Crónica
latina de los reyes de Castilla
II. Alfonso VIII
B. Las Navas
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Así
fue el comienzo del gozo. Todos los que, a causa del dolor y de la angustia,
se sentían desmoralizados por la pérdida de Salvatierra y por la muerte
del hijo del rey, fueron confortados en el Señor y en el poder de su bondad,
de manera que desde entonces el máximo deseo de todos, tanto nobles como
plebeyos era provocar con la guerra al rey marroquí, En verdad la virtud
de Nuestro Señor Jesucristo, que verdaderamente es Dios y hombre, obraba
latentemente, porque pudo cambiar tan súbitamente los corazones de los
hombres del temor a la audacia, de la desesperación a una gran confianza.
El arzobispo toledano
visitó al rey de Francia y, tras exponerle la razón de su viaje y la necesidad
y angustia del pueblo cristiano, ni siquiera una palabra de ánimo pudo
obtener de sus labios. Recorrió toda Francia suplicando a los magnates
y prometiéndoles muchas cosas de parte del rey de Castilla, pero ni a
uno de entre ellos pudo conmover. Envió además el rey noble, cuya total
intención y afán se volcaba en esta empresa, a las partes de Poitou y
Gascuña a un hombre sagaz, al maestro Arnaldo, su médico, para que excitara
los ánimos de los poderosos prometiendo muchas cosas de parte del rey
para la guerra futura. Muchos nobles y magnates llegaron con el arzobispo
de Burdeos desde aquellas tierras en ayuda del rey de Castilla al siguiente
verano, cuando el tiempo para la guerra era ya inminente. De las tierras
de la Provenza, por las que había pasado el arzobispo, vino el arzobispo
de Narbona y algunos otros nobles de la provincia vienense.
Alrededor, pues, de
la fiesta de Pentecostés comenzaron a confluir gentes de todas partes
a la ciudad de Toledo y, en el día octavo de la misma fiesta, Pedro, rey
de Aragón, entró en Toledo como había prometido, acompañado solamente
de un soldado. Le siguieron después muchos y buenos vasallos suyos, peritos
en cosas de guerra.
Mientras se reunían
los nobles y los plebeyos del rey de Castilla y del rey de Aragón, el
rey noble de Castilla sufragaba suficientemente los gastos a todos los
que habían venido de Poitou y de Gascuña y de la Provenza y de otras partes
y al mismo rey de Aragón. Tanta abundancia de oro se distribuía todos
los días que los contadores y apreciadores apenas podían numerar la cantidad
de denarios que eran necesarios para los gastos. Todo el clero del reino
de Castilla, atendiendo a la necesidad del reino, había concedido en aquel
año la mitad de todos sus réditos al rey. Además de los estipendios diarios,
envió una gran cantidad de dinero al rey de Aragón, antes de que éste
saliera de su reino, pues era pobre y estaba obligado por muchos débitos
y sin ayuda del rey de Castilla no hubiese podido dar las pagas necesarias
a los soldados suyos que debían seguirle.
Deseosos, pues, todos
de la guerra que se avecinaba se apresuran a levantar los campamentos,
pero los de Poitou y otros ultramontanos ni tenían caballos aptos para
la guerra ni jumentos para llevar los bagajes necesarios en la expedición.
A todos los cuales el noble espíritu del glorioso príncipe, que derrochaba
oro como agua, proporcionó con esplendidez lo necesario.
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Levantaron, pues,
los campamentos en nombre del Señor Jesucristo y marcharon hacia Malagón,
que en un momento y como en un abrir y cerrar de ojos tomaron de las manos
de los moros, matando inútilmente a cuantos allí encontraron. Se encaminaron
después a Calatrava, que se la entregó un moro llamado Avencalén, respetada
la vida de los hombre y mujeres que allí encontraron. Tomaron además Benavente,
Alarcos y Caracuel.
Pero como los ultramontanos,
que solían vivir entre sombras en regiones templadas, notaran en exceso
el calor del verano y el ardor del sol, empezaron a murmurar diciendo
que ellos habían venido, como se les había anunciado, a la guerra contra
el rey marroquí, y, como no lo encontraban, querían volver como fuera
a su patria. Cuando los cristianos lo supieron, se dolieron todos de la
vuelta que preparaban, pues eran casi mil soldados nobles, expertos en
las armas y poderosos, y casi 60.000 soldados de a pie armados, de los
cuales, por así decirlo, la cabeza y jefe era el arzobispo burdegalés.
El rey noble, junto con el rey de Aragón, se esforzó por detenerlos, pero
no pudieron conseguirlo. Y aunque se aconsejó al rey noble que los aterrorizara
con duras palabras y amenazas, ya que habían consumido cosas suyas y habían
recibido de él muchos regalos, no quiso aceptar dicho consejo, sino que
les permitió marchar en paz, regalando al arzobispo burdegalés favores
y gastos. No distaba entonces el ejército del rey marroquí del ejército
cristiano dos días de camino. Admirable Dios en sus santos, que tan providencialmente
proporcionó a España y sobre todo al reino de Castilla que, al marcharse
los ultramontanos, la gloria de la victoria de la famosa batalla pudiera
atribuirse no a los ultramontanos, sino a los hispanos. Aunque se marcharon,
se quedaron unos pocos con Teobaldo de Blazón, hijo de Pedro Rodríguez
de Guzmán, y con el arzobispo narbonense, que era oriundo de Cataluña.
Los cristianos, que
antes se habían sentido amedrentados, recobraron la moral y levantaron
los campamentos hacia Salvatierra, donde los colocaron. Permanecieron
allí al día siguiente y, por mandato de los reyes, tanto los nobles como
los plebeyos salieron armados al campo como si ya tuvieran que luchar
contra los enemigos. Terribles en verdad parecían las filas ordenadas
de los campamentos; nunca tantas y tales armas férreas se habían visto
en tierras hispánicas. Gozosos los reyes por tan dulce y tan terrible
visión conciben ánimos ingentes y la esperanza de la victoria que se presiente
infunde ánimos a los espíritus y vigor a los cuerpos de todos.
Levantaron rápida
y gozosamente los campamentos hacia el Puerto de Muradal y, cuando se
acercaron a él, se dieron cuenta con toda claridad de que parte del ejército
marroquí tenía el Puerto de Losa, por donde nadie podía pasar si ellos
no querían. Los próceres se reúnen en junta; en la tienda del rey de Castilla,
el rey de Aragón y el rey de Navarra - que entonces ya estaba presente,
aunque llegó con pocos soldados -, los arzobispos toledano y narboniense,
Diego López, noble vasallo del rey glorioso, y otros magnates de uno y
otro reino se reúnen para deliberar qué podía hacerse en tal circunstancia.
Algunos pensaban que cada cual debía volver a su tierra, cosa que podía
hacerse con honor y gloria, ya que no era aconsejable de ningún modo pasar
los montes. Otros opinaban que debía buscarse otro puerto; al rey glorioso,
por su parte, le pareció deshonroso retirarse. Se separaron al atardecer
sin encontrar solución alguna que les agradara, y decidieron implorar
el auxilio divino según el consejo del rey Josafat, del cual se lee en
el libro de los Reyes: Cuando ignoramos lo que debemos hacer, sólo tenemos
la solución de levantar los ojos al cielo.
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Solamente permaneció
en la tienda con el rey glorioso García Romero, varón noble, prudente,
valeroso y vasallo fiel del rey de Aragón. Envió entonces Dios bajo la
apariencia de pastor a uno que, hablando en privado al rey glorioso, le
prometió que indicaría a quien él ordenara un lugar muy cercano por donde
todo el ejército pudiese atravesar sin peligro los altísimos montes. El
rey se alegró muchísimo; mandó que se acercara el citado García Romero
y le indicó lo que había oído al pastor. Salió en seguida García Romero,
por mandato del rey glorioso llamó a sus soldados y, con la guía del pastor,
llegó, cuando el sol ya se ocultaba, a cierto lugar, desde donde vio con
los ojos lo que el pastor había dicho. Se cree por los que juzgan con
rectitud que no era "un puro hombre", sino alguna virtud divina, que,
en tanta angustia, ayudó al pueblo cristiano, ya que por una parte, tantos
adalides, tantos pastores, tantos hermanos de Calatrava discurrían a menudo
por aquellos lugares y, sin embargo, ninguno de ellos sabía algo de aquel
lugar, y, por otra, no compareció posteriormente el pastor.
Guardaron silencio
aquella noche. Muy de mañana se divulgó la noticia en los campamentos.
Todos se llenaron de gran gozo y, levantando los campamentos, pasaron
en el mismo día del sábado los lugares escarpados de los montes y las
concavidades de los valles y, descendiendo a la planicie, acamparon frente
a los campamentos del rey marroquí. Cuando los moros vieron los campamentos
cristianos, se llenaron por igual de estupor y de temor.
A la mañana siguiente,
en el día del Señor, los moros salen al campo preparados para luchar,
pero los cristianos descansaron aquel día, defendiendo las tiendas de
las incursiones de los sarracenos. Los moros, ensoberbecidos, daban vueltas
como locos por todos los sitios llegando hasta las tiendas de los cristianos,
pero dándose cuenta que éstos no querían luchar aquel día volvieron, como
vencedores, con su rey al lugar de sus campamentos.
Brilla resplandeciente
la aurora del sol anunciando el feliz día, en el que, si alguna mancha
u oprobio había contraído el rey glorioso y su reino en la batalla de
Alarcos, se había de purgar con la virtud de Nuestro Señor Jesucristo
y de su Cruz victoriosa, contra la que había blasfemado con sucia boca
el rey marroquí, pues se dice que, cuando supo que el rey glorioso había
mandado al arzobispo toledano a sus legados a Francia y a otras regiones
de cristianos para invitar al pueblo seguidor de la fe católica a la próxima
guerra, el rey marroquí afirmó que él era poderoso para luchar contra
todos los que adoraban el signo de la Cruz. ¡Señor Jesucristo, tú, los
pusiste en el resbaladero; los precipitaste en la ruina! Pues algunos
se alzan hasta lo alto con desenfrenada soberbia, para caer con más rápida
caída.
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Se levantan,
pues, los cristianos después de la media noche en la hora en que Cristo,
a quien daban culto, se levantó vencedor de la muerte y, tras la celebración
solemne de la Misa, recreados con los vivificantes sacramentos del Cuerpo
y de la Sangre de Jesucristo, nuestro Dios, y fortalecidos con el signo
de la Cruz, toman rápidamente las armas bélicas y corren gozosos a la
batalla como invitados a un banquete. No los retardan ni la dificultad
y lo pedregoso de los terrenos ni las concavidades de los valles ni las
escabrosidades de los montes; llegan al enemigo preparados a morir o vencer.
En la primera
fila por parte del glorioso rey estaba el noble vasallo, su fiel y valeroso
Diego López y, con él, Sancho Fernández, hijo de Alfonso, sanguíneos,
amigos y vasallos suyos. Por parte del rey de Aragón mandaba la vanguardia
García Romero, varón noble, valeroso y fiel, y con él estaban otros muchos
aragoneses, nobles y poderosos. Las otras filas estaban dispuestas a derecha
e izquierda como exige el orden de las batallas. Los reyes dirigían, cada
uno la suya separada de la otra, las últimas filas. El rey de Navarra,
por su parte, tenía una fila con armas y hombre bien instruidos; y así
"cada cual marchaba de frente... y no se volvían al caminar".
Los que estaban
en la primera fila de combate encontraron a los moros preparados para
la batalla. Se atacan, se lucha por doquier cuerpo a cuerpo con lanzas,
espadas y mazas y no hay lugar para los saeteros. Insisten los cristianos,
resisten los moros, se produce el fragor y ruido de las armas. Se mantiene
la lucha, ni unos ni otros son vencidos, aunque en alguna ocasión unos
caigan contra los enemigos y en otra sean repelidos por ellos.
En cierto momento
se llegó a gritar por algunos cristianos heridos, que retrocedían y huían,
que los cristianos habían sucumbido. Cuando el rey glorioso y noble de
Castilla, que estaba dispuesto antes a morir que a ser vencido, oyó este
fúnebre clamor, ordenó a quien llevaba su bandera ante su persona que
picara al caballo con las espuelas y subiera rápidamente al monte donde
estaba lo fuerte de la batalla, lo que en seguida se hizo. Cuando ascendieron
los cristianos, pensando los moros que casi nuevas filas les venían, ceden
superados por la virtud de Nuestro Señor Jesucristo.
El rey marroquí,
que estaba sentado en medio de los suyos rodeado de satélites escogidos
para la guerra, se levantó, subió a su caballo o a una yegua, y dio sus
espaldas al huir; los suyos mueren y caen en catervas, y el lugar de los
campamentos y las tiendas de los moros se convierten en sepulcros de muertos.
Los que huyeron de la batalla erraban, dispersos, por los montes como
ovejas sin pastor y donde eran hallados los mataban.
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¿Quién puede contar
cuántos miles de moros cayeron aquel día y descendieron a las profundidades
del infierno? De los cristianos, sin embargo, quienes pudieron entonar
con el salmista: "Bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mi mano para
el combate, mis dedos para la pelea; mi aliado, mi alcázar, castillo donde
me pongo a salvo" y lo que sigue, murieron poquísimos en ese día.
Saciados los cristianos con la efusión de la sangre de los moros y cansados
del peso de las armas, del calor y de la excesiva sed, volvieron, al caer
el día, a los campamentos de los moros y descansaron allí aquella noche,
encontrando en abundancia vituallas que necesitaban.
Levantaron
después los campamentos y marcharon hacia adelante y, como hallaron vacío
y abandonado el noble castillo de Vilches, lo ocuparon y fortificaron.
Ocuparon además Baños, Tolosa y Ferral. Llegaron después a Úbeda y la
asediaron, pues encontraron allí encerrada una gran multitud de moros,
que, dejando desiertas otras ciudades, como Baeza, a la que hallaron vacía
los cristianos, y otras villas vecinas, se habían reunido todos los moros
en Úbeda como lugar más fortificado y apto para su defensa. Pero la multitud
encerrada era numerosa y peligrosa para ella misma y casi perecían por
el excesivo estrechamiento.
Viendo, pues,
los moros el poderío de los cristianos, que contra ellos ya había dado
muestras al expugnarlos virilmente y considerando también que estaban
desasistidos de todo consejo y ayuda, puesto que el rey marroquí había
huido a Sevilla e incluso se disponía a pasar el estrecho, se entregaron
en manos del rey glorioso y del rey de Aragón con la condición de que,
si se les conservaba la vida, se constituirían tanto ellos en persona
como sus bienes todos en botín de su enemigo. Según contaban algunos de
los mismos moros, que fueron capturados entonces en esa villa y que creían
conocer el número de los encerrados, fueron hechos prisioneros allí casi
100.000 sarracenos, contando mujeres y niños.
Todos los bienes
muebles que se consideraron de valor fueron entregados al rey de Aragón
y a los que con él habían venido a la guerra; también se llevo con él
muchos moros cautivos. Aquella maldita multitud, que estuvo encerrada
en la villa, fue dispersada por todas las regiones de los cristianos,
puesto que de las distintas partes del mundo murieron unos pocos en la
gloriosa y triunfal batalla.
Habían determinado
avanzar más, pero Dios, cuya voluntad nadie puede resistir, lo impidió.
Ocultos son en verdad los juicios de Dios. Quizá los cristianos pecaron
de vanagloria y soberbia atribuyéndose a ellos mismos y no a Dios el mérito
de la victoria en la guerra. Y así, cuando descansaban algunos días en
el asedio de la citada villa, a tales y tantos cristianos invadió una
múltiple variedad de enfermedades y principalmente un flujo de vientre
que quedaron pocos sanos para defenderse de los enemigos si la necesidad
lo requiriera. Por aquel tiempo hubo tanta mortandad entre los que habían
permanecido alejados de la guerra que en aquel otoño murieron gran parte
de los mayores y ancianos en las villas y ciudades.
Considerando
los reyes, después de una diligente deliberación, que de ninguna manera
podían avanzar más, casi todos fueron del parecer que debían volver a
su tierra. Destruyeron, pues, en parte los muros de la citada villa, quemaron
las casas, arrasaron los árboles y las viñas que pudieron quemarse y,
colocada así Baeza en desolación, fortificaron los castillos antes dichos
con hombres, armas y otras cosas necesarias y volvieron a sus propios
lugares con victoria, honor y mucho botín.
Entonces el
rey glorioso restituyó al rey de los navarros, que había venido en su
ayuda, aunque con pocos, ciertos castillos que el mismo rey noble había
tomado del reino de Navarra. El rey glorioso y noble, vencido y humillado
el soberbio enemigo, fue recibido en Toledo con alegría y gozo por todo
el pueblo que clamaba y decía: Bendito el que viene en el nombre del
Señor.
En tiempos de
este noble triunfo, mientras los reyes católicos y sus vasallos exponían
vida y reinos por la exaltación del nombre cristiano, el rey de León,
como había hecho en tiempos de la otra guerra, declaró la guerra al rey
de Castilla. Pero el rey glorioso, que deseaba morir con honor y gloria
en la guerra con los moros, no tomó en cuenta lo que el rey de León había
hecho, sino que quiso llegar con él a un acuerdo amigable para que se
prestaran ayuda mutua contra los moros.
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Entre tanto, mientras
se trataba de la paz, alrededor del comienzo de la cuaresma siguiente
a la guerra, el rey glorioso, puesto que toda su preocupación en esto
consistía, con unos pocos soldados, con sus domésticos y con algunos de
los concejos de la Trasierra fue al castillo de las Dueñas, que ahora
se llama Calatrava Nueva y lo tomó y lo retuvo. Tomó después Hecnaveroxe,
que ahora se llama Santiago y es un castillo de los hermanos de la orden
de Santiago junto a Montiel.
Después asedió, lo
que es digno de admiración, con aquellos pocos que estaban con él, el
noble castillo de Alcaraz. Llegó, sin embargo, después don Diego y algunos
otros magnates y el asedio se afianzó. Fue expugnado viril y fuertemente
con máquinas admirables. Finalmente por la gracia de Dios se rindió al
rey glorioso, respetada la vida de los moros que entonces estaban allí.
En el día de la Ascención fue recibido el rey glorioso en la villa con
una solemne procesión, después que el arzobispo toledano purificara la
inmundicia de los moros y éstos se marcharan; y en ese mismo día el arzobispo
celebró allí la misa. Por aquel entonces tomó también el rey noble otro
castillo muy defendido por la naturaleza, que está entre Segura y Alcaraz,
a saber Ríopar, y así con honor y gloria alrededor de Pentecostés volvió
a tierras de Guadalajara.
De allí, se dirigió
hacia tierras de Castilla, y, como su único y gran deseo era acabar su
vida contra los sarracenos por la exaltación del nombre de Jesucristo
y viera que el rey de León ponía gran impedimento a aquel tan santo y
tan laudable propósito, entregó muchas pagas a los nobles y grandes regalos
a los magnates y convocó a una multitud innumerable de pueblos para que,
al menos aterrado por el miedo, el rey de León firmara la paz con el rey
glorioso y, si no quería ayudarle contra los moros, no le pusiera, al
menos, impedimentos. Así pues, firmaron la paz los reyes por mediación
de Diego y, expulsado de ambos reinos Pedro Fernández, el rey de León
se obligó a entrar a tierras de moros por su parte: y así se hizo.
Pero como temiera
el rey glorioso la inconstancia del rey de León, le dio a don Diego, su
vasallo, que le siguió con, al menos, 600 soldados y entonces expugnaron
Alcántara y la tomaron y, fortificándola, la retuvieron. Después movieron
sus campamentos hacia Mérida y, tras detenerse allí algunos días, el rey
de León con su ejército volvió de allí a su tierra, pese a que don Diego
se opusiera y le aconsejara lo contrario.
El noble vasallo del
rey glorioso, viendo la inconstancia y la pusilanimidad del rey de León,
como supiera también que el rey glorioso había asediado Baeza, que ya
había sido reedificada y sus muros reparados, no quiso volver a su tierra
sin su señor, sino que, por lo desierto de los montes y por los lugares
fragosos de las selvas, abriéndose paso entre castillos de moros, aunque
ellos se opusieron y en contra de su voluntad, llegó junto a su señor,
el rey glorioso, a la citada villa cuando el asedio ya había sido afianzado.
Pues el rey glorioso
y noble en el tiempo, en el que el rey de León, o mejor don Diego, tomó
Alcántara, aunque recientemente se había levantado del lecho de una enfermedad
que le había llevado hasta las puertas de la muerte y de por sí de ninguna
manera pudiese cabalgar sin la ayuda de alguien en quien apoyarse, vino
hasta Toledo, y, como tenía firmísimo propósito de acabar su vida en tierra
de moros en tiempo de guerra, asedió la citada villa de Baeza con pocos
nobles y con pocos hombres de ciudades y otras villas, Esto se llevó a
cabo al principio del mes de diciembre y el asedio duró hasta después
de la festividad de la Purificación. Pero como faltaron al ejército víveres
y otras cosas necesarias, el rey noble se vio obligado a levantar el asedio
y volver a su tierra. En verdad la carencia de comida en aquella expedición
fue tal que las carnes de asno y de caballo se vendían muy caras en el
mercado, pues aquel año fue tan grande el hambre en el reino de Castilla,
principalmente en la Trasierra y Extremadura, como nunca se vio ni escuchó
en aquellas tierras desde los tiempos antiguos. Los hombre morían en catervas
y apenas había quien enterrara.
Se firmó entonces
una tregua entre el rey marroquí y el rey noble de Castilla. Pocos, en
verdad, caballos y otros pocos jumentos quedaban en el reino de Castilla,
y gran parte de los hombres morían consumidos por el hambre. Los moros,
por el contrario, tenían en abundancia caballos, trigo, cebada, aceite
y otros diversos géneros de alimentos. Calló pues la tierra y el rey descansó,
y en la cuaresma siguiente volvió a Castilla, donde permaneció hasta el
comienzo del próximo septiembre.
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Por aquel mismo tiempo
el rey de Aragón Pedro salió de su tierra con una multitud de soldados
y marchó hacia las tierras de Toulouse en ayuda del anciano conde tolosano,
que había toma como esposa a una hermana del rey, y un hijo del conde
también había desposado a otra hermana del rey. Pues entonces los francos
estaban en tierras tolosanas y tenían en su poder casi todo el vizcondado
biterense y la mayor parte del condado tolosano.
El papa romano, Inocencio
III, había concedido un perdón general de todos los pecados a todos aquellos
que vinieran contra los Albigenses y otros herejes que estaban en aquellas
tierras. Pues varias herejías que, si bien presentaban rostros distintos,
tenían idénticas consecuencias, se habían extendido y se multiplicaban
día a día de tal modo que era peligroso para la iglesia universal disimular
por más tiempo tal estado de cosas.
Llegaron, pues, católicos
de distintas tierras y principalmente del reino de Francia y sometieron
a la fe en Cristo a casi toda aquella tierra en poco tiempo, abatiendo
en un momento castillos y ciudades muy defendidas y casi inexpugnables,
castigando a los mismos herejes con penas diversas y matándolos con distintas
clases de muerte. Obraba en verdad de manera manifiesta y milagrosamente
la virtud del Señor Nuestro Jesucristo, que es Rey de Reyes y Señor de
los que dominan, a través del ilustrísimo y fidelísimo conde Simón de
Monfort, quien, como otro Judas Macabeo, celoso de la Ley de Dios, combatía
con vigor y potencia los combates de Dios.
El rey de Aragón y
el conde tolosano y, con ellos, otros condes y barones y nobles de la
tierra y muchos plebeyos asediaron en un castillo con la firme confianza
de que los capturarían al conde Simón de Monfort, con quien estaban casi
500 soldados. Pero era el conde Simón hombre belicoso y valeroso y tenía
en su corazón confianza plena en Nuestro Señor Jesucristo, por quien continuamente
trabajaba. Viendo, pues, que el peligro era inminente para él y los suyos,
salieron en virtud de Nuestro Señor Jesucristo del castillo asediado,
cayeron sobre los campamentos y por la fuerza de Cristo los obligaron
a huir y mataron al mismo rey de Aragón con muchos soldados. ¡Dichoso
hubiese sido aquel rey si hubiese terminado la vida inmediatamente después
del importante triunfo en la guerra que tuvo lugar en las Navas de Tolosa
contra el rey marroquí!
28
El rey, glorioso y
noble, de Castilla, alrededor del comienzo del mes de septiembre, salió
de Burgos camino de Extremadura, pues había determinado mantener una conversación
con el rey de Portugal, su yerno, en tierras de Plasencia.
Pero, cuando estaba
en Valladolid, se presentó inesperadamente un mensajero que le comunicó
la muerte de su muy noble y fiel vasallo don Diego, de cuya muerte se
dolió inconsolablemente, pues lo amaba y confiaba en él más que en cualquier
otra persona. Como creía que su muerte estaba próxima, puesto que ya estaba
bastante débil, aquejado de vejez y gastado por muchos trabajos y dolores,
había determinado encomendar el reino, su hijo impúber, su mujer y sus
hijas a la fidelidad de dicho noble y fiel vasallo, y dejar todo en sus
manos y potestad, en la plena confianza de que él administraría todo con
fidelidad y se apresuraría a solucionar todos los problemas, pues se sentía
deudor de muchos. Frustrado así en tan gran esperanza y sintiéndose en
trance de morir, el rey glorioso se dolió sobremanera. Pocos días antes
había muerto Pedro Fernández, el Castellano, en tierras de Marruecos,
al cual como enemigo capital el rey noble perseguía. Así pues, se pasa
de la pena a la alegría, y viceversa, para que nadie pueda gloriarse,
mientras esté en la vida presente, de ser feliz.
Recobrado el ánimo,
el rey glorioso siguió hacia delante, pero al llegar a cierta aldea entre
Arévalo y Ávila, que se llama , comenzó a desfallecer
poco a poco, y cerca de la media noche, con la asistencia de pocos de
sus familiares, ingresó en el camino de la carne universal. Su noble esposa
adolecía entonces de cuartana.
¡Que una vorágine
tenebrosa se adueñe de aquella noche! ¡Que los astros del cielo no la
iluminen, ya que se atrevió a privar al mundo de sol tan grande! Fue flor
del reino, honra del mundo, notable por su bondad de costumbres, justo,
prudente, valeroso, espléndido; no manchó su gloria por razón alguna.
Murió en el octavo día de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Castilla, privada a un mismo tiempo de tan gran señor y rey y de un gran
hombre y vasallo suyo, tiene causa de dolor perpetuo hasta que perdure
este mundo.
Los que con el rey
estaban en ese momento, a saber, su esposa e hija, el arzobispo toledano
y el obispo palentino y otros nobles, se apresuran en llevar el cuerpo,
ya privado de vida, al monasterio real, que el mismo rey había construido
de nuevo, a sus expensas, junto a Burgos. Al conocer la muerte de tan
gran señor, concurren de todas partes hombres de ciudades y nobles, que,
considerando que se quedaban privados de tan gran rey, caen en estupor
y lloran en su interior por la angustia de su espíritu. Las mujeres todas
prorrumpieron en lamentos, los hombres rociaron de cenizas sus cabezas,
ceñidos de cilicio, y se vistieron de saco. Toda la gloria de Castilla
cambió súbitamente y como en un abrir y cerrar de ojos.
Entregado a la sepultura
magnífica y honoríficamente el cuerpo del rey glorioso, su noble esposa,
la reina doña Leonor, desprovista del solaz de un varón tan grande, deseando
morir por el dolor y la angustia, cayó de inmediato en el lecho de la
enfermedad y en la vigilia de Todos los Santos, alrededor de media noche,
siguiendo a su marido, clausuró su último día. Fue enterrada junto al
rey en el citado monasterio. Una misma sepultura guarda a los que un mismo
espíritu había unido y la nobleza de costumbres engrandecido.
El rey glorioso y
noble cuando comenzó a reinar era un niño de casi tres años; reinó más
de cincuenta. Murió en el año 1214.
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Alrededor del año
trigésimo de su reinado fue tomada la ciudad santa de Jerusalén y toda
la Tierra Santa excepto Tiro, que vulgarmente se llama Sur, y Trípoli,
que está en tierras antioquenas. Saladino, sultán de Damasco y Babilonia,
luchó contra el rey jerosolimitano y contra los hermanos hospitalarios
y templarios, y, porque lo permitió la divina justicia, los venció y,
tras matar a muchos de ellos y coger cautivos a otros, tomó toda la tierra
a excepción de las citadas ciudades y se llevó como botín la Santa Cruz
del Señor, que fue capturada en esa guerra.
Cuando el pueblo cristiano
lo supo se dolió sobremanera y el papa romano envió a sus predicadores
a todos los príncipes del pueblo cristiano para invitarlos a la liberación
de Tierra Santa.
Federico, emperador
de los romanos, tomó el signo de la Cruz, y le siguieron todos los príncipes
de Germania, y con una innumerable multitud de soldados y otros hombres
de guerra pasó por Hungría, luego por Bulgaria y después por Rumania y
llegó a la tierra del sultán de Iconio, que limita con la tierra del príncipe
de Antioquía, tras vencer y ejecutar a todos los que habían querido resistirse
a él y a su ejército impidiéndole el paso.
Tenían, según la fama
refiere, el firme propósito de ir primero a Damasco y a Babilonia y destruir
todo el reino de Saladino y ayudar a los cristianos; llegar después a
Tierra Santa y a la ciudad de Jerusalén con gloria y honor. Esto en verdad
se propuso el rey terreno, pero de otra forma dispuso el Rey de reyes
y Señor de los que dominan, en cuyo poder están todos los poderíos y los
derechos todos de los reinos. Pues estando en los límites de los iconienses
hacia Antioquía quiso bañarse en un pequeño río, pues era verano, bajó
al agua y allí súbitamente se ahogó. Los juicios de Dios son un océano
inmenso. Parte de su ejército murió y la parte restante volvió a los lugares
que todavía los cristianos tenían dentro de los términos de Tierra Santa.
30
Por ese mismo tiempo,
Felipe, rey de los francos, y Ricardo, rey de los ingleses, firmada de
mutuo acuerdo entre ambos la paz, con los duques y condes y otros barones
y muchos soldados pasaron el mar y se acercaron a Acre, que entonces tenían
los sarracenos. La sitiaron los reyes y, expugnándola fuerte y virilmente,
la tomaron por la fuerza. El rey Ricardo, antes de llegar allí, tomó la
isla de Chipre y se la sometió.
El rey Felipe, afectado
de una enfermedad gravísima que hacía temer por su vida, pasó el mar y
volvió a su tierra. Pero el rey Ricardo, valeroso y magnánimo, se quedó
y permaneció durante largo tiempo en aquellas tierras, defendiendo lo
que los cristianos tenían y obteniendo otras nuevas posesiones. Pero al
conocer que el rey de Francia le quería declarar la guerra, pasó el mar
y mientras atravesaba la tierra del duque de Austria, que vulgarmente
se llama Estirriquia, fue capturado por el duque y puesto en cautividad
mucho tiempo. Finalmente, tras pagar 100.000 marcos de plata por su libertad,
volvió a su tierra y, cuando asediaba una fortaleza, herido letalmente
por una saeta, pagó el débito a la naturaleza, como antes se dijo.
Alrededor del año
cuadragésimo del reinado del rey glorioso, el conde de Flandes y el conde
blesense y otros barones del reino de Francia enviaron a Italia por el
marqués de Montferrato, a quien eligieron como jefe y prometieron obedecer
fielmente como señor. Habían determinado entre ellos ir a servir al Señor
Jesucristo allende el mar. Se reunieron todos en Venecia y como se detuvieran
allí mucho tiempo por la maldad y engaño de los venecianos, llegó a ellos
Alejo, emperador constantinopolitano, hijo del emperador Isaac, que había
dado muerte al conocidísimo traidor, según se dice, Andrónico, quien después
de la muerte del emperador Manuel había usurpado por la violencia y traición
el imperio constantinopolitano. El emperador Isaac fue abuelo de la reina
nuestra señora Beatriz, padre, a saber, de su madre.
Llegó, pues, el citado
Alejo quejándose penosamente de sus súbditos, quienes contra toda justicia
le habían privado de su imperio, y suplicándoles humildemente que se dignaran
ayudarle a la vista de su situación. Y si por casualidad con su ayuda
pudiera recuperar el imperio, proporcionaría con largueza a los francos
y lombardos todo lo necesario en ayuda de Tierra Santa. Ganados por la
piedad y empujados por la pobreza lo siguieron; los constantinopolitanos
por temor a ellos recibieron a su señor, simulando exteriormente fidelidad
cuando su interior estaba lleno de engaño. Y por ello cuando los francos
y lombardos se alejaron navegando hacia Tierra Santa -se quejaban acerca
del emperador porque no les correspondió según lo prometido-, los constantinopolitanos
volvieron la espalda al señor su emperador Alejo y lo privaron de la sujeción
y obediencia prometida y debida. Viendo, pues, Alejo la maldad de sus
súbditos envió detrás de los francos y lombardos a sus mensajeros para
que los volvieran a llamar: y así se hizo.
A su vuelta se aproximaron
a la ciudad de Constantinopla. Eran, en verdad, muy pocos con respecto
a la multitud del pueblo constantinopolitano, pero poderoso es el Señor
así en lo poco como en lo mucho, si quiere triunfar. Ayudados de la divina
gracia, sin la que nada podía hacer, entraron por la fuerza en la ciudad
y, matando a derecha e izquierda a muchos de los habitantes del lugar,
ocuparon la ciudad y saquearon su infinito botín: oro, plata, piedras
preciosas, paños sirios, adornos de diverso género, en todo lo cual más
que en todas las ciudades que en el mundo había Constantinopla abundaba.
Fue elegido emperador Balduino, conde de Flandes; el marqués de Montferrato
fue hecho rey en Salónica y fue elegido como patriarca cierto veneciano,
a quien yo mismo vi consagrar en Roma en la iglesia de San Pedro por manos
de don Inocencio III. A partir de entonces los latinos obtuvieron Constantinopla
y la iglesia constantinopolitana, a cuyo patriarca, no al citado, sino
a su sucesor, yo mismo vi en el Concilio Lateranense convocado bajo Inocencio
III, obedece a la Iglesia Romana.
Este Concilio se celebró
un año después de la muerte del rey glorioso, y en él intervinieron 420
obispos, 72 arzobispos, el patriarca de Constantinopla y el de Jerusalén
y el aquiliense y el grandense. De abades y de priores y de otros constituidos
en dignidad no hay número. Esto sucedió en la festividad de Todos los
Santos y en los "idus" del siguiente mes de julio don Inocencio III, varón
bueno, cuyos hechos Dios hizo prosperar, entró en el camino de la carne
universal.
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