El septuagenario que cerró la lista de sus amantes con una niña de 15 abriles. El libertino subversivo que hizo del látigo una prolongación de su sensualidad. El incendiario instigador de la Toma de la Bastilla. El autor de monumentales tratados casi épicos de pornografía e inmoralidad como La filosofía del tocador, Justine o Juliette. Todo eso es Donatièn Alphonse François de Sade. El pensador, el (in)moralista, el provocador literato, el pornógrafo: un hombre marcado por la contradicción, como buen hijo del paradójico siglo que, en nombre de la Razón, nos engendró la trágica utopía de la democracia, el infame gobierno de los menos por los más. El furibundo promotor de la destrucción del statu quo que provenía de la antigua nobleza provenzal; el que a la vejez renegó de la obra que lo hizo inmortal; el hombre que, pese a inspirar con su vida y obra el infame vocablo "sadismo", fue tachado de moderado por el terror robespierrano.

Pero vayamos en orden. De sus años de juventud, sabemos que hizo carrera militar y que castigó las arcas familiares con la sistemática costumbre de contratar los servicios de una prostituta a diario. Por ello los suyos encontraron ventajoso el ofrecimiento matrimonial de la acomodada familia Montreuil, que lo quería emparejar con la piadosa Renée-Pélagie, engreída de la casa. Y aunque Sade planteó en un prinicipio la contraoferta de agarrarse más bien a la hermana menor, Anne-Prospère (no precisamente piadosa y bastante avispada), el "matri" se concretó de todas maneras. No consiguió el efecto apaciguador que la familia esperaba, sin embargo; más bien serían Renée-Pélagie y Anne-Prospère las que se sumarían a las andanzas del joven marqués, en sonadas orgías, triángulos, sanguchitos y jornadas de degeneración en las que los platos infaltables eran la sodomía (pese a que, curiosamente, Sade siempre rechazó la homosexualidad) y la flagelación (acaso reminiscencia del fuete que lo acompañó como oficial de caballería). A la influyente y bien conectada suegra no le hizo gracia alguna que estas maratones sexópatas condujeran a la primera detención de Sade. Querida señora de Montreuil, ése era sólo el comienzo: se sucedería una fulgurante cadena de escándalos, rodeado de una legión de amantes, cortesanas de lujo, seres corruptos y aliados insospechados (como la cocinera ascendida a protagonista de numerosas orgías, que se mantuvo fiel al marqués inclusive después de que su pobre padre se presentara indignado, pistola en mano, listo a defender el honor de su hija.

Tal revuelo armaba el Divino Marqués (como lo llamaran los surrealistas), que en 1863 se prohibió a los prostíbulos de la zona que le sigan facilitando personal para llevar a cabo sus actos de "depravación". En 1878 se vería forzado a pasar a la clandestinidad como consecuencia de nuevos escándalos sexuales. En el primer, azotaría hasta la inconsciencia a la indefensa y respetable (aunque venida a menos económicamente y por tanto necesitada de plata) viuda treintañera Rose Keller. En el segundo, con la complicidad de su criado y chochera Latour (con quien conformaba una suerte de lúbrica dupla de oro de la perversión), se les llegaría acusar de intento de asesinato: cuatro prostitutas marsellesas, con edades que fluctuaban entre los 18 y los 23 años, habían sufrido, entre horrendas arcadas, una grave sobredosis de cantáridas, sustancia afrodisíaca que el marqués gustaba servir a sus acompañantes sexuales camuflada en simpáticos bombones. La airada justicia francesa los condenó a muerte en ausencia y, a falta de sus verdaderas personas (que oportunamente se habían mandado mudar al sur del país), se tuvo que contentar con ejecutar simbólicamente a un par de muñequitos.

Ya para este entonces la señora de Montreuil se había agenciado una lettre de cachet para Sade, una orden de detención especial que permitía encarcelar indefinidamente a un individuo sin necesidad de someterlo a un proceso previo. Cuando, en 1774, ésta estaba a punto de expirar, estalló un nuevo escándalo: Sade había involucrado en una orgía a un grupo de adolescentes, con tal rado de mañosería que una de ellas requirió atención médica. ¿Resultado? Una nueva lettre de cachet. En un acto entre temerario, filial, trágico y simplemente cojudo, Sade se hizo detener en París, al visitar a su madre (con quien en realidad nunca había tenido una relación próxima) gravemente enferma. Corría 1777. No sería su primera prisión (ni la última) pero sí bastante prolongada: 12 años y medio pasó nuestro héroe en cana, teniendo como únicos desfogues dos sendos descubrimientos: la masturbación y la literatura. La segunda le permitiría vengarse aunque sea imaginariamente de figuras como su querida suegrita, como sugieren las espectaculares escenas finales de La Filosofía en el Tocador, con la multifacética violación (con inoculación sifilítica y costura de sus partes íntimas como yapa) de la que es víctima la estricta madre de la protagonista, Eugenia, la joven virtuosa corrompida por el antihéroe de la historia, Dolmancé. Paradójicamente, sin embargo, en la vida real, mientras se desempeñaba como Juez Revolucionario, Sade no tuvo el ¿valor? de condenar a muerte a Mme. de Montreul cuando se le presentó la oportunidad (lo que le daría fama de blando entre los funestos seguidores de Robespierre).

Su Diálogo entre un Sacerdote y un Mendigo sería la primera de las transgresoras obras que lo harían famoso. Ya en ella se traslucía en su rollo ideológico-tránsfuga la posición de heredero del bienintencionado e ingenuo materialismo mecanicista francés. Sade cocina en su obra una nueva ética que (siguiendo espontáneamente los dictados de la naturaleza, para él madre de todo cuanto existe y única fuerza reconocible como superior al hombre) libere a la humanidad del vil yugo de sus tres enemigos históricos: la política, la religión y los convencionalismos sociales. Una utopía irrealizable, basada en la destrucción; el ideal de una república sin moral burguesa, sin ataduras morales: una Utopía del Placer. Para el Marqués nuestros (bajos) impulsos humanos (que el prejuicio social puede censurar y tachar de desviación, patología, inmoralidad, etc.) no son sino realidades carentes de dimensión moral. Y, como demuestra la galería de libertinos maravillosos que pululan en sus escritos, no importa cuán monstruosos puedan parecer nuestros actos, porque nada más estamos obedeciendo inclinaciones espontáneas que, si realmente fueran condenables, la Naturaleza no habría hecho posibles. La suya es una visión del sexo (no digo "erotismo" porque aquí sería un eufemismo mojigato de intelectualoide cortazariano) no como un acto afirmador sino como una vorágine tanática de alto contenido político y moral, una herramienta para la demolición de los cimientos del sistema occidental/judeocristiano, mucho más allá del mero anecdotario patológico al que convenientemente se le quiere reducir.

Como pocos sujetos han podido en la historia de las ideas y del arte, ante la estrechez y mezquindad de su tiempo, la respuesta que ofreció Sade fue el extremismo como actitud vital. La incomprensión y hostilidad de un ruin establishment, 27 años en cárcel bajo tres regímenes distintos, ser declarado criminalmente loco (desde 1801 de le confinó en el Manicomio de Charenton) fue el incómodo precio que le tocó pagar en la lotería de la Historia. A nuestro siglo le ha correspondido reivindicarlo y ahora, a las puertas de un nuevo milenio, no debemos dejar de escuchar la proclama libertaria que anida en sus húmedas páginas.

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SADE,
El Lúbrico Destructor

Heterodoxos: el estilo de vida de los locos e infames
Escribe:
Angus T. Anguish
Interzona 4, Marzo 1999