne, perdió el conocimiento y el hombre que mató a su hermano, y que soy yo, se encargó de que nunca lo recuperara.
ãJORGE GULÍAS MERELLES