PROEMIO
CAPÍTULO I: LA REVELACIÓN EN SÍ MISMA
Naturaleza y objeto de la Revelación
Preparación de la revelación evangélica
Cristo, culmen de la revelación
La revelación hay que recibirla con fe
Las verdades reveladas
CAPÍTULO II: TRANSMISIÓN DE LA REVELACION DIVINA
Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos
del Evangelio
La sagrada Tradición
Mutua relación entre la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura
Relación de una y otra con toda la Iglesia y con el Magisterio
CAPÍTULO III : INSPIRACIÓN DIVINA DE LA SAGRADA ESCRITURAY SU INTERPRETACIÓN
El hecho de la inspiración y de
la verdad de la Sagrada Escritura
Cómo hay que interpretar la Sagrada Escritura
Condescendencia de Dios
CAPÍTULO IV: EL ANTIGUO TESTAMENTO
La historia de la salvación consignada en los libros del Antiguo
Testamento
Importancia del Antiguo Testamento para los cristianos
Unidad de ambos Testamentos
CAPÍTULO V: EL NUEVO TESTAMENTO
Excelencia del Nuevo Testamento
Origen apostólico de los Evangelios
Carácter histórico de los Evangelios
Los restantes escritos del Nuevo Testamento
CAPÍTULO VI: LA SAGRADA ESCRITURA EN LA VIDA DE LA IGLESIA
La Iglesia venera las Sagradas Escrituras
Se recomiendan las traducciones cuidadosas
Deber apostólico de los católicos doctos
Importancia de la Sagrada Escritura para la Teología
Se recomienda la lectura de la Sagrada Escritura
Epílogo
PROEMIO
1. El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola
con confianza, hace suya la frase de S. Juan, que dice: "Os anunciamos
la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis
también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra
sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn., 1, 2-3). Por tanto,
siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone
exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su
transmisión, para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de salvación;
creyendo, espere; y esperando, ame[1].
CAPÍTULO I: LA REVELACIÓN
EN SÍ MISMA
Naturaleza y objeto de la Revelación
2. Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo
y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef., 1, 9), mediante el
cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al
Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza
divina (cf. Ef., 2, 18; 1 Pe., 1, 4). Así, pues, por esta revelación
Dios invisible (cf. Col., 1, 15; 1 Tim., 1, 17), movido por su gran amor,
habla a los hombres como amigos (cf. Ex., 33, 11; Jn., 15, 14-15) y trata
con ellos (cf. Bar., 3, 38), para invitarlos y recibirlos a la comunión
con El. Este plan de la revelación se realiza con palabras y hechos
intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas
por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la
doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por
su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas.
Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación
humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un
tiempo mediador y plenitud de toda la revelación[2].
Preparación de la revelación
evangélica
3. Dios, creando (cf. Jn., 1, 3) y conservándolo todo por su Verbo,
da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf.
Rom., 1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural,
se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres
ya desde el principio. Después de su caída les animó
a la esperanza de la salvación (cf. Gén., 3, 15) con la promesa
de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano,
para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la
perseverancia en las buenas obras (cf. Rom., 2, 6-7). A su tiempo llamó
a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gén., 12, 2-3),
al que después de los Patriarcas instruyó por Moisés
y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero,
Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido,
y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino
del Evangelio.
Cristo, culmen de la revelación
4. Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras
por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló
por su Hijo" (Heb., 1, 1-2), pues envió a su Hijo, es decir,
al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre
ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn., 1, 1-18); Jesucristo,
pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado a los hombres"[3],
"habla palabras de Dios" (Jn., 3, 34) y lleva a cabo la obra de
la salvación que el Padre le confió (cf. Jn., 5, 36; 17, 4).
Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf. Jn., 14, 9),- con
toda su presencia y manifestación de sí mismo, con sus palabras
y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección
gloriosa de entre los muertos, con el envío, finalmente, del Espíritu
de verdad, completa la revelación y confirma con testimonio divino
que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado
y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.
La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva nunca pasará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6, 14; Tit., 2, 13).
La revelación hay que recibirla
con fe
5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe"
(Rom., 16, 26; cf. Rom., 1, 5; 2 Cor., 10, 5-6), por la que el hombre se
entrega libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje
del entendimiento y de la voluntad"[4] y asintiendo voluntariamente
a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe necesitamos la
gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu
Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos
de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"[5].
Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda,
el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio
de sus dones.
Las verdades reveladas
6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí
mismo y manifestar los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación
de los hombres, "para comunicarles los bienes divinos, que superan
totalmente la comprensión de la inteligencia humana"[6].
Confiesa el Santo Concilio "que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón humana, partiendo de las criaturas" (cf. Rom., 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a su revelación "el que todos, aun en la presente condición del género humano, puedan conocer fácilmente, con firme certeza y sin ningún error, las cosas divinas que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana"[7].
CAPÍTULO II TRANSMISION DE LA REVELACION
DIVINA
Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos del Evangelio
7. Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para
la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para
siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones. Por eso, Cristo
Señor, en quien se consuma la revelación total de Dios altísimo
(cf. 2 Cor., 1, 30; 3, 16; 4, 6), mandó a los Apóstoles, comunicándoles
los dones divinos, que el Evangelio, que prometido antes por los Profetas,
El completó y promulgó con su propia boca, lo predicaran a
todos los hombres[8] como fuente de toda verdad salvadora y de toda ordenación
de las costumbres. Esto lo realizaron fielmente tanto los Apóstoles,
que en la predicación oral transmitieron con ejemplos e instituciones
lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las
obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del
Espíritu Santo, como los Apóstoles y varones apostólicos
que, bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo, escribieron
el mensaje de la salvación[9].
Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, "entregándoles su propio cargo de magisterio"[10]. Por consiguiente, esta sagrada Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3, 2).
La sagrada Tradición
8. Así, pues, la predicación apostólica, que está
expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse
hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí
que los Apóstoles, comunicando lo que ellos mismos han recibido,
amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o
de palabra o por escrito (cf. 2 Tes., 2, 15), y que combatan por la fe que
se les ha dado una vez para siempre (cf. Jud., 3)[11]. Ahora bien, lo que
enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que
el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia,
en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas
las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree.
Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo[12]: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón (cf. Lc., 2, 19 y 51), ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios.
Las enseñanzas de los Santos Padres testifican la presencia vivificante de esta Tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante. Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operante; y de esta forma Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia y por ella en el mundo, lleva a los creyentes a toda verdad y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col., 3, 16).
Mutua relación entre la Sagrada
Tradición y la Sagrada Escritura
9. Así, pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura
están íntimamente unidas y compenetradas. Porque, procediendo
ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo y tienden a un
mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se
consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo,
y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores
de los Apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo Señor
y por el Espíritu Santo, para que, a la luz del Espíritu de
la verdad, con su predicación fielmente la guarden, la expongan y
la difundan. Por eso la Iglesia no obtiene su certeza acerca de todas las
verdades reveladas solamente de la Sagrada Escritura. Por lo cual, se han
de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedad[13].
Relación de una y otra con toda
la Iglesia y con el Magisterio
10. La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen
un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia;
fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores
en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera
constante en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech.,
2, 42 gr.), de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la
conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida[14].
Pero el encargo de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida[15] ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia[16], cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, la sirve en cuanto que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca lo que propone que se debe creer como divinamente revelado.
Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción de un único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.
CAPÍTULO III INSPIRACION DIVINA
DE LA SAGRADA ESCRITURAY SU INTERPRETACION
El hecho de la inspiración y de la verdad de la Sagrada Escritura
11. Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la
Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu
Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene
por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y del Nuevo
Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración
del Espíritu Santo (cf. Jn., 20, 31; 2 Tim., 3, 16; 2 Pe., 1, 19-20;
3, 15-16), tienen a Dios como autor, y como tales se le han confiado a la
misma Iglesia[17]. Pero en la redacción de los libros sagrados Dios
eligió a hombres, y se valió de ellos que usaban sus propias
facultades y fuerzas[18], de forma que, obrando El en ellos y por ellos[19],
escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería[20].
Puesto que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación[21]. Así, pues, "toda la Escritura (es) divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y preparado para toda obra buena" (2 Tim., 3, 16-17 gr.).
Cómo hay que interpretar la Sagrada
Escritura
12. Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres
y a la manera humana[22], el intérprete de la Sagrada Escritura debe
investigar con atención qué pretendieron expresar realmente
los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar por sus palabras, para
comprender lo que El quiso comunicarnos.
Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a "los géneros literarios", porque la verdad se propone y se expresa de una manera o de otra en los textos de diverso modo históricos, proféticos, poéticos o en otras formas de hablar. Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el hagiógrafo en cada circunstancia, según la condición de su tiempo y de su cultura, por medio de los géneros literarios usados en su época[23]. Pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las acostumbradas formas nativas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres[24].
Y como hay que leer e interpretar la Sagrada Escritura con el mismo Espíritu con que se escribió[25] para descubrir el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Toca a los exegetas esforzarse según estas reglas por entender y exponer más a fondo el sentido de la Sagrada Escritura, para que, como con un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios[26].
Condescendencia de Dios
13. En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad
y la santidad de Dios, la admirable "condescendencia" de la Sabiduría
eterna, "para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta
comprensión ha usado al hablar, teniendo providencia y cuidado de
nuestra naturaleza"[27]. Porque las palabras de Dios expresadas con
lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo
el Verbo del Padre Eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo
semejante a los hombres.
CAPÍTULO IV EL ANTIGUO TESTAMENTO
La historia de la salvación consignada en los libros del Antiguo
Testamento
14. Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la
salvación de todo el género humano, con providencial favor
se eligió un pueblo, a quien confió sus promesas. Hecho, pues,
el pacto con Abraham (cf. Gén., 15, 18) y con el pueblo de Israel
por medio de Moisés (cf. Ex., 24, 8), de tal forma se reveló
con palabras y con obras a su pueblo elegido como el único Dios verdadero
y vivo, que Israel experimentó cuáles eran los caminos de
Dios con los hombres, y, hablando el mismo Dios por los Profetas, los comprendió
más hondamente y con más claridad de día en día,
y los difundió ampliamente entre las gentes (cf. Salm., 21, 28-29;
95, 1-3; Is., 2, 1-5; Jer., 3, 17). La economía, pues, de la salvación
prenunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como
verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento; por lo cual,
estos libros, inspirados por Dios conservan un valor perenne: "Pues
todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue escrito,
a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras
estemos firmes en la esperanza" (Rom., 15, 4).
Importancia del Antiguo Testamento para
los cristianos
15. La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo,
para preparar, anunciar proféticamente (cf. Lc., 24, 44; Jn., 5,
39; 1 Pe., 1, 10) y significar con diversas figuras (cf. 1 Cor., 10, 11)
la venida de Cristo redentor universal y la del Reino Mesiánico.
Y los libros del Antiguo Testamento manifiestan a todos el conocimiento
de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso
con los hombres, según la condición del género humano
en los tiempos que precedieron a la salvación instaurada por Cristo.
Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas
y pasajeras, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina[28].
Por tanto, los cristianos han de recibir devotamente estos libros, que expresan
el sentimiento vivo de Dios, que encierran sublimes doctrinas acerca de
Dios, una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, tesoros admirables
de oración y en los que, finalmente, está latente el misterio
de nuestra salvación.
Unidad de ambos Testamentos
16. Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas
tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo,
y el Antiguo está patente en el Nuevo[29]. Porque, aunque Cristo
fundó el Nuevo Testamento en su sangre (cf. Lc., 22, 20; 1 Cor.,
11, 25), no obstante los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente
en la predicación evangélica[30], adquieren y manifiestan
su plena significación en el Nuevo Testamento (cf. Mt., 5, 17; Lc.,
24, 27; Rom., 16, 25-26; 2 Cor., 3, 14-16), ilustrándolo y explicándolo
al mismo tiempo.
CAPÍTULO V EL NUEVO TESTAMENTO
Excelencia del Nuevo Testamento
17. La palabra divina, que es fuerza de Dios para la salvación de
todo el que cree (cf. Rom., 1, 16), se presenta y manifiesta su vigor de
manera especial en los escritos del Nuevo Testamento. Pues al llegar la
plenitud de los tiempos (cf. Gal., 4, 4) el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn., 1, 14). Cristo instauró
el Reino de Dios en la tierra, manifestó a su Padre y a Sí
mismo con obras y palabras y completó su obra con la muerte, resurrección
y gloriosa ascensión, y con la misión del Espíritu
Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos a Sí mismo (cf. Jn.,
12, 32 gr.), El, el único que tiene palabras de vida eterna (cf.
Jn., 6, 68). Pero este misterio no fue descubierto a otras generaciones,
como es revelado ahora a sus santos Apóstoles y Profetas en el Espíritu
Santo (cf. Ef., 3, 4-6 gr.), para que predicaran el Evangelio, suscitaran
la fe en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia.
De todo lo cual los escritos del Nuevo Testamento son un testimonio perenne
y divino.
Origen apostólico de los Evangelios
18. Nadie ignora que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento,
los Evangelios ocupan, con razón, el lugar preeminente, puesto que
son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro
Salvador.
La Iglesia siempre y en todas partes ha defendido y defiende que los cuatro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos mismos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, como fundamento de la fe, es decir, el Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan[31].
Carácter histórico de los
Evangelios
19. La santa Madre Iglesia firme y constantemente ha mantenido y mantiene
que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar,
transmiten fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los
hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación
de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo (cf. Hech.,
1, 1-2). Los Apóstoles ciertamente después de la ascensión
del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y
hecho, con aquel mayor conocimiento de que ellos gozaban, ilustrados por
los acontecimientos gloriosos de Cristo[32] y por la luz del Espíritu
de verdad[33]. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo
algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por
escrito, sintetizando otras, o desarrollándolas atendiendo a la condición
de las Iglesias, reteniendo, en fin, la forma de anuncio, de manera que
siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús[34]. Escribieron,
pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de
quienes "desde el principio fueron testigos oculares y ministros de
la palabra" para que conozcamos "la verdad" de las palabras
que nos enseñan (cf. Lc., 1, 2-4).
Los restantes escritos del Nuevo Testamento
20. El Canon del Nuevo Testamento, además de los cuatro Evangelios,
contiene también las cartas de San Pablo y otros libros apostólicos
escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, con los cuales,
según la sabia disposición de Dios, se confirma todo lo que
se refiere a Cristo Señor, se declara más y más su
genuina doctrina, se manifiesta el poder salvador de la obra divina de Cristo,
se cuentan los principios de la Iglesia y su admirable difusión,
y se anuncia su gloriosa consumación.
El Señor Jesús, pues, estuvo con los Apóstoles como había prometido (cf. Mt., 28, 20) y les envió el Espíritu Consolador, para que los llevara en la plenitud de la verdad (cf. Jn., 16, 13).
CAPÍTULO VI LA SAGRADA ESCRITURA
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
La Iglesia venera las Sagradas Escrituras
21. La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que
el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir
a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo
de Cristo, sobre todo en la Liturgia. Siempre las ha considerado y considera,
juntamente con la Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto
que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente
la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo
en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles. Es necesario,
por consiguiente, que toda la predicación eclesiástica, como
la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y
se rija por ella. Porque en los sagrados libros el Padre que está
en los cielos va con amor al encuentro de sus hijos y habla con ellos; y
es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad,
apoyo y vigor de la Iglesia, y para sus hijos, fortaleza de la fe, alimento
del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Perfectamente, por
tanto, se aplican a la Sagrada Escritura estas palabras: "Pues la palabra
de Dios es viva y eficaz" (Heb., 4, 12), "que puede edificar y
dar la herencia a todos los que han sido santificados" (Hech., 20,
32; cf. 1 Tes., 2, 13).
Se recomiendan las traducciones cuidadosas
22. Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada
Escritura. Por eso la Iglesia, ya desde sus principios, hizo suya la antiquísima
versión griega del Antiguo Testamento, llamada de los Setenta, y
conserva siempre con honor otras traducciones orientales y latinas, sobre
todo la que llaman Vulgata. Pero como la palabra de Dios debe estar siempre
disponible, la Iglesia procura, con solicitud materna, que se redacten traducciones
aptas y fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos originales de
los sagrados libros. Y si estas traducciones, oportunamente y con el beneplácito
de la autoridad de la Iglesia, se llevan a cabo incluso con la colaboración
de los hermanos separados, podrán usarlas todos los cristianos.
Deber apostólico de los católicos
doctos
23. La Esposa del Verbo Encarnado, es decir, la Iglesia, enseñada
por el Espíritu Santo, se esfuerza en acercarse a una inteligencia
cada vez más profunda de las Sagradas Escrituras, para alimentar
continuamente a sus hijos con las divinas enseñanzas; por lo cual
fomenta también convenientemente el estudio de los Santos Padres,
así del Oriente como del Occidente, y de las Sagradas Liturgias.
Los exegetas católicos y demás teólogos deben trabajar,
aunando diligentemente sus fuerzas, para investigar y proponer las Letras
divinas con los instrumentos oportunos, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio,
de tal forma que el mayor número posible de ministros de la palabra
puedan repartir fructuosamente al pueblo de Dios el alimento de las Escrituras,
que ilumine la mente, robustezca las voluntades y encienda los corazones
de los hombres en el amor de Dios[35]. El sagrado Concilio anima a los hijos
de la Iglesia dedicados a los estudios bíblicos, para que, renovando
constantemente las fuerzas, sigan realizando con todo celo, según
el sentir de la Iglesia, la obra felizmente comenzada[36].
Importancia de la Sagrada Escritura para
la Teología
24. La Sagrada Teología se apoya, como en cimiento perpetuo, en la
palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la Sagrada Tradición,
y con ella se robustece firmemente y se rejuvenece continuamente, investigando
a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. Las
Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas,
son en verdad palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada
Escritura ha de ser como el alma de la Sagrada Teología[37]. También
el ministerio de la palabra, esto es, la predicación pastoral, la
catequesis y toda instrucción cristiana, en la que es preciso que
ocupe un lugar importante la homilía litúrgica, se nutre saludablemente
y se vigoriza santamente con la misma palabra de la Escritura.
Se recomienda la lectura de la Sagrada
Escritura
25. Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes
de Cristo y los demás que como los diáconos y catequistas
se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, insistan en
las Escrituras con asidua lectura sagrada y con estudio diligente, para
que ninguno de ellos resulte "predicador vacío y superfluo de
la palabra de Dios, que no la escucha en su interior"[38], puesto que
debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada
Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina. De igual forma el
santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos, en particular
a los religiosos, a que aprendan "el sublime conocimiento de Jesucristo"
(Fil., 3, 8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. "Porque
el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo"[39].
Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la
Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual,
ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios que con la aprobación
o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente
por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración
a la lectura de la Sagrada Escritura, para que se entable diálogo
entre Dios y el hombre; porque "a El hablamos cuando oramos, y a El
oímos cuando leemos las palabras divinas"[40].
Incumbe a los prelados, "en quienes está la doctrina apostólica"[41], instruir oportunamente a los fieles a ellos confiados, para que usen rectamente los libros sagrados, sobre todo del Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios, por medio de traducciones de los sagrados textos, que estén provistas de las explicaciones necesarias y realmente suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen con seguridad y provecho con las Sagradas Escrituras y se informen de su espíritu.
Háganse, además, ediciones de la Sagrada Escritura, con notas convenientes, para uso también de los no cristianos, y acomodadas a sus condiciones, y procuren los pastores de las almas y los cristianos de cualquier estado difundirlas discretamente.
Epílogo
26. Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados
"la palabra de Dios se difunda y resplandezca" (2 Tes., 3, 1)
y el tesoro de la revelación, confiado a la Iglesia, llene más
y más los corazones de los hombres. Como la vida de la Iglesia recibe
su incremento de la renovación constante del misterio Eucarístico,
así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual por el aumento
de la veneración de la palabra de Dios, que "permanece para
siempre" (Is., 40, 8; cf. Pe., 1, 23-25).
Todas y casa una de las cosas establecidas en esta Constitución fueron del agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 18 de noviembre de 1965.
Yo PABLO, Obispo de la Iglesia Católica
[1] Cf. S. Agustín, De cathechizandis rudibus, c. IV, 8: PL 40, 316.
[2] Cf. Mt. 11, 27; Jn. 1, 14 y 17; 14, 6; 17, 1-3; 2 Cor., 3, 16; 4, 6; Ef. 1, 3-14.
[3] Epist. ad Diognetum, c. VII, 4: Funk, Patres Apostolici, I, p. 403.
[4] Pío XI, Encícl. Mit Brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937: A.A.S. 29 (3.008).
[5] Conc. Araus. II, can. 7: Denz., 180 (377); Conc. Vat. I, l. c.: Denz., 1791 (3.010).
[6] Conc. Vat. I, Const. dogmática De fide catholica, cap. 2 de revelatione: Denz., 1786 (3.005).
[7] Ibidem: Denz., 1785 y 1786 (3.004 y 3.005).
[8] Cf. Mrt. 28, 19-20; Mc. 16, 15. Conc. Trident., Sess. IV, Decr. De Canonicis Scripturis: Denz., 783 (1.501).
[9] Cf. Conc. Trident., l. c.; Conc. Vat. I, Sess. III, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1787 (3.006).
[10] S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848; Harvey, 2, p. 9.
[11] Cf. Conc. Nicaenum II: Denz., 303 (602); Conc. Constant. IV, Sess. X, can. 1: Denz., 336 (650-652).
[12] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 4 de fide et ratione: Denz., 1800 (3.020).
[13] Cf. Conc. Trident., Sess. IV, l. c.: Denz., 783 (1.501).
[14] Cf. Pío XII, Const. Apostol. Munificentissimus Deus, del 1 de noviembre de 1950: A.A.S. 42 (1950), 756, en relación con las palabras de S. Cipriano: "La Iglesia plebe aunada a su Sacerdote y grey adherida a su Pastor" (Epíst. 66, 8: Hartel, III, B. p. 733).
[15] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 3 de fide: Denz., 1792 (3.011).
[16] Cf. Pío XII, Encícl. Humani Generis, del 12 de agosto de 1950: A.A.S. 42 (1950) 569; Denz., 2.314 (3.886).
[17] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1787 (3.006). Comm. Bíblica, Decr. del 18 de junio de 1915: Denz., 2180 (3.629); Enchir. Bibl., 420; S.S.C.S. Officii, Carta del 22 de diciembre de 1923: Enchir. Biblic., 499.
[18] Cf. Pío XII, Encícl. Divino afflante Spiritu, 30 de setiembre de 1943: A.A.S. 35 (1943) p. 14, Enchir. Biblic., 556.
[19] En y por el hombre: cf. Heb., 1, 1; 4, 7 (en); 2 Sam. 23, 2; Mt. 1, 22 y frecuentemente (por); Conc. Vat. I, Schema de doctrina cathol., nota 9: Coll. Lac., VII, 522.
[20] León XIII, Encícl. Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893: Denz., 1952 (3.293); Enchir. Biblic., 125.
[21] Cf. S. Agustín, Gen. ad litt., 2, 9, 20: PL 34, 270-271; Epist., 82, 3: PL 33, 277; CSEL., 34, 2 p. 354. Santo Tomás, De Ver., q. 12, a. 2; cf. Conc. Trident., Sess. IV, De canonicis Scripturis: Denz., 783 (1501). León XIII, Encícl. Providentissimus: Enchir. Biblic., 121, 124, 126-127. Pío XII, Encícl. Divino Affllante Spiritu: Enchir. Biblic., 539.
[22] S. Agustín, De civ. Dei, XVII, 6, 2: PL 41, 537; CSEL., XI, 2, 228.
[23] S. Agustín, De doctrina christiana, III, 18, 26: PL 34, 75-76.
[24] Pío XII, l. c.: Denz., 2.294 (3.829-2.830); Enchir. Biblic., 557-562.
[25] Cf. Benedicto XV, Encícl. Spiritus Paraclitus, del 15 de sept. de 1920: Enchir. Biblic., 469. S. Jerónimo, In Gal. 5, 19-21: PL 26, 417 A.
[26] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1788 (3.007).
[27] S. Juan Crisóstomo, In Gen. 3, 8, hom. 17, 1: PG 53, 134; "Adaptación" en griego se dice synkatábasis.
[28] Pío XI, Encícl. Mit Brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937: A.A.S. 29 (1937) 151.
[29] S. Agustín, Quaest. in Hept., 2, 73: PL 34, 623.
[30] S. Ireneo, Adv. Haer., III, 21, 3: PG 7, 950; 25, 1: Harvey, 2, p. 115; S. Cirilo de Jerusalén, Catech., 4, 35: PG 33, 497; Teodoro Mops., In Soph., 1, 4-6: 66, 452 D-453 A.
[31] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 11, 8: PG 7, 885; ed. Sagnard, p. 194.
[32] Cf. Jn. 14, 26; 16, 13.
[33] Jn. 2, 22; 12, 16; 11, 51-52; cf. 14, 26; 16, 12-13; 7, 39.
[34] Cf. Instrucción Sancta Mater Ecclesia, publicada por la Comisión Bíblica: A.A.S. 56 (1964), p. 715.
[35] Cf. Pío XII, Encícl. Divino afflante Spiritu: Enchir. Biblic., 551, 553, 567. Pont. Com. Bíblica, Instructio de S. Scriptura in Clericorum Seminariis et Religiosorum Collegiis recte docenda, del 13 de mayo de 1950: A.A.S. 42 (1950) 495-505.
[36] Cf. Pío XII, ibidem: Enchir. Biblic., 569.
[37] Cf. León XIII, Encícl. Providentissimus: Enchir. Biblic., 114; Benedicto XV, Encícl. Spiritus Paraclitus: Enchir. Biblic., 483.
[38] S. Agustín, Serm., 179, 1: PL 38, 966.
[39] S. Jerónimo, Com. in Is. Prol.: PL 24, 17; Cf. Benedicto XV, Encícl. Spiritus Paraclitus: Enchir. Biblic., 475-480; Pío XII, Encícl. Divino afflante Spiritu: Enchir. Biblic., 544.
[40] S. Ambrosio, De officiis ministrorum, I, 20, 88: PL 16, 50.
[41] S. Ireneo, Adv. Haer., IV, 32, 1: PG 7, 1071 (49, 2); Harvey, 2, p. 255.