Mercados, adicciones y
espejos
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Por Hugo A. Míguez
Para LA NACION
En estos últimos años, un niño mago, creado por la
imaginación de la novelista inglesa J. K. Rowling, se
instaló en los sentimientos de muchos de los que hoy tienen menos de doce años.
Contar quién es Harry Potter
a quienes han pasado largamente esa edad podría resumirse explicando que es un
niño huérfano, maltratado por una muy cruel familia adoptiva, que ideó un mundo
alternativo para darle consuelo a su infortunio. Mi hija Guadalupe, que está
por cumplir doce años, seguramente disentiría de esta descripción.
Lo cierto es que, de una u otra forma, Harry llegó y
se instaló en el mundo de aquellos que han sido definidos como los tweens. Es decir, los preadolescentes que se ubican entre
los ocho y los doce años. Harry, el mago, es sólo uno
de los tantos que se dirigen a los grupos de niños que todavía no alcanzan la
adolescencia.
Los tweens han despertado el interés a partir del
descubrimiento, relativamente obvio, de su capacidad de presión sobre los
padres para llegar por una vía rápida a su bolsillo. O sea, un segmento importante
de mercado que puede triangular el acceso a la economía de los sectores medios.
De la misma manera que hace unos años los vendedores de la playa apelaban al
“lloren chicos…” para presionar la compra de sus helados en los padres, hoy,
menos artesanalmente, los tweens son el objetivo de
un negocio que invierte más de 12.000 millones de dólares al año en
investigación para estudiar sus hábitos de consumo.
Paradójicamente, el resultado final de estos estudios puede que no sea un nuevo
producto, sino sólo una nueva imagen para vender el mismo objeto. Tal como
sostiene un reconocido gurú publicitario, se trata de
una “batalla de percepciones, no de productos” y el cambio de estrategia que
pasó de producir productos a producir marcas comerciales se aplica ahora
también a los lectores de Harry.
Una vez comprobado que el reconocimiento de las marcas comerciales se registra
en los primeros años de vida, mucho antes de la alfabetización, las compañías
de alimentos, juguetes y ropa de niños pusieron la mira en lo que pueden ser
los primeros pasos de la “lealtad a una marca”.
Está claro que no todo es un problema de estrategias de venta; hay otra parte
en esto, y tiene que ver con el silencio institucional que reemplazó la crítica
y el cuestionamiento. Por ejemplo, el que se dio cuando el marketing del
alcohol, en la década del 90, anunciaba en los periódicos que iban detrás del
mercado de los 14 años. Por otra parte, también es necesario reconocer que
quien debía haber discutido estas estrategias de marcas, la escuela, muchas
veces se retiró de la confrontación a cambio de su propio “esponsoreo”
para sobrevivir (sin ver que con eso también desaparecía como tal).
De esta manera, la publicidad tomó como objeto el crecimiento infantil y
demostró, desde la magia digital, cómo con comida chatarra se superaba el
desarrollo insuficiente (en un país donde desciende el promedio de estatura por
mala alimentación) hasta convertir a cualquier niño pequeño en un atleta de dos
metros. En forma semejante, la sexualización del
cuerpo infantil en una pasarela señalaba cómo alcanzar el éxito infantil y la
aprobación familiar sobre el patético calco de una pose disociada (por el
momento) de su significado.
Divertida y, en algunos casos, colaborando entusiastamente con estas
estrategias de venta sobre los tweens, la sociedad
permaneció tranquila considerando que sólo se trataba de mensajes sobre
refrescos, ropa, juguetes y otros productos inofensivos. Se razonó que, siendo
niños de 8 a 12 años, todavía no estaban en el terreno incierto de la
adolescencia y, por tanto, aún no eran parte de ese dolor de cabeza social que
representa el uso de drogas.
La bolsita de inhalantes a la salida de una estación
de trenes fue circunscripta a la vida en la calle y la iniciación temprana
que mostraban los estudios sobre alcohol remitida a lo que eran... estadísticas.
Sin embargo, más allá de los productos y del consumo efectivo, los tweens estaban aprendiendo algo: “Nadie vale por sí mismo y
la gente es lo que compra”. Una conclusión inevitable cuando se venden imágenes
exitosas en lugar de yogures, zapatillas o muñecos. Una conclusión
indispensable para acoplar luego otras sustancias de la vida comercial
cotidiana, como las bebidas alcohólicas, el tabaco y los energizantes.
Pero eso será más tarde, cuando ya la sociedad comience a perder la
tranquilidad porque la preadolescencia ha pasado.
Ahora, el joven Potter se ha parado frente al espejo
de Erised (Desire, es decir, “deseo”) y encuentra que
éste le devuelve, malignamente, no su imagen, sino la de sus padres perdidos.
Es decir, la imagen del espejo lo retiene ofreciéndole la ilusión de creer que
ha logrado alcanzar “el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón” (I
show not your face but your
heart’s desire). Será su
maestro Dumbledore quien lo rescate advirtiéndole que
no es bueno “olvidarse de vivir” para ser atrapado por los sueños.
Pero el maestro de Harry no ha participado,
desafortunadamente, en todos estos años, de los programas preventivos que se
han puesto en marcha en el mundo. Desde las pegatinas con frases antidrogas,
los trípticos con datos toxicológicos y los videos con organismos destruidos,
todos han soslayado que el eje del problema son los que forman las decisiones
de los chicos, no la química que las consuma. Cuando una adolescente camina por
la noche con una botella en la mano, no es sólo la clase de bebida que va a
tomar, sino también lo que espera de ella y lo que un grupo social le ha
vendido que puede esperar. El espejo de Erised, en cierta edad, toma la forma
de botella.
¿Qué hacer? El camino de señalar con el índice a los chicos no ha podido ser
más absurdo. No se llega a ellos como a una isla, sin contexto y sin historia.
Los chicos no manejan la industria, la comercialización o la agencia publicitaria
que vende el alcohol, el tabaco o la ilusión de que la gente se completa por
las cosas que compra. No escriben las letras de las canciones populares ni
organizan los llamados masivos a la barra de la disco mientras bailan. Ellos no
ganan, ellos pagan.
La gente que sinceramente se preocupa debería comenzar la prevención mucho
antes de que entren a la escena las sustancias adictivas. La prevención tiene
que iniciarse en el momento en que se piensa que el valor de una persona es
algo que viene dentro de una bolsa de shopping. Y
debería continuar, después, poniendo en discusión aquellas imposiciones
culturales que han hecho de la retirada, del “descontrol” por vía de las
sustancias, el camino por seguir frente a las dificultades.
Esta gente sinceramente preocupada debería, además, exigir la responsabilidad
social de los grupos que lucran a cualquier precio, para que entiendan que no
hay ganancia cuando se daña la generación de relevo. Porque no habrá quien
herede.
De esta forma, quizá, la rotura del espejo no sean entonces los siete años de
mala suerte que asegura la superstición, sino, precisamente, el indicio de su
final.