La fría mente calculadora de Carlos Rial le hizo notar que algo iba mal con su plan. Las gotas de sudor que bañaban la calva de su hermano José destellaban al contacto de la luz que los tubos de halógeno lanzaban. Él también sintió húmedo el occipucio cuando sus dedos se deslizaron sobre el empapado cabello.
La mujer que estaba del otro lado de la
ventanilla lo observaba con ansiedad. Era una joven menuda y vestida en la más
estricta moda institucional, blusa de color pardo, falda larga negra, medias y
zapatos a juego, todo probablemente comprado en Suburbia.
José se acercó a su hermano y le preguntó si
no sería mejor meterlos a todos en la bodega. Desde el otro lado del pasillo
sonó la voz gangosa de Tomás Murguía, alias El Jabalí, “yo digo que nos
los carguemos a todos”. Tenía la nuca del oficial de seguridad al final del
largo cañón de su revolver. Puso la yema del pulgar sobre el martillo y comenzó
a jalarlo hacia sí. Ya no le importaba si conseguían dinero o si ni siquiera
lograban salir con vida, le había costado mucho trabajo conseguir las armas y
quería que su esfuerzo no fuese en vano. Carlos le murmuró algo al oído de su
hermano, éste se dirigió hacia Tomás en actitud de irle a contar el secreto.
Cuando llegó hasta donde él estaba le acercó una mano a la oreja y tiró de ella
con fuerza suficiente para arrancarla si el resto de la cabeza no la hubiera
seguido. Ya que tuvo la cabeza de Jabalí a tiro José le soltó una buena
palmada en el cogote. Entonces les llegó la voz de Carlos como la corriente de
un río que regresa a su cauce seco.
¾No mataremos a
nadie que no nos dé motivos. Dejemos que los polis sean los primeros en actuar,
siempre quieren ser parte de la solución no del problema. No nos vamos a llevar
gran cosa, pero estamos en México, está cabrón que nos arresten.
Tomás volvió a poner el martillo del arma en
su sitio, decidido a esperar, la hora de los tiros ya llegaría.
Afuera los tres agentes que viajaban en la
única patrulla que había llegado se miraban entre sí. No tenían ni puta idea de
que hacer en un caso donde los criminales no fueran ellos.
¾
Esto va pa´ largo. ¾ Dijo el que parecía tener
el rango más alto, su uniforme tenía menos mugre que los de los otros.
¾Sí, mi capi, va a
haber que mandar a alguien por los tacos. ¾ El segundo en
hablar volteó a ver al que aún no había hablado. Este ni siquiera parecía
policía, la única parte del uniforme que llevaba era la chaqueta. Los
pantalones Pierre Cardin de un gris descolorido estaban rotos donde no
estaban descosidos. Su rostro reflejaba que aún no había espabilado del todo
desde el día en que nació. No debía de tener más de cincuenta años ni menos de
treinta y nueve. Lo único que su mente brillante atinó a sacar por su boca,
rodeada por un bigote casi invisible, fue:
¾¿Cuál? ¾ Y viendo a la imponente figura que se les acercaba con paso firme le
demandó. ¾ ¡Alto! ¿Adónde vas?
El gran sujeto que se había acercado por
detrás y ya estaba junto a la patrulla era una mole comparado con los diminutos
oficiales. Llevaba unas gafas de sol, barba de tres días, una gabardina ceñida
y cerrada a la cintura con un nudo, también unas botas anchas en los pies.
Desató el nudo de la gabardina y la abrió, exhibiendo un arsenal salido de una
película de Rambo. Haciendo caso omiso de los policías, que nunca habían visto
armas como aquellas, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par. José,
Carlos y El Jabalí se olvidaron inmediatamente de sus diferencias y de
los rehenes y abrieron fuego contra el recién llegado. Ignorando la ligera comezón
que le producían en la piel los impactos de bala el hombre de la gabardina se
acercó a Tomás y, con una escopeta de doble cañón recortada, bañó al velador
con sus sesos.
A la vista del nulo efecto que las balas
tenían en el extraño, José se deshizo de su metralleta y haciéndole señas a su
hermano para que dejara de disparar se acercó al misterioso hombre que recibía
las ráfagas de disparos como el chorro del agua en la ducha. Él también se
deshizo de la recortada, sólo la había usado para volarle la tapa del cráneo a
Tomás.
Estaban frente a frente y los ojos de José
trataban de penetrar la oscuridad de las gafas de aquel hombre. Los dos eran de
la misma estatura y Carlos le dijo a su hermano que tuviera cuidado, pero se
quedó a la mitad de la frase cuando un cuchillo que arrojó el hombre misterioso
entró en su boca, cortó la médula espinal entre dos cervicales y asomó la punta
por la nuca, todo ello acompañado de la hemorragia pertinente.
José se quedó aterrado viendo a su hermano morir. Frente a él tenía al asesino y le dio un puñetazo en la cara que mandó a volar las gafas. El extraño se deshizo de la gabardina y sus armas. Agarrando a José con una mano en la ingle y la otra del cuello lo estampó contra la pared. El frustrado asaltante quedó atontado por el golpe y el oponente metió las manos en su boca y la abrió hasta que la mandíbula se separó de la cabeza con un chasquido. José perdió el conocimiento, y el hombre que mató a su hermano, y que soy yo, se encargó de que nunca lo recuperara.
ãJORGE GULÍAS MERELLES