Sin cargo de
conciencia
“Nada
se de
la literatura actual.
Hace tiempo
que mis contemporáneos son los griegos”
Borges
“…….más ya es hora de marcharse; Yo para morir,
vosotros para vivir. Quién de nosotros lleve la mejor parte, nadie lo sabe,
excepto el dios”.
Platón. Apología de Sócrates
Aún retumba en su cerebro la palabra clave, la que intuyó desde el
comienzo de la causa, la que supo se pronunciaría en su contra para castigar su
oficio de filósofo, su desafío singular a la ignorancia, su insistencia en la
búsqueda de lo absoluto, su desmesura en la crítica a las instituciones
imperantes y su racionalismo descarado, la palabra culpable,
sí, esa, culpable de corromper a los jóvenes de la ciudad, de introducir
divinidades nuevas para demoler la moralidad y la religión ciudadanas,
violentando tradiciones y creencias, culpabilidad declarada, dicha y cantada con
fruición por el lector de sentencias, con su voz burocrática, elevando el tono
con particular sorna en medio de la algarabía de un público vociferante,
agolpado, en tumulto, detrás de las barandas, ávido de condenas y de venganzas
y del desconsuelo paralelo e infinito de Platón, su discípulo de más largo
alcance, refugiado en las barras, sumido en la impotencia, al lado del
inconsolable Critón, el más fiel y acucioso de sus oyentes y de Fedón,
entregado y pasmado de miedo.
Durante su vida nadie consiguió develar el misterio, dar la respuesta
que Sócrates esperaba. Nunca. El oráculo de Delfos, sabedor del presente y del
futuro, consultado por su amigo Querefón, a instancias y ruegos suyos, dictaminó
sin rodeos que el más sabio de los hombres era Sócrates y esta definición le
ha resultado lapidaria. Ha cambiado sin remedio el curso de su vida. Le ha
impuesto nuevos retos y búsquedas más comprometedoras. La discutió, sí, con
propios y ajenos. Es necesario, se impuso como tarea, contradecir al oráculo,
encontrar un hombre más sabio que Sócrates, del cual pueda aprender la verdad
que anhela y reclama, la verdad sin fisuras. Todos sus interlocutores
ocasionales creen poseerla y su convencimiento engaña, pero Sócrates sabe que
no, que no la tienen ni la alcanzan. Tras un manto de vanidad cada cual
construye y difunde, con elocuencia que deslumbra, su verdad personal,
confundida entre adornos retóricos, aunque para Sócrates resulta incompleta,
insuficiente, relativa. No resiste, no, no resiste, está probado, el bisturí
implacable con el cual el filósofo va desplazando, con rigor de cirujano, una a
una, las capas del conocimiento, penetrando a los sótanos íntimos de la
conciencia para llegar, al término de sus indagaciones, al fondo y confirmar,
con la pesadumbre y la desilusión del que nada encuentra, el inmenso vacío, la
equivocación persistente en que se debaten sus efímeros contertulios,
merodeando ufanos en las discusiones públicas.
Jantipa acude sin demora al llamado de Sócrates con las provisiones mínimas
que le permiten su exiguo presupuesto y los rígidos reglamentos carcelarios y
lleva consigo a sus tres hijos, notificados ya de la sentencia de muerte
proferida contra su padre, doscientos setenta votos afirmativos contra
doscientos treinta negativos. Los vigilantes de turno les permiten, a regañadientes
visibles en sus muecas torpes, unos escasos minutos, tres o cuatro, sólo para
un abrazo corto, de apremio, fugaz e instantáneo, sin palabras, no pueden
hablarle, no, es reo de muerte, está condenado sin apelación, no más
contactos, contamina, es peligroso, su verbo deteriora, sus convicciones
socavan, sus doctrinas destruyen las relaciones de familia, su mal ejemplo
pervierte.
Sócrates piensa en sus acusadores nominales Anito, Meleto y Licón, un
comerciante sin éxito, un mal poeta y un político fracasado. Los tres,
signados por la misma desventura, pasaron alguna tarde tibia de Atenas por el
escrutinio descarnado de su mayéutica arrasadora. Ninguno poseía la verdad,
pero la aparentaban subiendo el volumen de su voz más allá de la consistencia
de sus ideas, y ahora resultan los adalides de la sabiduría.
Los ignorantes dueños del destino del más sabio de los hombres, el que
dijo que sólo sabe que no sabe nada. Tremendas paradojas, meditó Sócrates,
enfrascado en su propia ironía, recordando cómo los puso en evidencia pública,
cómo los descubrió, para que reviertan ahora malévolos en su contra.
Anito, Meleto y Licón no soportan el éxito que Sócrates alcanza con
los jóvenes, no, no lo soportan, menos que lo sigan decididos y fascinados. Tal
el encanto incontenible de su prédica, el prodigio de su razonamiento, la
inteligencia de sus preguntas, lo recto del propósito, el calor profundo y
conmovedor de su mirada. Lo sindican
de apartarlos de la ruta impuesta por sus mayores, de propiciar un
enfrentamiento de generaciones, de frustrar la programación deliberada que los
convertiría en continuadores de sus oficios mercantiles, al frente de los
negocios, para el incremento de sus futuras herencias materiales.
La primera noche la pasa en vela, es imposible conciliar el sueño, las
cavilaciones le invaden poblándole la mente de reflexiones y balances, gravita
en el centro la imagen próxima de la muerte que debe provocarse bebiendo el
veneno fatal de la cicuta. Es la ley. Pero Sócrates, en la infinita dimensión
de su madurez de anciano, no le teme a la muerte. No, no le teme. Por el
contrario, sabe que lo liberará de la pesadumbre de la vejez, de las
limitaciones y de las enfermedades, de la parálisis y la ceguera, de la
disminución progresiva y desoladora de sus funciones intelectuales, cada día más
precarias, de convertirse en una carga pesada para la pobre Jantipa, que apenas
puede consigo misma. La muerte le llegará entonces como una solución, como un
premio, cuando todavía mantiene vigentes los arrestos, la vitalidad suficiente
para seguir poniendo el dedo en la llaga, ejerciendo su oficio de tábano, su
indagación franca y de viva voz, cuando aún es capaz de mantenerse por horas,
en ímpetus de polémica, dialogando en las esquinas del ágora, discutiendo los
principios generales y demoliendo las fachadas falsas de sabiduría. La
interrupción inminente de su vida, por decreto judicial, le evitará un
lastimoso final de quebrantos y dolores y le evitará también torturar de paso
a los suyos, tan débiles y tiernos, suma de fragilidades, impotentes ante la
penuria venidera de los sentidos y el desmoronamiento irreversible de sus
facultades esenciales.
No fue esa, desde luego no, la intención de sus acusadores nominales, ni
la de los cientos de acusadores anónimos camuflados incluso dentro de sus
numerosos jueces, algún día del pasado remoto víctimas de su dialéctica
contundente. No se plantearon propiciarle un final anticipado, no, no se lo
plantearon, para exonerarlo de la decadencia, de la miseria sobreviniente del
cuerpo, de la honda humillación de envejecer. No, sus intenciones no eran
nobles ni sus propósitos altruistas, eran, sí,
por el contrario, fruto de su egoísmo compartido, de su pequeñez de espíritu,
de su animadversión acumulada.
Clamaban vindicta al unísono, es necesario apagar su voz, piensa demasiado, arruinar su prédica, convence a muchos, cortar su aliento, inspira y confunde, minar la proyección de su palabra mágica, que
se expande como mancha de aceite, arrasar sus argumentos de espanto y aniquilar
para siempre su presencia de fauno, que irrita y conturba.
Jantipa y los niños lloran su desventura a las puertas de una prisión
de rocas duras e inexpugnables que los separa para siempre. No alcanzan a
comprender la magnitud de lo ocurrido, no les cabe en la cabeza, no, el esposo y
padre reducido a un brusco recinto cerrado de tres metros, rico en hedores y
bueno sólo para el desasosiego y el escarnio, en la antesala de la muerte, si
es un hombre bueno, le gusta el aire libre, conversar con la gente, en los
espacios abiertos, a nadie ofende, sí, busca la verdad, ¿y eso qué? inquiere
sin descanso, pregunta, reclama respuestas, ¿qué de malo tiene este oficio? es
inofensivo, quiere hallar la tabla de salvación, un principio firme al cual
aferrarse, al cual podamos aferrarnos todos, que no cambie, que no varíe al
vaivén de las circunstancias, una norma fija, que no resulte negociable, sí,
respecto a tantas cosas de la vida, a los valores, a la honestidad, a la
rectitud, sobretodo a la justicia, a la belleza y al amor. Sueña con un
gobierno de sabios, de los mejores, de los incontaminados, de los que carecen de
aspiraciones personales, de aquellos que no buscan enriquecimientos que desvían
o consejas y lisonjas que enceguecen. No, no entienden, no aceptan, ¿cómo
puede morir el mejor de los hombres, si está libre de delito?.
Sócrates, habituado por fuerza al silencio, a las tinieblas, al frío, a
los malos olores, piensa en sus padres, en Sofronisco el escultor y en Fenareta
la partera, ¿qué dirían, si su hijo ha cumplido el designio de su demonio
interior, la voz de su conciencia limpia, si ha inquirido sin descanso, si a
nadie ha dañado, si ha escarbado con rigor en los laberintos de la inteligencia
y la memoria, en el invierno y en el verano, convencido de su norte, seguro de
su ruta? Sofronisco le enseñó a
modelar a las personas y ese ha sido su esfuerzo y su sino. Fenareta el método
de ayudar a otros a dar a luz la verdad. Conjunción maravillosa para la búsqueda
permanente en que ha invertido su tiempo, su profesión, su faro, su luz, en el
largo camino transitado hasta un presente que le enfrenta a un mundo extraño,
de sombras, para cobrarle la cuenta de sus empeños y desvaríos de pensador.
Un guardia mal encarado, de pocas palabras y muchos maltratos, con
instrucciones restrictivas, le anuncia una visita autorizada. Algunos amigos
tienen las influencias que no maneja Jantipa. Critón y Fedón han logrado
sobornar a los carceleros, unas monedas brillantes abren cualquier puerta.
Frente a su maestro escuálido, el cuerpo débil y empequeñecido en la
desgracia, intentan ahora su discurso más convincente, su mejor diatriba contra
la injusticia, su alegato certero por la evasión y por la vida.
-Es preciso partir ahora, de inmediato-, le ruegan.
-las puertas están abiertas, Maestro, no hay tiempo que perder, estos
pactos son frágiles, sutiles, inmediatos, se toman o se dejan-
Sócrates no reacciona. Parece una estatua de mármol, en su quietud, en
su frialdad, en su mirada blanca. Frente a las puertas de hierro francas, sin
cerrojos ni trancas, abiertas de par en par por los convenios secretos de sus
diligentes discípulos, su actitud es impasible. No dice nada, no modula, no se
mueve ni un centímetro, no parece tener el menor interés, la evasión no lo
motiva. Critón procura levantarlo temiendo lastimar sus brazos reducidos a
huesos, intenta inducirlo, convencerlo, animarlo a la partida. Aún tiene
deberes para con sus hijos, le dice, una mujer que le espera, que no se
abastece, unos discípulos que le quieren, un pueblo que lo necesita. Sócrates
lo mira con firmeza y asombro, parece contener su discurso en la garganta, un
torrente de razones que se agolpan. Luego de un silencio cortante Sócrates se
incorpora y finalmente contesta con una lentitud que sus discípulos padecen:
-¿Qué dirían de mí las leyes, Critón, que son como unas diosas en el
Olimpo, si aprovechando el negocio torcido del cual no he sido parte, realizado
sin mi consentimiento, traspasara el límite vedado de esta celda, este
territorio de la justicia, ganando una libertad que conforme a la ley de los
hombres no merezco? ¿Cómo justificarme ante ellas, que me lo han dado todo en
la vida? Llevo sesenta años en busca de la verdad, sin hallarla, es cierto. He
criticado las injusticias, incluida la que ha sido cometida ahora contra mí.
Pero advierte, Critón, sábelo Fedón, que he tenido la oportunidad de un
juicio según el procedimiento de la ciudad, he sido escuchado, mi verbo, mi
defensa, mis argumentos, mis principios quedarán flotando en los aires y en los
tiempos, su ineficacia inmediata me tiene sin cuidado, soy un hombre cansado,
debo acatar las decisiones de los tribunales, en ellos estriba la verdad. Soy un
accidente en el proceso de la conciencia. Mi deber es morir y a ello estoy
dispuesto”.
Critón ni Fedón se conforman. La vida de Sócrates
no tiene precio. ¿Qué hacer para convencerlo? ¿Tendrá que morir dentro de
cuatro semanas? ¿Cuándo retornen las embarcaciones de los juegos olímpicos y
se reanuden las ejecuciones capitales?
Sócrates regresa con serenidad a su quietud de piedra. Recostado
en la losa helada razona, desconcertando a Critón, mientras Fedón se siente
derrotado ante las duras convicciones de su maestro.
-Piensen que mi muerte se convertirá en mi vida-, concluye.
-Traspasando este umbral de las miserias humanas, del cuerpo deleznable,
entraré al diálogo eterno con los hombres del más allá y seguiré
cuestionando e inquiriendo, como ahora, hasta el cansancio. De una sola cosa
estoy seguro, a nadie condenan por sus ideas, a nadie suprimen por su verbo, a
ninguno matan por el acto de pensar. A mis hijos, tan pequeños por desgracia,
les dejo este testamento, su única herencia, que continúen mi camino, sin
transacciones ni desmayos. Solo así mi muerte tendrá sentido-.
La fatiga es notoria. La condena le ha echado encima un montón de años.
No más palabras, todo está dicho. Critón y Fedón han comprendido. La pequeñez
del cuerpo contrasta frente a la gigantez del alma. Ante sus ojos Sócrates se
crece, se desdibuja su fisonomía devastada por la pobreza, la desilusión y la
injusticia, monedas con las que le pagan sus desvelos de filósofo y una luz
cada vez más brillante le relieva la silueta, que resplandece, mientras
lentamente el maestro entra a dormir el plácido y apacible sueño de los
justos.
Los apesadumbrados discípulos, cómplices en el silencio, para no
perturbar el trance, abandonan con lágrimas en los ojos el minúsculo recinto,
cerrando tras ellos las puertas de hierro de la prisión, las mismas que
pretendieron franquear para su maestro y que custodiando aún su cuerpo frágil
de evasiones fortuitas, le permitirán a cambio, lo han comprendido, que su alma
transparente, el alma diáfana del filósofo de Atenas, liberada ya de las
maldades, de las amarguras, de los odios, de las penalidades y las dudas, se
eleve, en la verdadera dimensión de su grandeza, para siempre, a las
insondables alturas del Olimpo.