El Micro
...chicas soñando que les besan las piernas...
Al menos si tenía que viajar en este micro con todo el calor de un viernes por la tarde, la música haría las cincuentitantas cuadras del trayecto menos tediosas, y de hecho pensar en esa posibilidad de la que hablaba la canción era un premio extra. En esas andaba yo cuando en el micro casi vacío apareció - nunca la vi subir - una madre con su hija. Corrijo: una señora joven y atractiva que no tendría más de treintiocho años con una niñita de alrededor de nueve. Como yo andaba con el asunto de la canción todavía rondando por mi mente, comencé a aplicar una alta dosis de imaginación a la mirada con la que estaba barriendo a esta pasajera, que para mi mayor fortuna estaba sentada justo frente a mí. Parece que tendré que afinar mi asolapamiento si quiero seguir mirando así a las personas, porque cuando me di cuenta, la joven señora me estaba clavando los ojos como diciéndome ya párala o a ver si por lo menos tomas un poco de aire. No tengo que explicar que con eso me sentí bastante tonto, pero por fortuna una reacción inesperada y automática vino a aligerar las cosas: yo, a quien por lo general le cuesta mucho sonreírle a la gente, debo haberlo hecho con tal naturalidad y éxito que a mi nueva amiga no le quedó más que aflojar la mirada y sonreír mientras distraídamente acariciaba el cabello de su hijita.
A partir de allí la relación con esta amiga fue cambiando gradualmente. No nos dijimos una palabra, pero tampoco dejamos de comunicarnos; estuvimos durante largas cuadras mirándonos a los ojos, como llevando una conversación silente que con los típicos rodeos y requiebros nos iba llevando a un tema central: debíamos vernos en otro lugar, ella y yo, desnudarnos y hacer el amor, también sin decir palabra. Todo estaba yendo a la perfección, sólo faltaba concretar el dónde y el cuándo de nuestro encuentro, pero para eso era necesario utilizar algo más que miradas, al menos yo necesitaba usar palabras o alguna otra forma concreta de comunicarme. Decidí entonces avanzar un poco en mi relación con ella. Tenía que hacerlo.
Aprovechando que una de sus manos descansaba sobre su vestido me animé a apoyar la mía en el dorso de la suya, ejerciendo una leve presión, mucho más leve que cualquiera de las miradas con las que estuvimos charlando. De inmediato noté un estremecimiento en ella, así que sin retirar mi mano pregunté, con la mirada obviamente, qué era lo que ocurría, y ella me hizo entender que estando allí su hija sentía temor que pudiese notar algo, al fin de cuentas tenía nueve años y era capaz de percibir ese tipo de cosas. Yo entendí perfectamente el punto, pero cuando me propuse retirar la mano descubrí que ella lo impedía, aún cuando era mi mano la que se posaba en la suya y no al revés. Así las cosas comencé a acariciar su mano muy levemente mientras le preguntaba a sus ojos sobre el cambio de opinión. No supieron qué responderme; nunca vi a una mujer tan agredida por las ganas de hacer algo y el temor de ser descubierta.
El juego de las manos siguió largo rato, todavía sin decirnos nada con palabras, mientras ella me miraba con más deseo, temor y vergüenza, y yo todavía procuraba encontrar la manera de llegar a tener una cita. De pronto noté en ella una energía que se desbordaba, como si algo se estuviera saliendo de control. Incómoda y turbada retiró la mano y la mirada, para acariciar a su hija y aclarar sus ideas. Luego buscó en su bolso un trozo de papel en el que escribió algunas palabras con el lapicero que yo le alcancé intuyendo la jugada y feliz de que también ella quisiese avanzar por ese camino. Leí la nota escrita con letra nerviosa: No sé qué decir. Llámame. No sé qué decir., su nombre y un número.
Cuando ella se bajó del micro yo me apresuré a hacer lo mismo, en vista que hacía rato había dejado atrás mi paradero habitual. Todavía con la nota en la mano comencé a pensar en esta extraña aventura y a imaginar las posibilidades que se abrían con sólo llamar a ese número nerviosamente escrito. Sin dudar llamaría al día siguiente por la tarde. Cuando iba a llamar me asaltaron varias dudas: Cómo sabría ella quién era yo si jamás había oído mi voz ni conocía mi nombre? Cómo sabría yo que quien contestaba el teléfono era ella y no otra persona? Cuando dudas así aparecen sólo queda una cosa por hacer: seguir adelante y resolver lo que se presente. El teléfono timbró sólo una vez y escuché una voz de mujer madura que contestaba con ansiedad. No sabría explicarlo, pero en ese momento tuve la certeza que era ella quien me contestaba.
Hola - le dije. Nos conocimos ayer en el micro y quise llamar para charlar un rato.
Ah... - le escuché decir nerviosa.
Llamo en mal momento? - Pregunté temiendo algún problema.
No, no es eso... No sé que decir. No me gustan las palabras. No sé que decir. Discúlpame por lo de ayer. No me vuelvas a llamar. No me gustan las palabras.
Colgué la bocina sin entender lo que sucedía, o mejor dicho: entendiendo lo que sucedía pero sin ganas de ponerme a explicarlo. Después de todo siempre habrá chicas soñando que les besan las piernas.
Sebastián Digabrielli. 26 de Febrero de 1995