Sin cargo de

conciencia

 

Nada se de

la literatura actual.

Hace tiempo

que mis contemporáneos son los griegos”

  Borges

 

 

“…….más ya es hora de marcharse; Yo para morir, vosotros para vivir. Quién de nosotros lleve la mejor parte, nadie lo sabe, excepto el dios”.

Platón. Apología de Sócrates

 

       Recogiendo con sus manos trémulas los pliegues de su túnica de lino, raída por el uso invariable de muchos años, evidencia visible, además, de la escasez de su bolsa, de un desinterés absoluto por las apariencias y quizás también del descuido de Jantipa, su mujer, Sócrates de Atenas, del demo de Alopeke, atormentado por una honda fatiga de septuagenario, se sentó con dificultad sobre una piedra tallada a medias e improvisada como asiento y dejó vagar su mirada por entre los barrotes simétricos de la minúscula ventana, en la fría prisión del Pireo, a cinco cuadras del barrio natal, pocas horas después de oír, con sorprendente serenidad, el veredicto definitivo, parado de frente a sus quinientos jueces, adelante, solitario, erguido de cuerpo y alma, en el estrado vergonzante de los condenados, el fallo de una justicia popular que lo remite a la muerte, la cual debe propinarse a sí mismo, en breve término, sin apelación, dentro de cuatro semanas.

      

      Aún retumba en su cerebro la palabra clave, la que intuyó desde el comienzo de la causa, la que supo se pronunciaría en su contra para castigar su oficio de filósofo, su desafío singular a la ignorancia, su insistencia en la búsqueda de lo absoluto, su desmesura en la crítica a las instituciones imperantes y su racionalismo descarado, la palabra culpable, sí, esa, culpable de corromper a los jóvenes de la ciudad, de introducir divinidades nuevas para demoler la moralidad y la religión ciudadanas, violentando tradiciones y creencias, culpabilidad declarada, dicha y cantada con fruición por el lector de sentencias, con su voz burocrática, elevando el tono con particular sorna en medio de la algarabía de un público vociferante, agolpado, en tumulto, detrás de las barandas, ávido de condenas y de venganzas y del desconsuelo paralelo e infinito de Platón, su discípulo de más largo alcance, refugiado en las barras, sumido en la impotencia, al lado del inconsolable Critón, el más fiel y acucioso de sus oyentes y de Fedón, entregado y pasmado de miedo.

     

      Durante su vida nadie consiguió develar el misterio, dar la respuesta que Sócrates esperaba. Nunca. El oráculo de Delfos, sabedor del presente y del futuro, consultado por su amigo Querefón, a instancias y ruegos suyos, dictaminó sin rodeos que el más sabio de los hombres era Sócrates y esta definición le ha resultado lapidaria. Ha cambiado sin remedio el curso de su vida. Le ha impuesto nuevos retos y búsquedas más comprometedoras. La discutió, sí, con propios y ajenos. Es necesario, se impuso como tarea, contradecir al oráculo, encontrar un hombre más sabio que Sócrates, del cual pueda aprender la verdad que anhela y reclama, la verdad sin fisuras. Todos sus interlocutores ocasionales creen poseerla y su convencimiento engaña, pero Sócrates sabe que no, que no la tienen ni la alcanzan. Tras un manto de vanidad cada cual construye y difunde, con elocuencia que deslumbra, su verdad personal, confundida entre adornos retóricos, aunque para Sócrates resulta incompleta, insuficiente, relativa. No resiste, no, no resiste, está probado, el bisturí implacable con el cual el filósofo va desplazando, con rigor de cirujano, una a una, las capas del conocimiento, penetrando a los sótanos íntimos de la conciencia para llegar, al término de sus indagaciones, al fondo y confirmar, con la pesadumbre y la desilusión del que nada encuentra, el inmenso vacío, la equivocación persistente en que se debaten sus efímeros contertulios, merodeando ufanos en las discusiones públicas.

     

      Jantipa acude sin demora al llamado de Sócrates con las provisiones mínimas que le permiten su exiguo presupuesto y los rígidos reglamentos carcelarios y lleva consigo a sus tres hijos, notificados ya de la sentencia de muerte proferida contra su padre, doscientos setenta votos afirmativos contra doscientos treinta negativos. Los vigilantes de turno les permiten, a regañadientes visibles en sus muecas torpes, unos escasos minutos, tres o cuatro, sólo para un abrazo corto, de apremio, fugaz e instantáneo, sin palabras, no pueden hablarle, no, es reo de muerte, está condenado sin apelación, no más contactos, contamina, es peligroso, su verbo deteriora, sus convicciones socavan, sus doctrinas destruyen las relaciones de familia, su mal ejemplo pervierte.

    

      Sócrates piensa en sus acusadores nominales Anito, Meleto y Licón, un comerciante sin éxito, un mal poeta y un político fracasado. Los tres, signados por la misma desventura, pasaron alguna tarde tibia de Atenas por el escrutinio descarnado de su mayéutica arrasadora. Ninguno poseía la verdad, pero la aparentaban subiendo el volumen de su voz más allá de la consistencia de sus ideas, y ahora resultan los adalides de la sabiduría.  Los ignorantes dueños del destino del más sabio de los hombres, el que dijo que sólo sabe que no sabe nada. Tremendas paradojas, meditó Sócrates, enfrascado en su propia ironía, recordando cómo los puso en evidencia pública, cómo los descubrió, para que reviertan ahora malévolos en su contra.

     

      Anito, Meleto y Licón no soportan el éxito que Sócrates alcanza con los jóvenes, no, no lo soportan, menos que lo sigan decididos y fascinados. Tal el encanto incontenible de su prédica, el prodigio de su razonamiento, la inteligencia de sus preguntas, lo recto del propósito, el calor profundo y conmovedor de su mirada.  Lo sindican de apartarlos de la ruta impuesta por sus mayores, de propiciar un enfrentamiento de generaciones, de frustrar la programación deliberada que los convertiría en continuadores de sus oficios mercantiles, al frente de los negocios, para el incremento de sus futuras herencias materiales.

     

      La primera noche la pasa en vela, es imposible conciliar el sueño, las cavilaciones le invaden poblándole la mente de reflexiones y balances, gravita en el centro la imagen próxima de la muerte que debe provocarse bebiendo el veneno fatal de la cicuta. Es la ley. Pero Sócrates, en la infinita dimensión de su madurez de anciano, no le teme a la muerte. No, no le teme. Por el contrario, sabe que lo liberará de la pesadumbre de la vejez, de las limitaciones y de las enfermedades, de la parálisis y la ceguera, de la disminución progresiva y desoladora de sus funciones intelectuales, cada día más precarias, de convertirse en una carga pesada para la pobre Jantipa, que apenas puede consigo misma. La muerte le llegará entonces como una solución, como un premio, cuando todavía mantiene vigentes los arrestos, la vitalidad suficiente para seguir poniendo el dedo en la llaga, ejerciendo su oficio de tábano, su indagación franca y de viva voz, cuando aún es capaz de mantenerse por horas, en ímpetus de polémica, dialogando en las esquinas del ágora, discutiendo los principios generales y demoliendo las fachadas falsas de sabiduría. La interrupción inminente de su vida, por decreto judicial, le evitará un lastimoso final de quebrantos y dolores y le evitará también torturar de paso a los suyos, tan débiles y tiernos, suma de fragilidades, impotentes ante la penuria venidera de los sentidos y el desmoronamiento irreversible de sus facultades esenciales.

     

      No fue esa, desde luego no, la intención de sus acusadores nominales, ni la de los cientos de acusadores anónimos camuflados incluso dentro de sus numerosos jueces, algún día del pasado remoto víctimas de su dialéctica contundente. No se plantearon propiciarle un final anticipado, no, no se lo plantearon, para exonerarlo de la decadencia, de la miseria sobreviniente del cuerpo, de la honda humillación de envejecer. No, sus intenciones no eran nobles ni sus propósitos altruistas, eran, sí,  por el contrario, fruto de su egoísmo compartido, de su pequeñez de espíritu, de su animadversión acumulada.

     

      Clamaban vindicta al unísono, es necesario apagar su voz, piensa demasiado, arruinar su prédica, convence a muchos, cortar su aliento, inspira y confunde, minar la proyección de su palabra mágica, que se expande como mancha de aceite, arrasar sus argumentos de espanto y aniquilar para siempre su presencia de fauno, que irrita y conturba.

      

      Jantipa y los niños lloran su desventura a las puertas de una prisión de rocas duras e inexpugnables que los separa para siempre. No alcanzan a comprender la magnitud de lo ocurrido, no les cabe en la cabeza, no, el esposo y padre reducido a un brusco recinto cerrado de tres metros, rico en hedores y bueno sólo para el desasosiego y el escarnio, en la antesala de la muerte, si es un hombre bueno, le gusta el aire libre, conversar con la gente, en los espacios abiertos, a nadie ofende, sí, busca la verdad, ¿y eso qué? inquiere sin descanso, pregunta, reclama respuestas, ¿qué de malo tiene este oficio? es inofensivo, quiere hallar la tabla de salvación, un principio firme al cual aferrarse, al cual podamos aferrarnos todos, que no cambie, que no varíe al vaivén de las circunstancias, una norma fija, que no resulte negociable, sí, respecto a tantas cosas de la vida, a los valores, a la honestidad, a la rectitud, sobretodo a la justicia, a la belleza y al amor. Sueña con un gobierno de sabios, de los mejores, de los incontaminados, de los que carecen de aspiraciones personales, de aquellos que no buscan enriquecimientos que desvían o consejas y lisonjas que enceguecen. No, no entienden, no aceptan, ¿cómo puede morir el mejor de los hombres, si está libre de delito?.

     

      Sócrates, habituado por fuerza al silencio, a las tinieblas, al frío, a los malos olores, piensa en sus padres, en Sofronisco el escultor y en Fenareta la partera, ¿qué dirían, si su hijo ha cumplido el designio de su demonio interior, la voz de su conciencia limpia, si ha inquirido sin descanso, si a nadie ha dañado, si ha escarbado con rigor en los laberintos de la inteligencia y la memoria, en el invierno y en el verano, convencido de su norte, seguro de su ruta?  Sofronisco le enseñó a modelar a las personas y ese ha sido su esfuerzo y su sino. Fenareta el método de ayudar a otros a dar a luz la verdad. Conjunción maravillosa para la búsqueda permanente en que ha invertido su tiempo, su profesión, su faro, su luz, en el largo camino transitado hasta un presente que le enfrenta a un mundo extraño, de sombras, para cobrarle la cuenta de sus empeños y desvaríos de pensador.

     

      Un guardia mal encarado, de pocas palabras y muchos maltratos, con instrucciones restrictivas, le anuncia una visita autorizada. Algunos amigos tienen las influencias que no maneja Jantipa. Critón y Fedón han logrado sobornar a los carceleros, unas monedas brillantes abren cualquier puerta. Frente a su maestro escuálido, el cuerpo débil y empequeñecido en la desgracia, intentan ahora su discurso más convincente, su mejor diatriba contra la injusticia, su alegato certero por la evasión y por la vida.

     

      -Es preciso partir ahora, de inmediato-, le ruegan.

     

      -las puertas están abiertas, Maestro, no hay tiempo que perder, estos pactos son frágiles, sutiles, inmediatos, se toman o se dejan-

 

      Sócrates no reacciona. Parece una estatua de mármol, en su quietud, en su frialdad, en su mirada blanca. Frente a las puertas de hierro francas, sin cerrojos ni trancas, abiertas de par en par por los convenios secretos de sus diligentes discípulos, su actitud es impasible. No dice nada, no modula, no se mueve ni un centímetro, no parece tener el menor interés, la evasión no lo motiva. Critón procura levantarlo temiendo lastimar sus brazos reducidos a huesos, intenta inducirlo, convencerlo, animarlo a la partida. Aún tiene deberes para con sus hijos, le dice, una mujer que le espera, que no se abastece, unos discípulos que le quieren, un pueblo que lo necesita. Sócrates lo mira con firmeza y asombro, parece contener su discurso en la garganta, un torrente de razones que se agolpan. Luego de un silencio cortante Sócrates se incorpora y finalmente contesta con una lentitud que sus discípulos padecen:

    

       -¿Qué dirían de mí las leyes, Critón, que son como unas diosas en el Olimpo, si aprovechando el negocio torcido del cual no he sido parte, realizado sin mi consentimiento, traspasara el límite vedado de esta celda, este territorio de la justicia, ganando una libertad que conforme a la ley de los hombres no merezco? ¿Cómo justificarme ante ellas, que me lo han dado todo en la vida? Llevo sesenta años en busca de la verdad, sin hallarla, es cierto. He criticado las injusticias, incluida la que ha sido cometida ahora contra mí. Pero advierte, Critón, sábelo Fedón, que he tenido la oportunidad de un juicio según el procedimiento de la ciudad, he sido escuchado, mi verbo, mi defensa, mis argumentos, mis principios quedarán flotando en los aires y en los tiempos, su ineficacia inmediata me tiene sin cuidado, soy un hombre cansado, debo acatar las decisiones de los tribunales, en ellos estriba la verdad. Soy un accidente en el proceso de la conciencia. Mi deber es morir y a ello estoy dispuesto”.

 

      Critón ni Fedón se conforman. La vida de Sócrates no tiene precio. ¿Qué hacer para convencerlo? ¿Tendrá que morir dentro de cuatro semanas? ¿Cuándo retornen las embarcaciones de los juegos olímpicos y se reanuden las ejecuciones capitales?

     

      Sócrates regresa con serenidad a su quietud de piedra. Recostado en la losa helada razona, desconcertando a Critón, mientras Fedón se siente derrotado ante las duras convicciones de su maestro.

     

      -Piensen que mi muerte se convertirá en mi vida-, concluye.

    

       -Traspasando este umbral de las miserias humanas, del cuerpo deleznable, entraré al diálogo eterno con los hombres del más allá y seguiré cuestionando e inquiriendo, como ahora, hasta el cansancio. De una sola cosa estoy seguro, a nadie condenan por sus ideas, a nadie suprimen por su verbo, a ninguno matan por el acto de pensar. A mis hijos, tan pequeños por desgracia, les dejo este testamento, su única herencia, que continúen mi camino, sin transacciones ni desmayos. Solo así mi muerte tendrá sentido-.

 

      La fatiga es notoria. La condena le ha echado encima un montón de años. No más palabras, todo está dicho. Critón y Fedón han comprendido. La pequeñez del cuerpo contrasta frente a la gigantez del alma. Ante sus ojos Sócrates se crece, se desdibuja su fisonomía devastada por la pobreza, la desilusión y la injusticia, monedas con las que le pagan sus desvelos de filósofo y una luz cada vez más brillante le relieva la silueta, que resplandece, mientras lentamente el maestro entra a dormir el plácido y apacible sueño de los justos.

 

      Los apesadumbrados discípulos, cómplices en el silencio, para no perturbar el trance, abandonan con lágrimas en los ojos el minúsculo recinto, cerrando tras ellos las puertas de hierro de la prisión, las mismas que pretendieron franquear para su maestro y que custodiando aún su cuerpo frágil de evasiones fortuitas, le permitirán a cambio, lo han comprendido, que su alma transparente, el alma diáfana del filósofo de Atenas, liberada ya de las maldades, de las amarguras, de los odios, de las penalidades y las dudas, se eleve, en la verdadera dimensión de su grandeza, para siempre, a las insondables alturas del Olimpo.